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Sólo había soltado un suspiro cuando tuvo que cortarse las uñas, pero casi le había dado un ataque, congestionada la cara y los ojos desorbitados, cuando Mat le dijo que debía afeitarse la cabeza completamente. El estilo de corte de pelo que llevaba antes, afeitado por encima de las orejas de manera que quedaba una capa semejante a un casquete y un tupido mechón colgando hasta el hombro, proclamaba que pertenecía a la Sangre seanchan, una noble menor. Incluso alguien que nunca hubiera visto a un seanchan se habría acordado de ella. Había acabado accediendo a regañadientes, pero después había rozado un estado de histerismo hasta que pudo cubrirse el cráneo afeitado. Pero no por los motivos por los que la mayoría de las mujeres se habrían subido por las paredes. No; entre los seanchan, sólo la familia imperial se afeitaba toda la cabeza. Los hombres que sufrían calvicie se ponían peluca en cuanto la falta de cabello empezaba a resultar notable. Egeanin habría preferido morir antes que nadie pensara que estaba fingiendo pertenecer a la familia imperial, incluso gente a la que ni siquiera se le habría pasado nunca tal idea por la cabeza. Bueno, fingir tal cosa conllevaba la pena de muerte entre los seanchan, pero Mat jamás habría imaginado que se lo tomara así. ¿Qué importaba una pena de muerte más cuando uno ya tenía el cuello extendido en el tajo? La cuerda de estrangulamiento, en su caso. Para él sería la horca.

Mientras guardaba bajo la manga el cuchillo sacado a medias, bajó de la piedra de un salto. Aterrizó mal y estuvo a punto de caerse; contuvo a duras penas el gesto de dolor cuando la cadera le dio un fortísimo pinchazo. Pero lo logró. La mujer era noble y capitana de barco, y ya hacía suficientes intentos de ponerse al mando para que además le mostrara otras debilidades, dándole así más oportunidades de conseguir su propósito. Había sido ella la que había acudido en busca de ayuda, no al contrario, pero eso contaba bien poco para la mujer. Apoyado en la roca y de brazos cruzados, fingió estar ocioso mientras daba pataditas a las matas de hierbas secas para que el dolor se le pasara. Y era tan intenso que la frente se le perló de sudor a pesar del frío viento. Huir en medio de la tormenta le había hecho retroceder en la recuperación de la cadera, y todavía no había recuperado el terreno perdido.

—¿Estáis segura respecto a los Marinos? —le preguntó. No tenía sentido mencionar de nuevo la falta de barcos. En cualquier caso, demasiados colonos seanchan se habían diseminado desde Ebou Dar, y muchos más, al parecer, desde Tanchico. Tuvieran los barcos que tuviesen, ahora no había poder en la tierra capaz de erradicar a todos los seanchan.

La mujer se llevó las manos a la peluca otra vez, pero vaciló al fijarse en las uñas, y en lugar de ello las puso debajo de los brazos, fruncido el ceño.

—¿Qué pasa con los Marinos? —replicó.

Sabía que él había estado detrás de la huida de las Detectoras de Vientos, pero ninguno se había referido a ello explícitamente. Egeanin siempre intentaba evitar hablar de los Atha’an Miere. Aparte de todos los barcos hundidos y de los muertos, liberar damane era otro delito penalizado con la muerte, además de considerarse repugnante desde el punto de vista seanchan, tan despreciable como la violación o abusar de niños. Claro que ella misma había ayudado a liberar damane, aunque a su modo de ver aquél era el menor de sus crímenes. Con todo, también evitaba ese tema. Había unos cuantos de los que no hablaba.

—Que si estáis segura sobre las Detectoras de Vientos que fueron capturadas. He oído chismes sobre cortar manos o pies.

Mat tragó para librarse del regusto a bilis. Había visto morir a hombres, había matado a hombres con sus propias manos. ¡La Luz lo amparara, había matado a una mujer una vez! Ni los recuerdos más sombríos de aquellos otros hombres lo quemaban tanto como eso, y algunos de tales recuerdos eran lo bastante horribles para tener que ahogarlos en vino cuando afloraban a la superficie. Pero la idea de cortar las manos a alguien deliberadamente le revolvía el estómago.

Egeanin levantó bruscamente la cabeza, y por un instante Mat creyó que iba a pasar por alto su pregunta.

—Apuesto a que son chismes oídos a Renna —dijo al tiempo que hacía un gesto desechando el tema—. Algunas sul’dam hablan de esas tonterías para asustar a las damane recalcitrantes cuando se las ata a la correa la primera vez, pero nadie lo ha hecho desde hace… seiscientos o setecientos años. Bueno, no muchos, y la gente que no puede controlar a su propiedad sin… mutilarla son sei’mosiev, para empezar. —Sus labios se torcieron en una mueca de desprecio, si bien no quedó claro si era por la mutilación o por los sei’mosiev.

—Pierdan o no prestigio, lo hacen —espetó Mat. Para los seanchan, sei’mosiev era mucho más que humillado, pero Mat dudaba que alguien capaz de cortar deliberadamente la mano a una mujer pudiera sentirse lo bastante humillado para matarse—. ¿Está la Augusta Señora Suroth entre esos «no muchos»?

Egeanin le dirigió una mirada tan iracunda como la suya y, se puso en jarras, echada hacia adelante con los pies separados como si se encontrara en la cubierta de un barco y estuviese a punto de amonestar a un marinero con pocas luces.

—¡La Augusta Señora Suroth no posee esas damane, palurdo zoquete! Son propiedad de la emperatriz, así viva para siempre. Suroth podría cortarse sus propias manos de inmediato si ordenara hacer algo así a las damane imperiales. Y eso en caso de que diera tal orden; no he oído que maltrate a las suyas nunca. Intentaré explicarlo de forma que lo entiendas. Si tu perro se escapa, no lo mutilas. Lo azotas para que sepa que no debe hacerlo otra vez y vuelves a meterlo en su caseta. Además, las damane son…

—Demasiado valiosas —acabó la frase Mat en tono seco. Había oído esa frase hasta la saciedad.

La mujer pasó por alto su sarcasmo o quizá ni siquiera lo notó. Mat sabía por propia experiencia que si una mujer no quería oír algo hacía caso omiso de ello hasta que uno mismo empezaba a dudar de haber dicho algo.

—Por fin empiezas a entenderlo —continuó Egeanin mientras asentía con la cabeza—. A esas damane que tanto te preocupan probablemente no les quedan siquiera verdugones a estas alturas. —Su mirada se desvió hacia los barcos de la bahía y poco a poco adquirió una expresión de pérdida que acentuó el gesto duro de su semblante. Sus pulgares pasaron por las yemas de los otros dedos—. No imaginas lo que me costó mi damane —dijo en voz queda—. Ella y contratar a una sul’dam. Aunque vale hasta el ultimo trono que pagué, desde luego. Se llama Serisa. Bien entrenada, receptiva. Se atiborraría de frutos secos bañados en miel si la dejaras, pero nunca se marea en el mar, ni se enfurruña, como hacen algunas. Lástima que tuviera que dejarla en Cantorin. Supongo que no volveré a verla. —Suspiró con pesar.

—Estoy convencido de que os echa de menos tanto como vos a ella —intervino Noal, que esbozó una fugaz sonrisa desdentada, y cualquiera hubiera dicho que era sincero. A lo mejor lo era. Argüía que había visto cosas peores que las damane y los da’covale, si es que eso servía de algo.