El oficial de guardia vaciló al oír el toque, pero de repente se oyó el fuerte repique de una campana en la propia ciudad, y después otro, y entonces pareció que fueran centenares las que daban la alarma en mitad de la noche mientras en el negro cielo se sucedían más relámpagos de los que nunca hubiera generado una tormenta, cuando los rayos blanco azulados se descargaron dentro de las murallas y bañaron el túnel con una luz titilante. Fue entonces cuando estalló el griterío en medio de explosiones y gritos en la ciudad.
Por un instante Mat había maldecido a las Detectoras de Vientos por ponerse en movimiento antes de lo que le habían prometido. Pero entonces reparó en que los dados habían dejado de rodar en su cabeza. ¿Por qué? Aquello lo hizo desear maldecir una y otra vez, pero no hubo tiempo ni siquiera para eso. Al instante, el oficial corría impartiendo órdenes a los hombres que salían en tromba de la casa de guardia, enviando a uno a la ciudad a todo correr para que viera a qué se debía la alarma, a la par que desplegaba a los demás contra cualquier amenaza, ya viniera del interior o del exterior. La mujer de cara rellena corrió a situarse con su damane junto a los soldados, al igual que otro par de mujeres unidas por el a’dam que salieron corriendo de la casa de guardia. Y Mat y los demás salieron a galope bajo la tormenta, llevándose consigo tres Aes Sedai, dos de ellas damane huidas, y secuestrada a la heredera del Trono de Cristal seanchan, mientras que a sus espaldas estallaba sobre Ebou Dar una tormenta mucho peor. Los rayos más numerosos que briznas de hierba…
Con un escalofrío, Mat se obligó a volver al presente. Egeanin lo miraba ceñuda y le dio un exagerado empujón.
—Los amantes cogidos del brazo no van deprisa —rezongó el joven—. Pasean. —La mujer adoptó un aire despectivo. A Domon debía cegarlo el amor. O eso o es que le habían dado muchos golpes en la cabeza.
En cualquier caso, lo peor ya había pasado. Mat esperaba que salir de la ciudad hubiera sido lo peor. No había vuelto a sentir los dados desde entonces, y siempre eran una mala señal. Había enturbiado su rastro todo lo posible, y tenía el convencimiento de que sería necesario alguien tan afortunado como él para separar el oro de la escoria. Los Buscadores ya estaban siguiendo el rastro de Egeanin antes de esa noche, y ahora la perseguirían también por el cargo de robar damane, pero las autoridades supondrían que huiría a todo galope y que se encontraría a muchas leguas de Ebou Dar para entonces, no sentada justo a las afueras de la ciudad. Nada salvo la coincidencia del momento la relacionaba con Tuon.
O con él, y eso era importante. Por supuesto, Tylin habría presentado sus propios cargos contra él —ninguna mujer perdonaría a un hombre que la ataba y la metía debajo de una cama, aun en el caso de que lo hubiera sugerido ella misma—, mas, con un poco de suerte, no estaría bajo sospecha de ninguna otra cosa ocurrida esa noche. Con suerte, nadie excepto Tylin se acordaría de él. Por lo general, atar a una reina como si fuese un cerdo para llevarlo al mercado bastaría para llevar a un hombre a la muerte, pero debía contar menos que unas cebollas podridas al lado de la desaparición de la Hija de las Nueve Lunas, y ¿qué tenía que ver el Juguete de Tylin con eso? Aún le irritaba que se lo hubiera tenido por un parásito —¡peor aún, un animalito de compañía!—, pero tenía sus ventajas.
Creía estar a salvo —de los seanchan, en cualquier caso—, si bien había un punto que le molestaba como una espina clavada en el talón. Bueno, había varios, la mayoría a costa de la propia Tuon, pero ése tenía una punta muy, muy larga. La desaparición de Tuon tendría que haber sido tan conmocionante como la desaparición del sol a mediodía, pero no se había dado la alarma. ¡Nada! Ni anuncios de recompensas ni ofertas de rescate ni soldados de miradas abrasadoras registrando cada carreta y cada carro en un radio de kilómetros, rastreando el campo para encontrar hasta el último cuchitril o hueco donde podría esconderse a una mujer. Los viejos recuerdos le hablaban de algo de rastrear miembros de la realeza secuestrados, mas, aparte de los ahorcamientos y los barcos quemados en la bahía, desde fuera Ebou Dar parecía igual que el día anterior al secuestro. Egeanin argumentaba que la búsqueda se haría bajo el más estricto secreto, y posiblemente muchos seanchan ni siquiera sabían que Tuon había desaparecido. En su explicación se incluían la conmoción para el imperio y los malos presagios para el Retorno y la pérdida de sei’taer, y lo dijo como si creyera cada palabra, pero Mat se negaba a tragárselo. Los seanchan eran gente rara, pero nadie podía ser raro hasta tal punto. El sosiego de Ebou Dar le ponía la piel de gallina. Percibía una trampa en aquella quietud. Cuando llegaron a la Gran Calzada del Norte, agradeció que la ciudad quedara oculta detrás de las colinas bajas.
