Si su madre hubiera vivido, el secreto de Qing-jao se habría descubierto mucho antes. En su situación, transcurrieron meses antes de que un sirviente se diera cuenta. La gorda Mu-pao descubrió una mancha de sangre en el pequeño mantel de la mesa donde Qing-jao tomaba el desayuno. Mu-pao supo de inmediato lo que significaba aquello: ¿no eran las manos ensangrentadas un primer signo de la atención de los dioses? Por eso muchos padres ambiciosos forzaban a un niño particularmente prometedor a lavarse continuamente. Por todo el mundo de Sendero, lavarse las manos ostentosamente se llamaba «invitar a los dioses».
Mu-pao fue de inmediato a ver al padre de Qing-jao, el noble Han Fei-tzu, de quien se rumoreaba era el más grande de los agraciados, uno de los pocos tan poderosos a los ojos de los dioses que podía reunirse con framlings (seres de otro mundo) sin traicionar nunca las voces del mundo de Sendero. Han Fei-tzu, se sentiría agradecido al conocer la noticia y Mu-pao recibiría honores por haber sido la primera en ver a los dioses en Qing-jao.
En cuestión de una hora, Han Fei-tzu, se reunió con su amada Qing-jao y juntos viajaron en palanquín al templo de Avalancha. A Qing-jao no le gustaba viajar en esas sillas: se sentía incómoda por los hombres que tenían que cargar con su peso.
—No sufren —la tranquilizó su padre la primera vez que le mencionó esta idea—. Se sienten enormemente honrados. Es una de las formas en que la gente honra a los dioses: cuando uno de los agraciados va a un templo, lo hace sobre los hombros de la gente de Sendero.
—Pero yo crezco más cada día —respondió Qing-jao.
—Cuando seas demasiado grande, caminarás por tu propio pie o viajarás en tu propia silla —dijo su padre. No necesitó explicar que tendría su propio palanquín sólo si crecía para ser una agraciada—. Nosotros intentamos mostrar nuestra humildad conservándonos muy delgados y livianos para no representar una carga pesada para el pueblo.
Eso era una broma, naturalmente, pues el vientre de su padre, aunque no inmenso, era generoso. Pero la lección tras el chiste era verdad: los agraciados nunca debían representar una carga para la gente común de Sendero. El pueblo debía estar siempre agradecido, no resentido, de que los dioses hubieran elegido su mundo entre todos los demás para que oyera sus voces.
Ahora, sin embargo, Qing-jao estaba más preocupada con la prueba que la esperaba. Sabía que la llevaban a ser probada.
—Se enseña a muchos niños a fingir que los dioses les hablan —explicó su padre—. Debemos averiguar si los dioses te han elegido verdaderamente.
—Quiero que dejen de elegirme-protestó Qing-jao.
—Y lo desearás aún más durante la prueba —suspiró su padre. Su voz estaba llena de pesar. Eso hizo que Qing-jao se sintiera aún más asustada—. El pueblo llano sólo ve nuestros poderes y privilegios, y nos envidia. No conocen el gran sufrimiento de los que oyen la voz de los dioses. Si verdaderamente te hablan, mi Qing-jao, aprenderás a soportar el sufrimiento igual que el jade soporta el cuchillo del tallador, el brusco paño del pulidor. Te hará brillar. ¿Por qué crees que te bauticé Qing-jao?
Qing-jao significaba Gloriosamente Brillante. Era también el nombre de una gran poetisa de tiempos remotos en la Vieja China. Una poetisa en una época en que sólo se mostraba respeto a los hombres, y sin embargo fue honrada como una de las más grandes poetisas de su tiempo. «Bruma fina y densa nube, tristeza todo el día.» Era el comienzo de la canción de Li Quing-jao, El doble nueve. Era así como Qing-jao se sentía ahora.
¿Y cómo terminaba el poema? «Ahora mi cortina se alza sólo con el viento del oeste. Me he quedado más delgada que este dorado capullo.» ¿Sería también ése su fin? ¿Estaba diciendo en su poema su antepasada-del-corazón que la oscuridad que caía ahora sobre ella se alzaría sólo cuando los dioses vinieran del oeste para retirar de su cuerpo su alma tenue, liviana y dorada? Era demasiado terrible pensar ahora en la muerte, cuando sólo tenía siete años de edad; sin embargo, el pensamiento la asaltó: si muero joven, entonces veré a mi madre pronto, e incluso a la gran Li Qing-jao.
