—Podéis venir conmigo —sugirió con el tono de voz más inocente que pudo adoptar. Debería habérsele ocurrido antes.
La invitación hizo que Egeanin se pusiera más tiesa que un palo. Parecía del todo imposible que su tez se tornara más pálida, pero se puso.
—Le mostrarás el debido respeto —dijo con voz ronca, y agarró el pañuelo con las dos manos como si tratara de ajustar más aún la negra peluca—. Vamos, Bayle. Quiero asegurarme de que mis cosas se guarden adecuadamente.
Domon vaciló mientras la mujer daba media vuelta y se metía a buen paso entre la multitud, sin mirar atrás, y Mat lo miró con cautela. Guardaba vagos recuerdos de una lucha en el barco fluvial de Domon, una vez, pero vagos era lo mejor que podía decir de ellos. Thom se mostraba amistoso con Domon, un punto a favor del illiano, pero aun así era el hombre de Egeanin hasta las cachas, dispuesto a respaldarla en todo, hasta en la aversión a Juilin, y Mat no confiaba más en él que en ella. Lo que significaba más bien poco. Egeanin y Domon tenían sus propias metas, y que Mat Cauthon conservara entero el pellejo no era un factor que incidiera en ellas. A decir verdad, dudaba que el hombre confiara realmente en él; claro que ninguno de ellos tenía elección en ese momento.
—Así la Fortuna me clave su aguijón —rezongó Domon al tiempo que se rascaba el hirsuto cabello que empezaba a crecerle sobre la oreja izquierda—. Sea lo que sea lo que te traes entre manos, quizá sea más de lo que puedes abarcar. Creo que ella es más dura de lo que imaginas.
—¿Egeanin? —preguntó, incrédulo, Mat. Miró en derredor rápidamente para ver si había alguien cerca que hubiese oído su desliz. Unos cuantos los miraban a Domon y a él al pasar a su lado, pero sólo por encima, sin interés. Luca no era el único ansioso por marcharse de una ciudad donde el flujo de público al espectáculo se había secado, y donde la noche alumbrada por los rayos que habían convertido en un infierno la bahía era un recuerdo fresco en la memoria. Todos habrían huido esa primera noche, dejándolo sin un sitio donde esconderse, de no ser porque Luca los convenció. El oro prometido hizo que Luca se mostrara muy persuasivo—. Sé que es más dura que unas botas viejas, Domon, pero las botas viejas no cuentan para mí. Esto no es un jodido barco, y no voy a dejarla que se ponga al mando y lo eche todo a perder.
Domon torció el gesto como si Mat fuera un majadero.
—Hablo de la chica, hombre. ¿Crees que tú estarías tan tranquilo si te hubiesen raptado en mitad de la noche? Sea lo que sea a lo que estés jugando, con esos disparates de que es tu esposa, ten cuidado o te afeitará la cabeza por los hombros.
—Sólo fue una patochada —rezongó Mat—. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo? Perdí los nervios un momento. —Oh, y tanto que sí. Enterarse de quién era Tuon mientras forcejaba con ella habría puesto histérico a un maldito trolloc.
Domon gruñó con incredulidad. Bueno, no era precisamente la mejor excusa que se había inventado. No obstante, a excepción de Domon, todos los que lo habían oído balbucir habían aceptado su explicación. O creía que la habían aceptado, al menos. A Egeanin se le enredaría la lengua sólo de pensar en Tuon, pero habría tenido mucho que decir si hubiera creído que él había hablado en serio. Probablemente le habría hincado su cuchillo. El illiano escudriñó en la dirección por la que se había ido Egeanin y sacudió la cabeza.
—Trata de sujetar la lengua de ahora en adelante. A Eg… Leilwin casi le da un ataque cada vez que recuerda lo que dijiste. La he oído mascullar entre dientes, y puedes apostar a que la propia chica no se lo ha tomado mejor. Tú sigue «haciendo patochadas» con ella y puede que acabemos todos una cabeza más bajos. —Se pasó un dedo por la garganta muy expresivamente y luego se despidió con un seco cabeceo antes de meterse entre la gente en pos de Egeanin.
Mat lo siguió con la mirada y también sacudió la cabeza. ¿Tuon dura? Sí, era la Hija de las Nueve Lunas y todo eso, y había conseguido crisparle los nervios con una mirada, allá en el palacio de Tarasin, cuando creía que sólo era otra noble seanchan con la nariz bien empinada, pero eso sólo era porque no dejaba de aparecer cuando menos lo esperaba uno. Sólo por eso. ¿Dura? Pero si parecía una muñeca de porcelana negra. ¿Cómo iba a ser dura?
