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Egeanin no lo rodeó con el brazo en esta ocasión. Caminaba a largas zancadas a su lado, mirando fijamente al frente sin molestarse en comprobar la colocación de la peluca, para variar. Domon los seguía con los pesados andares de un oso al tiempo que mascullaba entre dientes con su fuerte acento illiano. El gorro de lana dejaba a la vista la forma brusca en que acababa su oscura barba a mitad de las orejas, y más arriba sólo la leve sombra del cabello que empezaba a crecer. Le daba un aspecto… inacabado.

—Un barco con dos capitanes está abocado al desastre —comentó Egeanin, dando a su peculiar acento un exagerado timbre de paciencia. Su sonrisa enterada daba la impresión de hacerle daño en la cara.

—No estamos en un barco —replicó Mat.

—¡El principio fundamental es el mismo, Cauthon! Eres un granjero. Sé que en una situación difícil eres válido. —Lanzó una mirada severa hacia atrás, a Domon. Era el que había llevado a Mat, uniendo sus destinos, cuando ella creía que estaba contratando sus servicios—. Pero esta situación requiere buen criterio y experiencia. Nos movemos por aguas peligrosas y no tienes conocimientos de mando.

—Más de los que podéis imaginar —contestó secamente. Podría haber desgranado una lista de batallas que recordaba haber dirigido, pero sólo un historiador habría identificado la mayoría de ellas y quizá ni siquiera un historiador. De todos modos, nadie lo creería. Él no daría crédito si alguien hiciera tal afirmación—. ¿No tendríais que estar preparándoos, Domon y vos? No querréis dejaros nada, supongo.

Todo cuanto la mujer poseía ya estaba guardado en el carromato que ella y Mat compartían con Domon —un arreglo incómodo por demás—, pero apretó el paso con la esperanza de que hubiese cogido la indirecta. Además, su punto de destino ya estaba a la vista.

La tienda de color azul intenso, apiñada entre un carromato pintado en un amarillo virulento y otro en verde esmeralda, era apenas lo bastante grande para que cupieran tres camastros, pero proporcionar acomodo a toda la gente que había sacado de Ebou Dar había requerido sobornos para que salieran quienes los ocupaban y más sobornos para que a éstos los admitieran otros. Lo que había podido alquilar era lo que los propietarios quisieron cederle. A unos precios adecuados para una buena posada. Juilin, un hombre de tez oscura, constitución compacta y negro cabello muy corto, estaba sentado en el suelo cruzado de piernas delante de la tienda, con Olver, un chaval menudo y delgado, aunque no tan flaco como cuando lo había visto por primera vez, y bajo para sus diez años, que era la edad que decía tener. Ninguno de los dos llevaba chaqueta, a pesar del viento, y jugaban a serpientes y zorros en un tablero que el padre del chico, fallecido, le había dibujado en un trozo de paño rojo. Olver tiró los dados, contó los puntos cuidadosamente y pensó su movimiento en la telaraña de líneas y flechas negras. Se sentó erguido al ver a Mat.

De repente Noal apareció desde la parte posterior de la tienda, jadeando como si hubiese corrido. Juilin alzó la vista, sorprendido, hacia el viejo, y Mat frunció el entrecejo. Le había dicho a Noal que fuera allí directamente. ¿Dónde habría estado? Noal lo miró expectante, sin asomo de culpabilidad o azoramiento, simplemente ansioso de oír lo que Mat tuviera que decir.

—¿Sabes algo de los seanchan? —le preguntó Juilin, enfocando también su atención en Mat.

