—¡Al infierno con vuestras preguntas! —bramó con ímpetu el joven Asha’man mientras se cargaba al hombro sus pertenencias—. ¡Yo me voy!
—No, Karldin —dijo delicadamente Loial mientras ponía la enorme manaza en el hombro de su compañero—. No podemos irnos sin saber qué le ha pasado a Dobraine. Es un amigo, de Rand y mío. No podemos. De todos modos, ¿adónde vamos a ir con prisa?
Karldin desvió la mirada; no tenía respuesta a eso. Samitsu cerró los ojos y respiró hondo, pero la cosa no tenía remedio, y siguió a Sashalle fuera de las cocinas, de nuevo apresurándose para mantener el rápido paso de la otra mujer. De hecho, iba casi corriendo; Sashalle marcaba un ritmo más veloz incluso que antes.
Un murmullo de voces se alzó a sus espaldas tan pronto como salieron por la puerta. Seguramente el personal de la cocina abrumaba a la criada pidiendo detalles que a buen seguro ella se inventaría cuando desconociera la respuesta. Diez versiones diferentes de lo ocurrido se propagarían desde las cocinas, si es que no había tantas como personas trabajaban allí. Peor aún, surgirían diez versiones distintas de lo ocurrido en la cocina, y cada una de ellas se sumaría a los rumores que sin duda Corgaide ya estaría iniciando. No recordaba un día que las cosas le hubieran salido tan mal, tan de repente, como quien resbala en un parche de hielo y se encuentra con otro de inmediato, y luego otro más. ¡Después de esto Cadsuane se haría guantes con su piel!
Al menos Loial y Karldin también seguían a Sashalle. Todavía podía sacarle provecho a cualquier cosa que descubriera por ellos, y así salvar algo del desastre. Trotando al lado de Sashalle, observó a los dos echando rápidas ojeadas hacia atrás. El Ogier caminaba a pasos cortos para no adelantarlas, y tenía la frente fruncida en un gesto preocupado. Por Dobraine, seguramente, pero quizá también por haber realizado su misteriosa tarea sólo «hasta donde les había sido posible». Aquél era un interrogante que se proponía resolver. El joven Asha’man no tenía problemas para mantener el paso, aunque su expresión era de obstinada renuencia y su mano no dejaba de acariciar la empuñadura de la espada. El peligro que había en él no estaba en el acero. Miraba con recelo las espaldas de las Aes Sedai que lo precedían, y en una ocasión sostuvo la mirada de Samitsu con otra fulminante. No obstante, era lo bastante sensato para mantener cerrada la boca. La Amarilla se dijo que tendría que hallar el modo de que la abriera más adelante para algo más que enseñar los dientes en un gruñido.
Sashalle no miró atrás ni una sola vez para asegurarse de que ambos las seguían; claro que tenía que oír los sonoros pasos del Ogier sobre las baldosas. Su semblante estaba pensativo, y Samitsu habría dado casi cualquier cosa por saber qué iba cavilando. Sashalle habría jurado lealtad a Rand al’Thor, mas ¿qué protección daba tal compromiso a un Asha’man? Después de todo, era Roja. Y eso no había cambiado junto con su cara. ¡Luz, éste podía ser el peor parche de hielo de todos!
Fue una larga y ardua subida desde las cocinas a los aposentos de lord Dobraine, en la Torre de la Luna Llena, que por lo general se reservaba para visitantes nobles de alto rango, y durante todo el camino Samitsu tuvo pruebas de que Ceria no había sido, ni mucho menos, la primera en enterarse de lo que los siempre anónimos «ellos» tenían que contar. En lugar de interminables torrentes de criados yendo y viniendo por los corredores había grupos reducidos que conversaban en murmullos nerviosos. Al ver a las Aes Sedai se separaban precipitadamente y se escabullían en todas direcciones. Un puñado se quedó boquiabierto al ver a un Ogier caminando por los pasillos de palacio, pero en su mayor parte todos desaparecían casi corriendo. Los nobles que habían visto antes habían desaparecido en su totalidad, sin duda de vuelta a sus propios aposentos para cavilar qué oportunidades y riesgos podía ofrecerles la muerte de Dobraine. Pensara lo que pensara Sashalle, a Samitsu ya no le cabía duda. Si Dobraine estuviera vivo, sus propios criados ya habrían echado por tierra los rumores.
