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—¿Y cómo pensáis impedirlo? —La suavidad de las palabras de Karldin las hacía más peligrosas. Sostuvo la mirada de Sashalle desapasionadamente, como si no le preocupara nada en el mundo. Oh, sí; un lobo, no un zorro.

—Creí que no iba a encontrarte —exclamó Rosara Medrano, que entró en aquel momento de peligroso silencio, aún con la capa forrada de pieles y los guantes rojos puestos; alta, de tez tan morena como una Aiel curtida por el sol, llevaba retirada la capucha, dejando a la vista su cabello negro recogido con peinetas de marfil tallado. Había manchas de humedad por la nieve fundida en los hombros de la capa. Había salido con las primeras luces para buscar especias para condimentar un guiso de pescado de su Tear natal. Dedicó sólo una mirada de pasada a Loial y Karldin, y no perdió tiempo en interesarse por Dobraine—. Un grupo de hermanas ha entrado en la ciudad, Samitsu. Cabalgué como una loca para llegar antes, pero seguramente estarán entrando ahora en Cairhien. Hay Asha’man con ellas, ¡y uno de esos Asha’man es Logain!

Karldin soltó una áspera risotada, y de repente Samitsu se preguntó si viviría lo suficiente para que Cadsuane la desollara.

1

Hora de marcharse

La Rueda del Tiempo gira, y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene en mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la tercera por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento en las colinas de Rhannor. El viento no fue un inicio, pues no existen ni comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un principio.

Originado entre las arboledas y los viñedos que cubrían gran parte de las accidentadas colinas, las hileras de sempervirentes olivos, y las ordenadas parras, desnudas de hojas hasta la primavera, el frío viento sopló al noroeste a través de las prósperas granjas que salpicaban el paisaje entre las colinas y la gran bahía de Ebou Dar. La tierra seguía en el barbecho invernal, pero hombres y mujeres ya empezaban a engrasar rejas de arados y revisar arreos para la próxima siembra. Apenas prestaban atención a las filas de carretas con pesadas cargas que se dirigían al este a lo largo de las polvorientas calzadas, transportando gentes que vestían ropas extrañas y hablaban con acento extraño. Muchos de los forasteros parecían ser granjeros también, con instrumentos familiares atados a las cajas de los vehículos y, dentro, los desconocidos retoños con raíces ovilladas en tosco paño, pero se encaminaban hacia tierras más lejanas. Nada relacionado con su vida. La mano seanchan se posaba levemente sobre quienes no se oponían a su dominio, y la vida de los granjeros de las colinas Rhannor no había experimentado ningún cambio. Para ellos, la lluvia o su falta había sido siempre la verdadera dirigente.

El viento sopló al noroeste a través de la amplia extensión azul verdosa de la bahía, donde cientos de barcos enormes se mecían sujetos al ancla sobre la mar picada, algunos con proas achatadas y velas de cuchillo, envergadas en nervios, y otros largos y de proas afiladas, con hombres trabajando en ellos para equiparlos con velas y aparejos iguales a los de las naves más anchas. Con todo, no había tantos barcos flotando, ni con mucho, como unos pocos días antes. Muchos descansaban en aguas poco profundas, restos de naufragio carbonizados, escorados sobre el costado, y armazones quemados asentándose en la profunda capa gris de cieno como esqueletos ennegrecidos. Embarcaciones más pequeñas se deslizaban por la bahía, inclinándose bajo velas triangulares o impulsadas por remos como chinches de agua con muchas patas, casi todas transportando trabajadores o suministros a los barcos que aún estaban a flote. Otras barcas y gabarras se encontraban amarradas a lo que parecían troncos de árbol con las ramas cortadas que salían del agua azul verdosa, y desde ellos unos hombres se zambullían llevando piedras para sumergirse más deprisa en el agua hasta los barcos hundidos, donde ataban cuerdas a lo que quiera que pudiera izarse para salvarlo. Seis noches atrás la muerte se había paseado por allí; el Poder Único había matado hombres y mujeres y hundido barcos en medio de la oscuridad hendida por rayos plateados y bolas de fuego. Ahora, la bahía, inmersa en una febril actividad a pesar de la mar rizada, parecía tranquila en comparación. El oleaje encrespado lanzaba espuma al aire que soplaba al norte y al oeste a través de la desembocadura del río Eldar, donde se ensanchaba en la bahía; al norte, al oeste, y tierra adentro.

