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Dag espoleó su cansado caballo hacia la última cresta y se vio recompensado al otro lado por el hallazgo de un camino con roderas que discurría por el lecho del arroyo.

—Ah, bien —dijo en voz alta—. Ha pasado algún tiempo desde que patrullé esta zona, pero recuerdo una granja bastante grande en la cabecera de este valle.

La muchacha, a su grupa, seguía demasiado callada, el mismo silencio cauteloso que había mantenido desde que él comentara su embarazo. Su sentido esencial, extendido al máximo de su sensibilidad en busca de amenazas ocultas, se veía asediado por sus revueltas emociones; pero los pensamientos que las guiaban eran, como siempre, opacos. Quizá había sido indiscreto. Los granjeros que sabían algo del sentido esencial de los Andalagos tendían a llamarlo el mal de ojo, o magia negra, y acusaban a los patrulleros de leer mentes, estafar en el comercio, o cosas peores. Siempre causaba problemas.

Si encontraba suficiente gente en la granja, la dejaría a su cuidado, con un serio aviso sobre la mitad-cacería-mitad-guerra que estaba teniendo lugar ahora mismo en sus colinas. Si no había bastante gente, debía tratar de convencerlos para que se fueran a Glassforge o a algún otro sitio donde estuvieran a salvo entre más gente hasta que esta malicia aprendiera mortalidad. Si conocía a los granjeros, no querrían irse, y suspiró esperando una discusión deprimente y desagradecida.

Pero el mero pensamiento de una mujer embarazada, de cualquier edad o altura, vagabundeando despreocupadamente por los alrededores de la guarida de una malicia le provocaba horror. No era raro que le hubiera parecido tan brillante a su sentido esencial, con tanta vida dentro como llevaba. Aunque sospechaba que Fawn era apenas un poco menos vivida antes de concebir. Atraería la atención de una malicia como el fuego atraía a las polillas.

Para cuando se hubieron aclarado con la definición de viuda del heno, él estuvo seguro de que no tenía que ofrecerle condolencias. Las costumbres de cama de los granjeros no tenían mucho sentido, a veces, a menos que uno creyera las teorías de Mari sobre la confusión de sus embarazos con la idea de que poseían la tierra. También dedicaba comentarios bastante ácidos a la falta de control de las granjeras sobre su propia fertilidad.

Generalmente junto a sermones a los patrulleros jóvenes de ambos sexos sobre la necesidad de mantener los pantalones abrochados mientras estuvieran en territorio de granjeros.

A los patrulleros viejos, también.

Había una llamativa ausencia de detalles sobre un marido muerto en la narración de Fawn. Dag podía entender que la pena a veces dejara a alguien sin palabras, pero la pena también parecía faltarle. Cólera, miedo, una tensa determinación, sí. Los efectos del terrible ataque que acababa de sufrir. Soledad y nostalgia. Pero no la angustia de un alma partida en dos. También faltaba, extrañamente, la profunda satisfacción que la procreación solía provocar en las mujeres Andalagos que había conocido. Granjeros, bah. Dag sabía por qué su propia gente estaba un poco loca, pero ¿qué excusa tenían los granjeros?

Salió de su ensimismamiento cuando dejaron los bosques y vieron la granja del valle. De inmediato se sintió inquieto. Lo primero que le llamó la atención fue la ausencia de vacas, caballos y cabras; luego, la cerca del prado, rota. Después, la ausencia de perros de granja, que ya deberían estar ladrando irritantemente a su caballo. Se puso de pie en los estribos mientras cabalgaban por el camino. La casa y el granero, ambos de tablas de madera gris, estaban en pie —y abiertos—, pero una hebra de humo se alzaba de las cenizas y escombros de una caseta.

—¿Qué pasa? —preguntó Fawn, las primeras palabras que había pronunciado en una hora.

—Problemas, me parece —dijo él, y añadió al cabo de un momento—: Problemas que ya han pasado. —No había nada humano hasta donde Dag podía percibir; ni tampoco nada inhumano—. Este lugar está completamente desierto.