Para mayor confirmación, el pasillo que daba a los aposentos de Dobraine se hallaba abarrotado de criados con el semblante lívido, las mangas con los colores azul y blanco de la casa Taborwin recogidas por encima de los codos. Algunos sollozaban y otros parecían perdidos al desaparecer bajo sus pies la piedra fundamental. A una palabra de Sashalle se apartaron para dejar paso a las Aes Sedai con movimientos mecánicos o como si estuviesen ebrios. Las miradas aturdidas pasaron sobre el Ogier sin asimilar realmente lo que veían. Sólo unos pocos recordaron incluso hacer un remedo de reverencia.
Dentro, la antesala estaba casi igual de llena de criados de Dobraine, la mayoría con la mirada perdida y aire aturdido, como si les hubiesen dado un mazazo. El propio Dobraine yacía inmóvil en una camilla en medio de la amplia estancia, todavía con la cabeza pegada al tronco, pero con los ojos cerrados y una capa medio seca de sangre, producto de un largo corte en el cráneo, cubriéndole las facciones inmóviles. De la boca laxa había resbalado un oscuro reguerillo. Al entrar las Aes Sedai, dos criados, con las lágrimas deslizándose por las mejillas, se detuvieron cuando iban a cubrir el rostro con un paño blanco. Parecía que Dobraine no respiraba, y tenía cortes ensangrentados en la pechera de la chaqueta, adornada con finas franjas de color que llegaban hasta sus rodillas. Junto a la camilla, un oscuro manchón, más grande que el cuerpo de un hombre, teñía la alfombra teariana con el diseño de laberinto en verde y amarillo. Cualquiera que hubiera perdido tanta sangre tenía que estar muerto. Otros dos hombres yacían despatarrados en el suelo, uno con los ojos vidriados por la muerte fijos en el techo, y el otro de lado, con un cuchillo de puño de marfil sobresaliendo de sus costillas, donde la hoja sin duda había alcanzado el corazón. Ambos, cairhieninos de baja estatura y piel pálida, vestían el uniforme de sirvientes de palacio, pero un sirviente nunca llevaba una daga de empuñadura de madera como las que yacían junto a cada uno de los cadáveres. Un hombre de la casa Taborwin, que tenía un pie echado hacia atrás para patear a uno de los muertos, vaciló al ver a las dos hermanas, pero, de todos modos, enseguida lanzó la patada a las costillas de uno de los cuerpos. Obviamente, comportarse con el debido decoro estaba lejos de ser una de las ideas de cualquiera en ese momento.
—Quitad ese paño —ordenó Sashalle a los hombres que se encontraban junto a la camilla—. Samitsu, mira a ver si todavía puedes ayudar a lord Dobraine.
Creyera lo que creyera, Samitsu ya había echado a andar hacia Dobraine de manera instintiva, pero la orden —¡era claramente una orden!— hizo que su paso vacilara un instante. Prietos los dientes, siguió adelante y se arrodilló cuidadosamente junto a la camilla, en el lado opuesto donde el oscuro manchón seguía húmedo, para posar las manos en la cabeza ensangrentada de Dobraine. Nunca le importaba ensuciarse de sangre las manos, pero las manchas en la seda de un vestido no se podían limpiar a menos que se encauzara, y todavía sentía una punzada de culpabilidad por desperdiciar el uso del Poder para algo tan prosaico.
Los tejidos necesarios eran un acto reflejo para ella, hasta el punto de que abrazó la Fuente y Ahondó en el lord cairhienino sin pensar siquiera. Y parpadeó sorprendida. El instinto la había impulsado a acercarse, aunque había tenido la seguridad de que eran tres cadáveres los que había en la habitación, pero, sin embargo, quedaba una chispa de aliento en Dobraine; una minúscula llamita parpadeante que la impresión de la Curación podría extinguir. La impresión de la Curación que conocía ella.
Sus ojos buscaron al Asha’man de cabello claro. Se encontraba acuclillado al lado de uno de los sirvientes muertos, registrando tranquilamente al cadáver, ajeno a las miradas escandalizadas de los criados vivos. Una de las mujeres reparó de pronto en la presencia de Loial, parado en el umbral, y sus ojos se desorbitaron como si el Ogier se hubiese materializado en el aire. Con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión severa en el semblante, parecía que Loial estuviera montando guardia.