Sentado con las piernas cruzadas en lo alto de una piedra cubierta de musgo seco, en la orilla del río bordeada de carrizos, Mat encorvó los hombros para protegerse del aire y maldijo para sus adentros. Allí no había oro que ganar ni mujeres ni baile ni diversión, y sí mucha incomodidad. En resumen, era el último sitio que normalmente elegiría para estar. El sol se elevaba un corto tramo sobre el horizonte, el cielo tenía un color gris pizarra claro, y unos densos nubarrones purpúreos, procedentes del mar, amenazaban lluvia. El invierno casi no parecía invierno sin nieve —no había visto un solo copo en Ebou Dar— pero un frío y húmedo viento matutino procedente del mar servía para helar a un hombre hasta la médula tan bien como la nieve. Habían pasado seis noches desde que había salido de la ciudad en medio de una tormenta, pero su cadera, martirizada por dolorosas punzadas, parecía pensar que seguía calado hasta los huesos y aferrado a una silla de montar. Ningún hombre andaría por ahí por propia voluntad con ese tiempo ni a esa hora del día. Ojalá se hubiera llevado una capa. Ojalá se hubiera quedado en la cama.

Las ondulaciones del terreno tapaban Ebou Dar, situada a unos dos kilómetros al sur, y también lo ocultaban a él de la ciudad, pero no había un solo árbol ni nada más alto que los matorrales al alcance de la vista. Encontrarse a descubierto así lo hacía sentir como si tuviera hormigas andándole por la piel. No obstante, debería estar a salvo. Su chaqueta de sencillo paño marrón y su gorra no se parecían en nada a las ropas con las que se lo había visto en la ciudad. En lugar de seda negra, un deslucido pañuelo de lana ocultaba la cicatriz que le rodeaba la garganta, además de que llevaba el cuello de la chaqueta levantado para tapar eso también. Ni rastro de puntilla ni una puntada de bordado. Un atuendo lo bastante soso para un granjero que ordeñara vacas. Ninguna de las personas que tenía que evitar lo reconocería si lo viera. No lo haría a menos que se acercara mucho. Con todo, se caló un poco más la gorra.

—¿Tienes intención de quedarte aquí mucho más, Mat? —La astrosa chaqueta azul oscuro de Noal había conocido tiempos mejores, aunque también le ocurría lo mismo a él. Encorvado, con el cabello blanco y la nariz rota, el viejo estaba acuclillado sobre los talones, debajo del peñasco, pescando en el río con un tallo de bambú. Le faltaban casi todos los dientes, y a veces tocaba con la lengua uno de los huecos como si lo sorprendiera encontrarlo vacío—. Hace frío, por si no te has dado cuenta. Todo el mundo cree que hace más calor en Ebou Dar, pero el invierno es frío en cualquier parte, incluso en lugares que hacen que Ebou Dar parezca Shienar en comparación. Mis huesos se mueren por un buen fuego. O al menos por una manta. Un hombre puede sentirse muy a gusto envuelto en una manta, si está a resguardo del aire. ¿Vas a hacer algo más que mirar fijamente río abajo?

Cuando Mat se limitó a dirigirle una mirada de soslayo, Noal se encogió de hombros y continuó observando atentamente el flotador de madera embreado que cabeceaba entre los dispersos carrizos. De vez en cuando abría y cerraba una de sus nudosas manos como si los dedos torcidos acusaran mucho el frío, pero en caso de ser cierto la culpa era suya. El viejo necio se había metido en aguas poco profundas para recoger alevines que sirvieran de cebo, utilizando un cesto que tenía medio sumergido y sujeto con un canto de río al borde del agua. A despecho de sus protestas sobre el tiempo, Noal lo había acompañado al río sin que él se lo pidiera. Por lo que contaba, todas las personas que le habían importado llevaban muertas muchos años, y la verdad es que parecía casi desesperado por tener compañía. Desesperado tenía que estar para decidir quedarse con él cuando podría encontrarse a cinco días de Ebou Dar a esas alturas. Se podía cubrir una buena distancia en cinco días si se tenía un motivo y un buen caballo. El propio Mat había pensado en ese asunto bastantes veces.