Pero la prueba no estaba relacionada con la muerte, o al menos se suponía que no era así. En realidad, era bastante simple. Su padre la condujo a una gran sala donde había arrodillados tres hombres ancianos. Al menos eso parecían: podrían haber sido mujeres. Eran tan viejos que todos los rasgos distintivos habían desaparecido. Sólo tenían diminutas hebras de pelo blanco y nada de barba, e iban vestidos con ropas informes. Más tarde, Qing-jao sabría que eran simples eunucos, supervivientes de los viejos tiempos antes de que el Congreso Estelar interviniera y prohibiera incluso la automutilación voluntaria en servicio a una religión. Ahora, sin embargo, eran misteriosas criaturas espectralmente viejas que la tocaban con sus manos, explorando sus ropas.
¿Qué buscaban? Encontraron sus palillos de ébano y los retiraron. Le quitaron el cinturón. Le quitaron las zapatillas. Más tarde, se enteraría de que se quedaron con esas cosas porque otros niños se habían dejado llevar tanto por la desesperación durante la prueba que se habían matado con ellas. Una se había metido los palillos por la nariz y se había arrojado al suelo, para clavárselos en el cerebro. Otra se ahorcó con su cinturón. Otra se introdujo las zapatillas en la boca, hasta la garganta, y se asfixió. Era raro que los intentos de suicidio tuvieran éxito, pero parecían suceder con los niños más brillantes, y eran más comunes con las niñas. Así que le quitaron a Qing-jao todos los medios conocidos para suicidarse.
Los ancianos se marcharon. Su padre se arrodilló junto a Qing-jao y le habló cara a cara.
—Debes comprender, Qing-jao, que en realidad no estamos probándote a ti. Nada de lo que hagas por propia voluntad implicará la más leve diferencia en lo que suceda aquí. A decir verdad estamos probando a los dioses, para ver si están decididos a hablar contigo. En ese caso, encontrarán un medio, nosotros lo veremos y tú saldrás de esta sala siendo una de las agraciadas. De lo contrario saldrás de aquí libre de sus voces para siempre. No puedo decirte por qué resultado rezo, ya que yo mismo lo ignoro.
—Padre, ¿y si te avergüenzas de mí? —dijo Qing-jao.
La mera idea le hizo sentir un cosquilleo en las manos, como si las tuviera sucias, como si necesitara lavarlas.
—No me avergonzaré de ti pase lo que pase.
Entonces dio una palmada. Uno de los ancianos volvió a entrar, llevando una pesada palangana. La colocó ante Qing-jao.
—Introduce las manos —dijo su padre.
La palangana estaba llena de densa grasa negra. Qing-jao se estremeció.
—No puedo meter las manos ahí.
Su padre la cogió por los antebrazos y la obligó a meter las manos en el limo. Qing-jao gritó: su padre nunca había empleado la fuerza con ella antes. Y cuando le soltó los brazos, sus manos estaban cubiertas de limo pegajoso. Jadeó al ver la suciedad; resultaba difícil respirar, verlas así, olerlas.
El anciano recogió la palangana y se la llevó.
—¿Dónde puedo lavarme, padre?-gimió Qing-jao.
—No puedes lavarte —respondió su padre—. No podrás lavarte nunca más.
Y como Qing-jao era una niña, lo creyó, sin pensar que sus palabras formaban parte de la prueba. Vio a su padre salir de la habitación. Oyó el cerrojo de la puerta tras él. Estaba sola.
Al principio simplemente mantuvo las manos ante ella, asegurándose de que no tocaran sus ropas. Buscó desesperadamente algún sitio donde lavarse, pero no había agua, ni siquiera un paño. La habitación distaba mucho de estar vacía: había sillas, mesas, estatuas, grandes jarrones de piedra, pero todas las superficies eran duras y bien pulidas y tan limpias que no podía decidirse a tocarlas. Sin embargo, la suciedad de sus manos era insoportable. Tenía que limpiarlas.