Luego Dag y Fawn, guiados por Shep, dijeron sus promesas. El día anterior habían tenido una pequeña discusión al respecto. Dag se había mostrado reticente ante las palabras, todas las promesas granjeras de arar y plantar y cosechar en la estación correcta, ya que dijo que no era probable que hiciera nada de eso y que para un voto matrimonial sentía que debía decir la verdad estricta. En cuanto a proteger la tierra para sus hijos, había estado haciendo eso toda su vida para los hijos de todo el mundo. Pero Nattie había explicado las declaraciones como un modo poético de hablar de una pareja cuidándose mutuamente y teniendo hijos y envejeciendo juntos, y él se había calmado. Las palabras sonaban extrañas en su boca, en este salón caluroso y atestado, pero su voz profunda y cuidadosa les daba de algún modo tanto peso que era como si pudieran usarse para anclar navíos en mitad de una tormenta. Parecieron flotar en el aire, y todos los adultos casados adoptaron una expresión introspectiva, como si las oyeran resonar en sus propios recuerdos. La voz de Fawn sonó débil y áspera a sus oídos en comparación, como si fuera una niña tonta jugando a ser una adulta, sin engañar a nadie.
En este punto de la ceremonia normal sería el momento de besarse e ir a comer, pero ahora venía la unión de los cordones, sobre la que todos los presentes habían sido informalmente avisados. Algo para contentar al patrullero de Fawn, y en caso de que eso sonara demasiado alarmante, Nattie lo hará por ellos. Papá sacó una silla y la puso en mitad de la sala, y Dag se sentó en ella con un gesto de agradecimiento. Fawn arremangó la manga izquierda de Dag; se preguntó qué estaría pasándole por la cabeza para exponer así el arnés de su brazo a la vista de todos. Pero el oscuro cordón de reflejos cobrizos apareció, rodeando su bíceps; el cordón de Fawn había estado a la vista todo el tiempo.
Papá escoltó a Nattie, y ella palpó hasta encontrarlo todo, cordones y brazo y muñeca. Soltó los lazos, reuniendo ambos cordones en sus manos, enrollándolos uno en torno al otro, murmurando a media voz bendiciones de su invención. Luego rodeó los brazos de Fawn y Dag con los cordones juntos, formando un ocho, y los ató con un lazo. Puso la mano sobre ellos, y entonó:
Que eran las palabras que Dag había dado a Nattie para que dijera, y a Fawn le recordaron inquietantemente a las palabras en el cuchillo del hueso del muslo de Kauneo que Dag había llevado durante tanto tiempo apuntando a su propio corazón. Quizá la inscripción pirograbada había pretendido recordar este canto nupcial, o invocación.
Las palabras, los cordones, y dos corazones dispuestos: todos tenían que estar presentes para hacer un matrimonio válido a… no a los ojos, sino al sentido esencial de los Andalagos, esa percepción sutil e invisible. Fawn se preguntó desesperadamente cómo el asentimiento de la gente hacía que las esencias de los cordones se comportaran así. Concentrarse furiosamente en ello le parecía tan efectivo como cuando un niño de cinco años desea desesperadamente un pony, y cierra los ojos en esfuerzo inútil, porque un niño no tiene ningún otro poder para cambiar el mundo.
Las acciones no necesitan deseos.
Crearía entonces su matrimonio, hora a hora y día a día con el trabajo de sus manos, y dejaría que los deseos cayeran donde quisieran.
Dag tenía la cabeza inclinada como si estuviera escuchando algo que Fawn no podía oír; bajó los párpados con satisfacción, y sonrió. Con alguna dificultad, levantó el brazo derecho y puso los dedos en un extremo del lazo, juntando las cuentas de oro de los dos cordones; asintió, y Fawn hizo lo mismo con el otro par de cuentas. Juntos soltaron el lazo, y Fawn dejó que los cordones se liberaran el uno del otro. Luego Fawn ató su cordón al brazo de Dag, y Dag, ayudado por Nattie, o más bien Nattie, estorbada por Dag, ató su cordón alrededor de la muñeca de Fawn, esta vez con nudos dobles. Dag la miró con una expresión contenida, alegría y terror y triunfo mezclados, con apenas un toque de salvaje regocijo. De hecho, a Fawn le recordó la expresión algo enloquecida que tenía cuando mataron a la malicia. Apoyó su frente contra la de Fawn y susurró:
—Está bien. Está hecho.
