En la orilla opuesta del Eldar, medio oculto por una de las isletas pantanosas que salpicaban el río, un bote de remos retrocedió y un tripulante se puso de pie y rebuscó entre los carrizos con un largo bichero. Otro remero lo ayudó a subir al bote lo que había enganchado. A esa distancia, parecía un saco grande. Mat se encogió y desvió la vista corriente abajo. Todavía seguían encontrando cuerpos, y el responsable era él. Los inocentes morían junto con los culpables. Y, si uno no hacía nada, entonces sólo morían los inocentes. O corrían una suerte igual de mala. Puede que peor, dependiendo de cómo se mirara.
Frunció el ceño, irritado. Rayos y centellas, ¡se estaba volviendo un puñetero filósofo! Asumir responsabilidades consumía todo el gozo de la vida y amargaba a un hombre. Lo que deseaba en ese mismo instante era un montón de vino caliente con especias en una acogedora taberna donde resonara la música, y una doncella bonita y metida en carnes sentada en sus rodillas, en algún lugar lejos de Ebou Dar. Muy lejos. En cambio, lo que tenía eran obligaciones de las que no podía desentenderse y un futuro que no le seducía. Ser ta’veren no parecía servir de nada, si era así como el Entramado se configuraba a la influencia de uno. En fin, al menos le quedaba la suerte. Después de todo, seguía vivo y no se encontraba encadenado en una celda. Dadas las circunstancias, podía considerarse suerte.
Desde su posición disfrutaba de una vista bastante clara más allá de la última isleta pantanosa del río. La espuma levantada por el viento se desplazaba por la bahía hacia tierra como bancos de bruma, pero no lo bastante densa para ocultar lo que necesitaba ver. Intentaba sumar mentalmente, contando barcos a flote y los naufragados. Pero perdía constantemente por qué número iba al pensar que había contado dos veces algunos barcos, y tenía que volver a empezar. También se inmiscuían en sus pensamientos los Marinos a los que habían apresado de nuevo. Había oído que en las horcas del Rahad, al otro lado de la bahía, se exhibían más de cien cadáveres con carteles en los que figuraban «asesinato» y «rebelión» como los crímenes cometidos. Normalmente, a los seanchan se los ajusticiaba en el tajo del verdugo y en estacas de empalamiento, salvo la Sangre, para la que se utilizaba el cordón de estrangulamiento, pero la propiedad tenía que conformarse con la horca.
«Así me condene, hice todo cuanto pude», pensó amargamente. No servía de nada sentirse culpable porque eso fuera todo lo que podía hacer. ¡De nada! Tenía que concentrarse en la gente que había escapado.
Los Atha’an Miere que lo consiguieron habían ocupado barcos de la bahía para huir, y si bien habrían podido capturar algunas embarcaciones más pequeñas, cualquiera que pudieran abordar y tomar en su poder al abrigo de la noche, la idea era llevarse al mayor número posible de los suyos. Con miles de Marinos trabajando como prisioneros en el Rahad, eso suponía grandes barcos, por fuerza, lo que significaba barcos seanchan. Muchas de las naves de los propios Marinos eran suficientemente grandes, desde luego, pero para entonces a todas se las había despojado de velamen y aparejo a fin de equiparlas al estilo seanchan. Si podía calcular cuántos barcos grandes quedaban, podría hacerse una idea de cuántos Atha’an Miere habían alcanzado la libertad. Liberar a las Detectoras de Vientos había sido lo correcto, lo único que podía hacer; pero, aparte de los ahorcamientos, cientos y cientos de cuerpos se habían sacado de la bahía en los últimos cinco días, y sólo la Luz sabía cuántos más habían sido arrastrados por las corrientes mar adentro. Los sepultureros trabajaban desde la salida del sol hasta el ocaso, y los cementerios estaban rebosantes de mujeres y niños llorosos. De hombres también. No pocos de ésos habían sido Atha’an Miere, sin que hubiera nadie que los llorara mientras los echaban a fosas comunes, y quería tener una idea del número que había salvado para compensar sus sombrías sospechas del número que había matado.
