Samitsu no se había sentido débil o incapaz en toda su vida salvo cuando le fallaba su Talento, pero ahora ansiaba que Cadsuane regresara y tomara las riendas. Unas pocas palabras dejadas caer al oído de Ailil habrían sofocado el deseo de la noble de convertirse en Cabeza Insigne, desde luego, pero no serviría de nada si no hallaba un modo de desviar a Sashalle de su propósito. Aunque Ailil temiera que sus estúpidos secretos se airearan, la contradicción en lo que le dijeran las Aes Sedai podría muy bien hacerle decidir que era mejor intentar desaparecer en sus posesiones del campo en vez de arriesgarse a ofender a una hermana hiciera lo que hiciese. Cadsuane se disgustaría si perdía a Ailil. La propia Samitsu se disgustaría. Ailil era un conducto a la mitad de los complots que se tramaban entre los nobles, un indicador para comprobar que esas intrigas aún eran insignificantes, sin probabilidades de que ocasionaran alteraciones de consideración. La maldita Roja lo sabía. Y, una vez que Sashalle diera ese permiso a Ailil, sería a ella a la que acudiría corriendo con noticias, no a Samitsu Tamagowa.
Mientras Samitsu se debatía con su dilema, la puerta que daba al pasillo se abrió y dio paso a una cairhienina de tez pálida y semblante severo, alrededor de una mano más baja que cualquiera de las dos Aes Sedai. Llevaba recogido el cabello canoso en un prieto moño bajo, y un vestido sin adornos, de un color gris tan oscuro que casi era negro, el uniforme actual de la servidumbre del Palacio del Sol. Los criados nunca se anunciaban ni pedían permiso para entrar, pero Corgaide Marendevin no era una criada cualquiera; el pesado aro plateado con llaves que llevaba colgado a la cintura era un símbolo de su cargo. Gobernara quien gobernara Cairhien, la Depositaria de las Llaves dirigía el Palacio del Sol de hecho, y no había nada de sumiso en la actitud de Corgaide. Hizo una mínima reverencia, dirigida cuidadosamente a un punto intermedio entre Samitsu y Sashalle.
—Se me pidió que informara de cualquier cosa inusual —le dijo al aire, aunque había sido Samitsu la que lo había pedido. A buen seguro se había percatado de la lucha por el poder entre ambas al mismo tiempo que ellas mismas. Eran muy pocas las cosas de palacio que se le escapaban—. Me han dicho que hay un Ogier en las cocinas. Él y un hombre joven buscan, supuestamente, trabajo de albañilería, pero nunca había oído que un Ogier y un humano albañiles trabajaran juntos. Y el stedding Tsofu nos respondió en una misiva que no habrá albañiles Ogier disponibles de ningún stedding en el futuro inmediato, cuando les preguntamos después de… del incidente. —La pausa apenas se notó y su expresión grave no se alteró, pero la mitad de los chismes que corrían sobre el ataque al Palacio del Sol responsabilizaban a al’Thor de ello y la otra mitad a las Aes Sedai. Unos pocos mencionaban a los Renegados, pero sólo para emparejarlos con al’Thor o con las Aes Sedai.
Fruncidos los labios en un gesto pensativo, Samitsu alejó de su mente el maldito embrollo que los cairhieninos hacían con cualquier cosa que tocaban. Negar la participación de Aes Sedai no servía de nada; los Tres Juramentos valían hasta cierto punto en una ciudad donde un simple «sí» o «no» podía dar pie a seis rumores contradictorios. Pero un Ogier… Las cocinas de palacio rara vez admitían transeúntes de paso, pero las cocineras seguramente darían una comida caliente a un Ogier por la rareza que era ver a uno de ellos. Durante el último año, los Ogier se habían dejado ver aún menos de lo que era habitual. Todavía se encontraba a alguno de vez en cuando, pero caminando tan deprisa como era capaz de hacerlo un Ogier, y rara vez deteniéndose en un sitio más tiempo que para pasar la noche. Casi nunca viajaban con humanos, cuanto menos trabajar con ellos. No obstante, esa pareja despertó un cosquilleo en su mente. Con la esperanza de recordar lo que quiera que fuera, abrió la boca para hacer unas preguntas.
