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—Oh, dejemos de hablar de él, maese Ledar —respondió la voz de una mujer con un trémolo que parecía muy ensayado—. Malvado, eso es lo que fue. Destrozó la mitad del palacio con el Poder Único. Eso hizo. Podía volverte la sangre hielo con sólo mirarte y matarte con la misma rapidez. Miles han muerto a sus manos. ¡Decenas de miles! Oh, qué poco me gusta hablar de él.

—Para alguien a quien le gusta hablar poco de algo, Eldrid Methin, apenas si hablas de otra cosa —dijo otra voz de mujer con dureza. Fornida y bastante alta para ser cairhienina, casi tan alta como la propia Samitsu y con algunos mechones de cabello gris escapando bajo la cofia blanca, debía de ser la jefa de cocina que estaba de servicio porque todos los que veía Samitsu se apresuraron a asentir en conformidad con sus palabras y a soltar risitas divertidas, para luego añadir «Oh, tenéis razón, señora Beldair» en un tono particularmente adulador.

»Pero eso no es algo de lo que nosotros deberíamos estar chismorreando, maese Ledar —prosiguió la mujer fornida—. Son cosas de Aes Sedai, eso es, y no para gente como vos y como yo. Contadnos más cosas sobre las Tierras Fronterizas. ¿De verdad habéis visto trollocs?

—Aes Sedai —masculló un hombre. Oculto por la gente que rodeaba la mesa, debía de ser el compañero de Ledar ya que Samitsu no veía a ningún hombre adulto en la cocina esa mañana—. Decidme, ¿creéis realmente que vincularon a esos hombres de los que hablabais, esos Asha’man? ¿Como Guardianes? ¿Y ese otro que murió? No dijisteis cómo pasó.

—Vaya, pues fue el Dragón Renacido el que lo mató —saltó de nuevo Eldrid—. ¿Y como qué otra cosa puede vincular una Aes Sedai a un hombre? Oh, eran terribles, esos Asha’man. Podían volverte de piedra con una mirada, vaya que podían. Se los puede distinguir sólo con verlos, ¿sabéis? Ojos brillantes como ascuas, un espanto, sí.

—Cállate, Eldrid —instó firmemente la señora Beldair—. Puede que fueran Asha’man o puede que no, maese Sotomonte. Puede que los vincularan y puede que no. Todo lo que yo o cualquier otro podemos decir es que estaban con él. —El énfasis puesto en la palabra dejaba muy claro a quién se refería; quizás Eldrid consideraba temible a Rand al’Thor, pero esa mujer ni siquiera quería pronunciar su nombre—. Y, a poco de que él se fuera, de repente las Aes Sedai les estaban diciendo qué hacer y ellos lo hacían. Claro que cualquier tonto sabe que es mejor hacer lo que dice una Aes Sedai. De todos modos, esos tipos ya no están ahora. ¿Por qué os interesan tanto, maese Sotomonte? ¿Ese nombre vuestro es andoreño?

Ledar echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír, un atronador sonido que inundó la cocina. Sus orejas se agitaron violentamente.

—Oh, nos gusta saber todo sobre los lugares que visitamos, señora Beldair —contestó—. ¿Las Tierras Fronterizas, decís? Pensaréis que aquí hace frío, pero yo he visto árboles chascar y partirse como castañas puestas al fuego a causa del frío en las Tierras Fronterizas. En el río tenéis bloques de hielo que llegan flotando corriente abajo, pero hemos visto ríos tan anchos como el Alguenya congelados, de manera que las caravanas de mercaderes pueden cruzarlos con las carretas cargadas. Y a hombres pescando a través de agujeros abiertos en el hielo, que tenía un espán de grosor. Por la noche, en el cielo se ven cortinas de luz que parecen chisporrotear, y tan brillantes que apagan el brillo de las estrellas, y…

Incluso la señora Beldair se inclinaba hacia el Ogier, cautivada su atención, pero uno de los jóvenes marmitones, demasiado bajo para ver más allá de la barrera formada por los adultos, miró a su espalda y sus ojos se abrieron como platos al encontrarse con Samitsu y Sashalle. Su mirada quedó prendida en ellas, como atrapada, pero tanteó con una mano hasta agarrar la manga de la señora Beldair y dio un tirón. La primera vez, la mujer se la sacudió de encima sin mirar al chico. Al segundo tirón volvió la cabeza con gesto ceñudo, pero el ceño se borró en un instante cuando también ella vio a las Aes Sedai.