Detuvo el caballo frente a la casa, pasó una pierna sobre el cuello del animal, y bajó de un salto.

—Adelántate. Toma las riendas —dijo a Fawn—. No bajes aún.

Ella se adelantó desde su sitio sobre las alforjas, mirando alrededor con los ojos muy abiertos.

—¿Y tú?

—Voy a echar un vistazo.

Recorrió rápidamente la casa, una estructura de dos pisos con añadidos construidos sobre añadidos. El lugar parecía carente de todos los objetos pequeños de valor. Las cosas demasiado grandes para acarrear —camas, arcones— habían sido derribadas o partidas. Todas las ventanas de cristal estaban destrozadas. Dag sabía lo difícil que habría sido conseguir esas mejoras, la granjera ahorrando esperanzadamente para poder traerlas desde Glassforge, empaquetadas en paja por las carreteras llenas de roderas. La despensa de la cocina no contenía comida.

No había animales en el granero; quedaba heno, podía faltar algo de grano. Tras el granero, en el montón de estiércol, encontró por fin los cadáveres de tres perros de granja, destrozados a cuchilladas. Miró la caseta al pasar, los maderos chamuscados sobresaliendo de la ceniza como huesos negros. Alguien tendría que registrarlos buscando otros huesos, más tarde. Volvió a su caballo.

Fawn miraba inquieta a su alrededor a medida que se daba cuenta de los detalles. Dag se apoyó contra el cálido hombro de Mocasín y le pasó la mano por el pelaje.

—Este lugar ha sido saqueado por los bandidos, o por alguien, hace cosa de tres días, me parece —le dijo—. No hay cadáveres.

—Eso es bueno… ¿verdad? —dijo ella, con la inquietud creciendo en sus ojos oscuros al parecer a causa de la expresión que asomaba a su rostro. Él no podía creer que fuera otra cosa aparte de agotamiento.

—Quizá. Pero si la gente hubiera huido, o les hubieran hecho huir, las noticias ya habrían llegado a Glassforge. Mi patrulla no sabía nada de esto ayer por la tarde.

—¿Entonces adonde fueron? —preguntó ella.

—Capturados, me temo. Si esta malicia ya está intentando tomar como esclavos a los granjeros, está creciendo muy deprisa.

—¿Qué? ¿Esclavos para qué?

—No estoy seguro de que la malicia lo sepa aún. Tienen una especie de instinto. Pero lo averiguará bastante rápido. No me queda tiempo. —Se estaba mareando por la fatiga. ¿También se estaría volviendo estúpido por la fatiga?

—Daría casi cualquier cosa por dos horas de sueño ahora mismo —dijo—, excepto dos horas de luz. Necesito retomar el rastro, mientras haya luz para verlo. Creo… —dijo más despacio—. Creo que este lugar es tan seguro como cualquiera y más que muchos. Ya lo han atacado, no queda nada de valor… no volverán enseguida. Estoy pensando que podría dejarte aquí, en todo caso. Si alguien viene, diles… no. Primero, si alguien viene, escóndete, hasta estar segura de que son gente de bien. Entonces sal y diles que Dag tiene un mensaje para su patrulla, que cree que la malicia tiene la guarida al nordeste de la ciudad, no al sur. Si vienen los patrulleros, ¿crees que sabrás guiarles a donde lleva el rastro? Y al cuerpo de ese muchacho… del bandido… —añadió, en el último instante.

Ella miró hacia las colinas boscosas.

—No estoy segura de poder volver a encontrar el sitio, por el camino que tomaste.

—Hay una ruta más fácil. Esta senda… —indicó con un gesto el camino por el que habían venido— se une a la carretera recta a unas cuatro millas. Gira a la izquierda, y creo que el camino que tomó tu hombre de barro hacia el este está unas tres millas más allá.

—Oh —dijo ella con más seguridad—, eso sí que lo puedo encontrar.

—Entonces, perfecto.

Ella no tenía miedo, maldición y condenación. Él podría cambiar eso… ¿Quería volverla loca de miedo, dejarla helada, incapaz de reaccionar? Ella ya estaba bajando del caballo, contenta por poder hacer algo.