Una sombra se movió detrás de las solapas de entrada de la tienda y una mujer de cabello oscuro, sentada en un extremo de uno de los camastros arrebujada en una vieja capa de color gris, se inclinó hacia adelante para poner una mano en el brazo de Juilin. Y para dirigir a Mat una mirada recelosa. Thera era bonita, si es que a uno le gustaban unos labios que siempre parecían fruncidos en un mohín, y por lo visto a Juilin sí le gustaban a juzgar por el modo en que le sonrió con aire tranquilizador mientras le daba palmaditas en la mano. También era Amathera Aelfdene Casmir Lounault, Panarch de Tarabon, lo que era casi tanto como una reina. O, al menos, lo había sido. Juilin estaba enterado de eso, al igual que Thom, pero a ninguno de los dos se le había ocurrido decírselo a Mat hasta que llegaron al espectáculo de Luca. Suponía que tampoco importaba mucho, entre todo lo demás. Respondía más prontamente a Thera que a Amathera, no exigía nada, salvo la compañía de Juilin, y no parecía probable que nadie la reconociera allí. En cualquier caso, Mat esperaba que sintiese por Juilin algo más que gratitud por haberla rescatado, porque, desde luego, lo que éste sentía por ella era algo más. ¿Quién era él para decir que una Panarch destronada no podía enamorarse de un husmeador? Cosas más raras pasaban, aunque así de pronto no se le ocurría ninguna.

—Sólo querían ver la cédula para los caballos de Luca —contestó, y Juilin asintió con la cabeza, relajándose un poco de forma evidente.

—Menos mal que no contaron los caballos estacados. —La cédula enumeraba exactamente los caballos que a Luca se le permitía tener. Los seanchan podían ser generosos en sus recompensas; pero, dada la necesidad que tenían de monturas y troncos de carruajes, no estaban dispuestos a entregar a nadie una licencia para montar un negocio con caballos—. En el mejor de los casos, se habrían llevado los que hay de más. En el peor… —El husmeador se encogió de hombros. Otro optimista.

Con un respingo, Thera se ajustó más la capa de repente y se echó hacia atrás con brusquedad. Juilin miró detrás de Mat y la expresión de sus ojos se endureció; el teariano podía igualar a los Guardianes en lo tocante a mostrar dureza. Egeanin no pareció darse por aludida, y observaba la tienda con gesto iracundo. Domon se encontraba a su lado cruzado de brazos, aspirando entre los dientes ya fuera en un gesto absorto o de forzada paciencia.

—Recoge la tienda, Sandar —ordenó Egeanin—. El espectáculo parte tan pronto como Merrilin regrese. —Prietas las mandíbulas y sin dirigir miradas furibundas a Mat. O casi—. Asegúrate de que… tu mujer no causa problemas.

En los últimos tiempos Thera había sido una sierva, da’covale, la propiedad de la Augusta Señora Suroth, hasta que Juilin la robó. Para Egeanin, robar da’covale era casi tan malo como liberar damane.

—¿Puedo montar en Viento? —exclamó Olver mientras se incorporaba de un brinco—. ¿Puedo, Mat? ¿Puedo, Leilwin? —Egeanin sonrió al chico. Mat no la había visto sonreír a nadie más, ni siquiera a Domon.

—Todavía no —repuso Mat. No hasta que se encontraran tan lejos de Ebou Dar que la posibilidad de que alguien recordara al rucio que ganaba carreras con un crío montado en su lomo fuera muy remota—. Tal vez dentro de unos días. Juilin, ¿te importa avisar a los demás? Blaeric ya lo sabe, así que se está ocupando de las hermanas.

Juilin no perdió tiempo aparte de entrar en la tienda para tranquilizar a Thera. Al parecer la mujer necesitaba que la tranquilizaran con frecuencia. Cuando salió le dijo a Olver que guardara el juego y que ayudara a Thera con el equipaje hasta que él regresara y después se puso el gorro cónico y echó a andar mientras se metía la chaqueta. Ni siquiera dirigió una mirada de pasada a Egeanin. Ella lo consideraba un ladrón, algo ofensivo por sí mismo para un rastreador de ladrones, y el teariano tampoco la tenía en gran aprecio a ella.