Estaban sentados formando un círculo. Había seis asientos, porque el diseño de Jane permitía la posibilidad de que la nave fuera usada de nuevo para llevar gente de un mundo a otro. Habían ocupado los asientos alternos, así que formaban los vértices de un triángulo: Ender, Miro, Ela.
Atrás quedaron las despedidas. Habían acudido amigos y familiares. Sin embargo, una ausencia fue dolorosa: Novinha. La esposa de Ender, la madre de Miro y Ela. No quería tomar parte en esto. Ése era el auténtico dolor real de la partida.
El resto era todo miedo y nerviosismo, esperanza e incredulidad. Tal vez la muerte los esperaba al cabo de unos instantes. Tal vez las ampollas que Ela llevaba en el regazo se llenarían en unos momentos, para liberar dos mundos. Tal vez fueran los pioneros de un nuevo tipo de vuelo espacial que salvaría las especies amenazadas por el Ingenio D.M.
Tal vez no fueran más que tres idiotas sentados en el suelo, en un prado ante la colonia humana de Lusitania, hasta que por fin hiciera tanto calor en el interior de la nave que tuvieran que salir de ella. Ninguno de los que esperaban fuera se reiría, por supuesto, pero habría carcajadas por toda la ciudad. Sería la risa de la desesperación. Eso significaría que no había escapatoria, ni libertad, sólo más y más miedo hasta que llegara la muerte con uno de sus muchos disfraces posibles.
—¿Estás con nosotros, Jane? —preguntó Ender.
La voz en su oído sonó tranquila.
—Mientras esté haciendo esto, Ender, no podré dedicarte ninguna atención.
—Entonces estarás con nosotros, pero muda. ¿Cómo sabré que estás ahí?
Ella se rió suavemente.
—Qué tonto eres, Ender. Si tú estás ahí, yo estaré dentro de ti. Y si no estoy dentro de ti, no tendrás ningún lugar en el que estar.
Ender se imaginó fragmentándose en un trillón de partes, dispersándose en el caos. La supervivencia personal dependía no sólo de que Jane mantuviera la pauta de la nave, sino también de que él pudiera contener la pauta de su mente y su cuerpo. Pero no tenía ni idea de que su mente fuera lo bastante fuerte como para mantener la pauta cuando estuviera en el lugar donde las leyes de la naturaleza carecían de vigencia.
—¿Preparados? —preguntó Jane.
—Pregunta si estamos preparados —dijo Ender.
Miro estaba ya asintiendo. Ela inclinó la cabeza. Luego, después de un instante, se persignó, asió con fuerza la cajita con las ampollas que tenía en el regazo, y asintió también.
—Si vamos y volvemos, Ela —dijo Ender—, entonces no será un fracaso, aunque no crees el virus que deseas. Si la nave funciona bien, podremos volver otra vez. No pienses que todo depende de lo que imagines hoy.
Ella sonrió.
—No me sorprenderá si fracaso, pero también estoy preparada para triunfar. Mi equipo está dispuesto para liberar cientos de bacterias en el mundo, si regreso con la recolada y podemos anular la descolada. Será difícil, pero dentro de cincuenta años el mundo se convertirá en una gaialogía autorreguladora de nuevo. Veo ciervos y vacas en la alta hierba de Lusitania, y águilas en el cielo. —Entonces volvió a mirar las ampollas de su regazo—. También he rezado a la Virgen, para que el mismo Espíritu Santo que creó a Dios en su vientre aliente de nuevo vida en estos recipientes.
—Amén a esa oración —dijo Ender—. Y ahora, Jane, si tu estás lista, podemos irnos.
Fuera de la pequeña nave, los demás aguardaban. ¿Qué esperaban? ¿Que la nave empezara a echar humo y sacudirse? ¿Que retumbara un trueno, que destellara un rayo?
La nave estaba allí. Estaba allí, y siguió estándolo, sin moverse, sin cambiar. De repente desapareció.
Cuando sucedió, no sintieron nada dentro de la nave. No se produjo ningún sonido ni movimiento que anunciara el paso del Inspacio al Expacio. Pero supieron al instante que algo había sucedido, porque ya no eran tres, sino seis.