No obstante, calcular cuántos barcos habían logrado salir al Mar de las Tormentas era difícil, aparte del asunto de perder la cuenta. A diferencia de las Aes Sedai, las Detectoras de Vientos no tenían restricciones contra utilizar el Poder como arma, no cuando la seguridad de los suyos estaba en peligro, y a buen seguro habrían procurado frenar la persecución antes de que se iniciara. Nadie salía en persecución de nadie en un barco incendiado. Los seanchan, con sus damane, tenían aún menos reparo en contraatacar. Rayos zigzagueando entre la lluvia, numerosos como briznas de hierba, y bolas de fuego surcando el cielo, algunas del tamaño de caballos, y la bahía pareció envuelta en llamas de punta a punta, hasta que incluso en plena tormenta la noche hizo que el espectáculo de un Iluminador pareciera parco en comparación. Sin volver la cabeza podía contar docenas de sitios donde las cuadernas calcinadas de un gran barco sobresalían de las aguas someras o el casco enorme de una embarcación de proa achatada yacía de costado, con las olas del puerto lamiendo la cubierta escorada, y había el doble de sitios donde las cuadernas ennegrecidas que se veían eran más finas, los restos de surcadores de los Marinos. Al parecer no habían querido dejar sus propias embarcaciones en manos de quienes los habían esclavizado. Tres docenas justo delante de él, y eso sin contar los barcos hundidos junto a los que había botes trabajando para sacar cosas. Quizás un marinero distinguiría los grandes barcos de los surcadores por la parte alta de los mástiles que sobresalían del agua, pero eso quedara fuera de sus conocimientos.
De repente un viejo recuerdo acudió a su mente; se refería a cómo cargar barcos para un ataque desde el mar y cuántos hombres podían apiñarse en cuánto espacio y durante cuánto tiempo. En realidad no era un recuerdo suyo, ya que pertenecía a una antigua guerra entre Fergansea y Moreina, pero lo parecía. Caer en la cuenta de que realmente no había vivido uno de aquellos recuerdos de las vidas de otros hombres que tenía metidos en la cabeza lo cogía siempre por sorpresa, de modo que quizá fueran suyos en cierto modo. A decir verdad eran más precisos que los que tenía de algunas partes de su propia vida. Las embarcaciones que recordaba habían sido más pequeñas que la mayoría de las que había en la bahía, pero la base de la que se partía era la misma.
—No tienen suficientes barcos —murmuró. Los seanchan tenían aún más en Tanchico que los que habían llegado aquí, pero las pérdidas en la bahía bastaban para cambiar las cosas.
—¿Suficientes barcos para qué? —preguntó Noal—. En mi vida había visto tantos en un mismo sitio. —Ésa era una afirmación de peso viniendo de él. De dar crédito a Noal, lo había visto todo y casi siempre más grande o más imponente que lo que tenía delante de las narices. En Campo de Emond se habría comentado que no era pródigo con los fondos de la bolsa de la verdad. Mat sacudió la cabeza.
—No les quedan suficientes barcos para llevarlos de vuelta a su hogar.
—No tenemos que volver al hogar. Hemos llegado a él —dijo a su espalda una voz de mujer que arrastraba las palabras al hablar.
No saltó exactamente al escuchar el acento seanchan, pero le faltó poco, hasta que reconoció quién había hablado.
Egeanin tenía fruncido el ceño y sus azules ojos semejaban dagas, pero no dirigidas a él. Al menos, eso le pareció a Mat. Era alta y delgada, de rasgos duros y tez pálida a despecho de haber pasado la vida en el mar. Su vestido era de un color verde lo bastante chillón para encajar con los gitanos, o casi, y bordados múltiples de florecillas amarillas y capullos blancos en el alto cuello y a lo largo de las mangas. Llevaba un floreado pañuelo prietamente atado bajo la barbilla, con el que se sujetaba una peluca de largo cabello negro que se derramaba sobre sus hombros y hasta la mitad de la espalda. Detestaba el pañuelo y el vestido, que no le encajaba bien del todo, pero sus manos comprobaban cada dos por tres si la peluca no se había torcido. Eso le preocupaba más que sus ropas, aunque la palabra «preocupar» era quedarse corto.