«Impediste a duras penas que te rompiera la nariz y puede que algo más», se recordó a sí mismo.
Había tenido mucho cuidado de no repetir lo que Domon llamaba «disparates», pero lo cierto era que iba a casarse con ella. La idea lo hizo suspirar. Lo tenía tan cierto como una profecía, que lo era, en cierto modo. No alcanzaba a comprender cómo podía producirse semejante matrimonio; parecía imposible, a la vista de las circunstancias, y no se echaría a llorar si resultaba ser así. Pero sabía que eso no ocurriría. ¿Por qué tenía que topar siempre con malditas mujeres que lo atacaban con cuchillos o intentaban descabezarlo de una patada? No era justo.
Intentó ir directamente al carromato donde tenían encerradas a Tuon y a Selucia, vigiladas por Setalle Anan; la posadera podía hacer que una piedra pareciera blanda a su lado. Total, una noble mimada y una doncella no podían causarle problemas, sobre todo teniendo a un Brazo Rojo de guardia en el exterior. Al menos, no se los habían dado hasta ahora, o Mat se habría enterado. A pesar de su propósito, se sorprendió deambulando por las serpenteantes calles que se extendían por el recinto. En todas había mucho movimiento, tanto si eran anchas como si eran estrechas. Los hombres pasaban a toda prisa conduciendo por las riendas a caballos que retozaban y respingaban, demasiado tiempo sin haber hecho ejercicio. Otras personas desmontaban las tiendas y guardaban cosas en las carretas de almacenaje, o sacaban bultos envueltos en tela, arcones reforzados con latón y barriles y latas de todos los tamaños de los carromatos semejantes a casas que llevaban meses instalados allí, descargando parcialmente para poder empaquetarlo todo de nuevo para el viaje, todo ello al tiempo que se enganchaban los tiros. El barullo era constante: caballos relinchando, mujeres llamando a voces a los niños, niños chillando por juguetes perdidos o por el puro placer de gritar, hombres inquiriendo a voz en cuello quién tenía sus arneses o quién había tomado prestada alguna herramienta. Un grupo de acróbatas, mujeres esbeltas y musculosas que trabajaban en cuerdas colgadas de altos postes, habían rodeado a uno de los mozos de caballos y todos agitaban los brazos y hablaban a gritos y nadie escuchaba. Mat se paró un momento tratando de entender por qué discutían, pero finalmente decidió que ni siquiera ellas lo sabían. Dos hombres sin chaqueta rodaban por el suelo enzarzados en una pelea observados por la que seguramente era causa de la riña, una costurera esbelta de ojos ardientes llamada Jameine, pero Petro apareció y los apartó a la fuerza antes de que Mat tuviera tiempo de apostar al ganador.
No tenía miedo de volver a ver a Tuon. Por supuesto que no. No se había acercado a ella después de meterla en ese carromato para darle tiempo a que se calmara. Eso era todo. Sólo que… Tranquila, era lo que Domon había dicho de ella, y era verdad. Raptada en mitad de la noche, arrastrada fuera en plena tormenta por gente que podía degollarla, que ella supiera, y había sido, con mucho, la más serena de todos. ¡Luz, en vista de su actitud habríase dicho que lo había planeado ella misma! Entonces lo había hecho sentirse como si la punta de un cuchillo lo rozara entre los omóplatos, y ahora, al pensar en ella, volvía a sentir lo mismo. Y los dados seguían tintineando dentro de su cráneo.
«Esa mujer no va a proponer intercambiar votos en este momento», pensó, soltando una risita, pero incluso a él le sonó forzada. Con todo, no había motivo en absoluto para que tuviera miedo. Su actitud era de lógica precaución, no miedo.
El espectáculo podría igualar en tamaño a un pueblo nada pequeño, pero uno sólo podía deambular por él durante un tiempo antes de tener que volver sobre sus pasos. A no tardar —más bien demasiado pronto— se encontró mirando fijamente el carromato sin ventanas pintado en un desvaído púrpura y rodeado por carretas de almacenaje cubiertas con lonas, a la vista de la estacada de caballos situada más al sur. Las carretillas de estiércol no se habían vaciado esa mañana y el tufo era intenso. El viento también traía un penetrante hedor de las jaulas de animales más cercanas, un olor a almizcle de los grandes felinos, de los osos y de la Luz sabía qué más. Más allá de las carretas de almacenaje y de las estacadas una sección del muro de lona cayó y otra empezó a sacudirse a medida que los hombres soltaban los vientos que sujetaban los postes. El sol, ahora medio oculto por unas nubes oscuras, había recorrido la mitad o más del arco hacia el mediodía, pero todavía era pronto.