La calzada era una ancha vía, una carretera principal de comercio lo bastante amplia para que avanzaran con holgura cinco o seis carretas a la vez, y la superficie de tierra y arcilla prensada que cientos de años de uso habían endurecido casi tanto como los antiguos adoquines de los que de vez en cuando asomaba una esquina o un borde varios centímetros sobre el suelo. Mat y Egeanin cruzaron deprisa al otro lado de la calzada, con Noal pegado a sus talones, entre una caravana de mercaderes que se dirigía traqueteando hacia la ciudad protegida por una mujer con el rostro marcado con cicatrices y diez hombres de mirada dura y equipados con brigantinas, y una fila de carretas de colonos de forma rara que formaban picos en los extremos y que se encaminaban hacia el norte, algunas tiradas por caballos o mulas y otras por bueyes. Agrupados en torno a las carretas, chiquillos descalzos utilizaban varas para conducir cabras de cuatro cuernos, con largas guedejas negras, y vacas grandes, blancas y con papada. Un hombre al final de la fila de carretas, vestido con amplios pantalones azules y tocado con un gorro redondo de color rojo, conducía un inmenso toro jorobado tirando de una gruesa cuerda atada a un anillo que perforaba la nariz del animal. Salvo por sus ropas, podría haber sido de Dos Ríos. Miró a Mat y a los otros, que caminaban en la misma dirección, como si fuera a hablar, pero después sacudió la cabeza y siguió adelante sin volver a mirarlos. Lidiando con la cojera de Mat no avanzaban deprisa, y los colonos siguieron su marcha a un ritmo lento pero constante.
Encogidos los hombros y sujetándose el pañuelo bajo la barbilla con la mano libre, Egeanin soltó la respiración contenida y aflojó los dedos que se habían clavado en el costado de Mat casi dolorosamente. Al cabo de un momento, se puso erguida y lanzó una mirada furibunda a la espalda del granjero que se alejaba como si fuera a salir tras él para darles bofetadas tanto al granjero como a su toro. Por si eso fuera poco, una vez que el granjero se encontró a unos veinte pasos, la mujer dirigió la ceñuda mirada a una compañía de soldados seanchan que marchaba por el centro de la calzada a un paso que rebasaría enseguida a los colonos, unos doscientos hombres en columna de a cuatro, seguidos por una variopinta colección de carretas tiradas por mulas y cubiertas con lonas tirantes. El centro de la calzada se dejaba libre para el tráfico militar. Media docena de oficiales montados, con yelmos adornados con plumas finas y que les tapaban toda la cara excepto los ojos, cabalgaba al frente de la columna sin mirar ni a derecha ni a izquierda, las rojas capas extendidas perfectamente sobre las grupas de los caballos. El estandarte que ondeaba detrás de los oficiales mostraba lo que parecía una estilizada punta de flecha plateada, o quizás un ancla, cruzada por una larga flecha y un rayo dorado, con escritura y números debajo que Mat no pudo descifrar ya que el aire agitaba la bandera constantemente a uno y otro lado. Los hombres que llevaban las carretas de suministros vestían chaquetas de color azul oscuro y pantalones sueltos, así como gorros cuadrados, en rojo y azul, pero los soldados resultaban más llamativos que la mayoría de los seanchan, con la armadura segmentada, a rayas azules y ribeteada en el borde con blanco plateado, y a rayas rojas ribeteada con amarillo dorado, los yelmos pintados con los cuatro colores de manera que semejaban las cabezas de horribles arañas. Una gran insignia con el ancla —Mat creía que debía de ser un ancla— y la flecha y el rayo iba engastada en la parte delantera del yelmo, y todos los hombres, excepto los oficiales, portaban un arco de doble curva al costado, con una aljaba repleta de flechas a un lado del cinturón, equilibrando la espada corta en el lado opuesto.