—Gracias, Corgaide —respondió Sashalle con una sonrisa—. Habéis sido de gran ayuda, pero ¿os importaría dejarnos solas?
Tratar bruscamente a la Depositaria de las Llaves era un buen modo de encontrarse con sábanas sucias, comidas mal aderezadas, bacinillas sin vaciar, mensajes que se perdían y miles de inconvenientes que podían amargar la vida a cualquiera y dejarlo en un barrizal espeso sin llegar a ninguna parte ni conseguir hacer nada; sin embargo, a juzgar por la reacción de Corgaide, la sonrisa pareció quitar hierro a sus palabras. La mujer de pelo gris inclinó la cabeza levemente en un gesto de asentimiento y de nuevo realizó la reverencia más pequeña posible. En esta ocasión, obviamente dedicada a Sashalle.
Tan pronto como la puerta se cerró detrás de la gobernanta, Samitsu soltó la taza de plata sobre la bandeja con suficiente brusquedad para que el vino caliente le salpicara en la muñeca, y luego se volvió hacia la hermana Roja. ¡Estaba a un paso de perder el control de Ailil y ahora el propio Palacio del Sol parecía resbalársele entre los dedos! Que Corgaide guardara silencio sobre lo que había visto allí era tan probable como que le crecieran alas y volara, y dijera lo que dijera se propagaría rápidamente por palacio y contagiaría a toda la servidumbre, hasta los hombres que limpiaban los establos. La última reverencia que había hecho dejaba muy claro lo que pensaba. ¡Luz, cómo odiaba Cairhien! Estaba muy arraigado el uso de la cortesía entre hermanas pero Sashalle no estaba suficientemente por encima de ella para que contuviera la lengua ante aquel desastre, y se proponía hacerlo sin miramientos.
Miró ceñuda a la otra hermana y entonces vio la cara de Sashalle —la vio realmente, quizá por primera vez— y de repente supo por qué la incomodaba tanto, quizás incluso por qué le resultaba tan difícil mirar directamente a la hermana Roja. Ya no era un rostro Aes Sedai, intemporal y ajeno a la edad. Casi nadie lo notaba hasta que se le hacía notar, pero para otra hermana resultaba inconfundible. Tal vez quedaban restos, retazos que hacían parecer a Sashalle más hermosa de lo que era realmente, pero aun así cualquiera podría calcularle una edad, más o menos en un punto anterior a la madurez. El descubrimiento paralizó la lengua de Samitsu.
Lo que se sabía sobre mujeres neutralizadas era poco más que rumores. Huían y se escondían de otras hermanas; finalmente, morían. Por lo general, solían morir enseguida. La pérdida del saidar era más de lo que la mayoría de las mujeres neutralizadas podía soportar durante mucho tiempo. Pero todo era realmente chismorreo; que ella supiera, desde hacía mucho tiempo nadie había tenido coraje suficiente para descubrir más cosas. El miedo, casi siempre relegado al rincón más oscuro de la mente de cada hermana, de que podía correr la misma suerte cualquier día en un momento de descuido, impedía que alguien quisiera saber demasiado de ello. Hasta las Aes Sedai podían apartar la vista cuando no querían ver. Siempre había rumores, casi nunca mencionados y tan vagos que no se recordaba dónde se habían oído por primera vez, susurros casi inaudibles, pero siempre flotando en el aire. Uno que Samitsu sólo había recordado a medias, hasta ese momento, decía que una mujer neutralizada rejuvenecía, si vivía. Siempre le había parecido absurdo; hasta ahora. Recobrar la habilidad de encauzar no le había devuelto todo a Sashalle. De nuevo tendría que trabajar con el Poder durante años para conseguir el semblante que la proclamaría como Aes Sedai a cualquier hermana que la viera. O… ¿quizá no lo recuperaría? Parecía inevitable, pero aquél era un territorio sin explorar. Y si su rostro había cambiado, ¿habría cambiado algo más en ella? Un escalofrío más intenso que el que le había causado la idea de la neutralización estremeció a Samitsu. Quizás era mejor que hubiese ido despacio tratando de desentrañar el modo de Curar de Damer.