—La gracia os sea propicia, Aes Sedai —dijo mientras se apresuraba a meter los mechones sueltos bajo la cofia al tiempo que hacía una reverencia—. ¿En qué puedo serviros?

Ledar enmudeció a mitad de la frase y sus orejas se pusieron tensas un instante. No miró hacia la puerta.

—Queremos hablar con vuestros visitantes —manifestó Sashalle a la par que entraba en la cocina—. No trastornaremos el ritmo de trabajo en vuestra cocina mucho tiempo.

—Por supuesto, Aes Sedai. —Si la fornida mujer se sorprendió porque dos Aes Sedai quisieran hablar con visitantes de las cocinas no lo demostró. Su cabeza giró a uno y otro lado para abarcar a todo el personal, dio una palmada y se lanzó a impartir órdenes—. Eldrid, esos nabos no se pelarán solos. ¿Quién está al cuidado de la salsa de higos? ¡No es fácil conseguir higos secos! ¿Dónde tienes tu cucharón para rociar la carne, Kasi? Andil, corre, ve a buscar… —Pinches y marmitones se dispersaron en todas direcciones y a no tardar el ruido de ollas y cucharas resonaba por toda la cocina, aunque saltaba a la vista que todo el mundo se esforzaba por meter el menor ruido posible para no molestar a las Aes Sedai. Y también que se esforzaban para no mirar siquiera en su dirección, aunque tal cosa implicara torcer el cuerpo en una postura forzada.

El Ogier se puso de pie sin brusquedad y la cabeza casi rozó las gruesas vigas del techo. Su atuendo era semejante al que Samitsu recordaba de encuentros anteriores con Ogier, una chaqueta larga de color oscuro que se ensanchaba a la altura de las botas con doblez. Las manchas en la chaqueta indicaban que había viajado mucho; los Ogier eran muy tiquismiquis y escrupulosos. Sólo giró parcialmente la cabeza hacia Sashalle y ella para hacer una reverencia, y se frotó la ancha nariz como si le picara, ocultando a medias el amplio rostro, pero parecía joven para la raza Ogier.

—Disculpadnos, Aes Sedai —murmuró—, pero tenemos que seguir viaje. —Se agachó para recoger una enorme bolsa de cuero que llevaba una manta enrollada y atada en la parte superior; varias formas cuadradas se marcaban en la bolsa, alrededor de las otras cosas que hubiera guardado dentro, y se la echó al hombro por la ancha correa. Los amplios bolsillos de su chaqueta también estaban repletos con formas angulosas—. Tenemos un largo trecho por delante antes de que se haga de noche. —Su compañero, sin embargo, permaneció sentado, con las manos extendidas sobre el tablero de la mesa; era un joven de tez pálida, con barba crecida de ocho días, y parecía haber dormido más de una noche con la arrugada chaqueta de color marrón. Miraba receloso a las Aes Sedai con los oscuros ojos que semejaban los de un zorro acorralado.

—¿Adónde os dirigís que no podéis llegar antes de que caiga la noche? —Sashalle no se paró hasta que estuvo de pie delante del joven Ogier, lo bastante cerca para tener que doblar el cuello hacia atrás a fin de mirarlo, aunque lo hizo de forma que parecía grácil más que forzada, como si tuviera que ser así—. ¿Vais de camino a la asamblea de la que hemos oído hablar, en el stedding Shangtai, maese… Ledar? Así os llamáis, ¿no?

Las altas orejas se agitaron violentamente, para luego quedarse inmóviles, y los ojos, del tamaño de una taza, se estrecharon con una expresión casi tan recelosa como la del hombre joven, haciendo que las puntas colgantes de las cejas le rozaran las mejillas.

—Ledar, hijo de Shandin, nieto de Koimal, Aes Sedai —respondió de mala gana—. Pero no voy al Gran Tocón. Vaya, pero si los Mayores no me dejarían acercarme lo suficiente para escuchar lo que se esté hablando. —Soltó una risa de timbre grave que sonó forzada—. No nos da tiempo a llegar esta noche adonde vamos, Aes Sedai, pero cada legua que dejemos atrás es una legua que no tendremos que recorrer mañana. Hemos de ponernos en camino. —El joven sin afeitar se puso de pie mientras, con gesto nervioso, pasaba la mano por la larga empuñadura de la espada que llevaba colgada al cinto, pero no hizo intención de recoger la bolsa y la manta enrollada que tenía a los pies ni de seguir al Ogier cuando éste echó a andar hacia la puerta que conducía a la calle, ni siquiera cuando el Ogier volvió la cabeza y dijo—: Tenemos que irnos, Karldin.