Ender se encontró sentado entre dos personas, un hombre y una mujer, ambos jóvenes. Pero no tuvo tiempo de mirarlos, pues sus ojos se clavaron en el hombre sentado en lo que antes era el asiento vacío que tenía enfrente.
—Miro —susurró.
Pues era él. Pero no Miro el lisiado, el joven minusválido que había subido a la nave con él. Ése estaba sentado en la siguiente plaza a la izquierda de Ender. Este Miro era el joven fuerte que conoció antaño. El hombre cuyo vigor era la esperanza de su familia, cuya belleza significaba el orgullo de la vida de Ouanda, cuya mente y cuyo corazón se habían apiadado de los pequeninos hasta negarse a dejarlos sin los beneficios que pensaba podría ofrecerles la cultura humana. Miro, entero y restaurado. ¿De dónde había salido?
—Tendría que haberlo supuesto —exclamó Ender—. Tendríamos que haberlo pensado. La pauta de ti mismo que contienes en tu mente. Miro… no es como eres, sino como eras en el pasado.
El nuevo Miro, el joven Miro, alzó la cabeza y sonrió.
—Yo sí lo pensé —dijo, y su habla sonó clara y hermosa, y las palabras salieron fácilmente de su boca—. Lo esperaba. Le supliqué a Jane que me trajera por eso. Y se hizo realidad. Exactamente como esperaba.
—Pero ahora sois dos —observó Ela. Parecía horrorizada.
—No —respondió de nuevo Miro—. Sólo yo. Sólo el yo real.
—Pero ése sigue ahí.
—No por mucho tiempo. Ese viejo cascarón está ahora vacío.
Y era cierto. El viejo Miro se desmoronó en su asiento como un muerto. Ender se arrodilló ante él, lo tocó. Le palpó el cuello, buscándole el pulso.
—¿Por qué debería latir el corazón? —dijo Miro—. Yo soy el lugar donde habita el aiua de Miro.
Cuando Ender retiró los dedos de la garganta del viejo Miro, la piel se desprendió con una pequeña nube de polvo. Ender retrocedió. La cabeza cayó de los hombros y aterrizó en el regazo del cadáver. Entonces se disolvió en un líquido blanquecino. Ender se levantó de un salto. Tropezó con el pie de alguien.
—Ay-se quejó Valentine.
—Mira por dónde vas —advirtió un hombre.
«Valentine no está en la nave —pensó Ender—. Y también conozco la voz del hombre.»
Se volvió hacia ellos, hacia el hombre y la mujer que habían aparecido en los asientos vacíos a su lado.
Valentine. Imposiblemente joven. Con el aspecto que tenía cuando, de adolescente, nadó junto a él en el lago de una residencia privada en la Tierra. El aspecto que tenía cuando él más la amaba y la necesitaba, cuando ella era la única razón que tenía para continuar con su entrenamiento militar, cuando era la única razón que tenía para pensar que podía valer la pena tomarse el trabajo de salvar el mundo.
—No puedes ser real —jadeó.
—Por supuesto que lo soy —respondió ella—. Me has pisado el pie, ¿no?
—Pobre Ender —dijo el joven—. Torpe y estúpido. No es una buena combinación.
Ahora Ender lo reconoció.
—Peter —dijo.
Su hermano, su enemigo de la infancia, a la edad en la que se convirtió en Hegemón. La imagen que reprodujeron todos los vids cuando Peter se las arregló para que Ender nunca pudiera regresar a la Tierra después de su gran victoria.
—Creía que nunca volvería a verte cara a cara —dijo Ender—. Moriste hace mucho tiempo.
—Nunca creas los rumores de mi muerte. Tengo tantas vidas como un gato. Y también tantos dientes, tantas garras y la misma disposición alegre y cooperativa.
—¿De dónde venís?
Miro proporcionó la respuesta.
—Deben venir de pautas de tu mente, ya que tú los conoces.
—Sí, pero ¿por qué? Se supone que traemos nuestra autoconcepción. La pauta por la que nos conocemos a nosotros mismos.
—¿Es así, Ender? —dijo Peter—. Entonces tal vez eres realmente especial. Una personalidad tan complicada necesita dos personas para contenerla.