Todavía sentado, Dag la abrazó con el brazo izquierdo y la atrajo hacia sí para un beso, aunque la desorientó un poco bajar la cara hacia él en vez de levantarla. Con un esfuerzo, ambos se separaron antes de que el beso se alargara demasiado. Ella pensó que él había evitado por poco ponerla en su regazo y poseerla allí mismo. Llevaba demasiado tiempo sin que la poseyera como es debido. Luego, le prometieron sus ojos chispeantes.
Y entonces fue hora de ir a comer.
Los chicos habían dispuesto mesas de caballete en el patio oeste bajo los árboles, para que hubiera sitio suficiente para que se sentara todo aquel que quisiera hacerlo. Toda una mesa estaba dedicada a la comida y la bebida, sobre la que la gente cayó como halcones, llevándose platos cargados a las otras mesas. Las mujeres entraban y salían de la cocina a por cosas olvidadas o deseos de última hora. Con sólo las cuatro familias y los Sower, era una boda tranquila, sin música ni bailes, y por casualidad tampoco había pequeños presentes para caer por el pozo o de los árboles o del altillo del granero y mantener a los padres alerta, o enloquecidos.
Luego comieron, bebieron, comieron, hablaron, y bebieron. Cuando Fawn arrastró a Dag y su plato a la mesa de la comida por tercera vez, él se inclinó y susurró con miedo:
—¿Cuánto más tengo que comer para no ofender a todas esas imponentes mujeres de las que ahora soy pariente?
—Bueno, está la tarta de crema y miel de Tía Roper —dijo Fawn juiciosamente—. Y el pastel de nueces y mantequilla de Tía Bluefield, y las barritas de arce y nueces de Mamá, y mis pasteles de manzana.
—¿Todos?
—En teoría. O puedes elegir uno y ofender al resto.
Dag pareció reflexionar un momento, y luego dijo con gravedad:
—Dame un buen trozo de ese pastel de manzana, entonces.
—Me gustan los hombres que piensan tan rápido como se mueven —dijo Fawn, sirviéndole una generosa porción.
—Sí, mientras pueda moverme.
Ella sonrió.
Él añadió, quejoso:
—Ese hoyuelo va a ser mi muerte, lo sabes, ¿verdad?
—Jamás —dijo ella firmemente, y lo llevó de vuelta a sus asientos.
Poco después fue a su habitación a ponerse los pantalones de montar y los zapatos y la camisa resistente a juego. Pero se dejó los lirios en el pelo. Cuando volvió al cuarto del telar de Nattie, Dag se incorporó de sus alforjas pulcramente recogidas.
—Cuando tú digas, Chispa.
—Ahora —replicó ella fervientemente—, mientras están aún en los postres. Tendrán menos ganas de seguirnos.
—¿Porque no serán capaces de moverse? Empiezo a ver tu astuto plan. —Sonrió y fue a por Whit y Fletch para que le ayudaran con los caballos.
Se reunió con ellos en el camino al sur de la casa, donde Dag vigilaba con atención cómo sus nuevos cuñados aseguraban el equipo.
—No creo que vayan a intentar ninguna broma —le susurró ella.
—Si fueran Andalagos —replicó él en un murmullo—, a estas alturas las bromas no terminarían. Humor de patrulleros. A veces, se permite que la gente viva, después.
Fawn hizo una mueca burlona. Luego añadió, pensativa:
—¿Lo echas de menos?
—Esa parte no —dijo él, moviendo la cabeza.
Pese a los mejores intentos de las cocineras, los parientes se arrastraron desde las mesas para ir a despedirlos. Clover, con una mirada a la ampliación de ese lado de la casa, deseó a Fawn la mejor de las suertes. Mamá la abrazó y lloró, Papá la abrazó y se puso serio, y Nattie sólo la abrazó. Filly y Ginger les tiraron pétalos de rosas, la mayoría de los cuales no les cayeron encima; Mocasín pareció dispuesto a encabritarse, evidentemente sólo por no perder la práctica, pero Dag le lanzó una mirada, y el animal desistió y se quedó quieto.