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—Querida mía, mi Gloriosamente Brillante, nunca apartes tu luz de mi vida. Pase lo que pase, nunca te causes daño a ti misma o seguro que moriré.

JANE

‹Así que muchos de vosotros os estáis convirtiendo al cristianismo. Creéis en el dios que los humanos trajeron consigo.›

‹¿No creéis en Dios?›

‹La cuestión no se ha planteado nunca. Siempre hemos recordado cómo empezamos.›

‹Vosotros evolucionasteis. Nosotros fuimos creados.›

‹Por un virus.›

‹Por un virus que Dios envió poro crearnos›

‹Entonces, tú también crees.›

‹Comprendo que haya que creer.›

‹No, tú deseas creer›

‹Lo deseo lo bastante para actuar como si creyera. Tal vez la fe consista en eso.›

‹O en una locura deliberada.›

Resultó que no sólo Valentine y Jakt pasaron a la nave de Miro. También se trasladó Plikt, sin invitación, y se instaló en un miserable cubículo donde no había espacio suficiente para estirarse por completo. Ella era la anomalía del viaje: no era un miembro de la familia, ni de la tripulación, sino una amiga. Plikt fue estudiante de Ender cuando éste estuvo en Trondheim como Portavoz de los Muertos. Por su cuenta llegó a la conclusión de que Andrew Wiggin era el Portavoz de los Muertos y también el Exterminador Wiggin…

Valentine no llegaba a comprender por qué esta brillante joven se obsesionó tanto con Ender Wiggin. A veces pensaba que era así como comienzan algunas religiones. El fundador no busca discípulos: éstos llegan y se entregan a él.

En cualquier caso, Plikt se quedó con Valentine y su familia durante todos los años que pasaron desde que Ender se marchó de Trondheim. Actuó como tutora de los niños y ayudó a Valentine en sus investigaciones, siempre esperando el día en que la familia viajara para reunirse con Ender…, un día que sólo Plikt sabía que llegaría.

Así, durante la última mitad del viaje a Lusitania, fueron cuatro los que viajaron en la nave de Miro: Valentine, Miro, Jakt y Plikt. O eso pensó Valentine al principio. Al tercer día del encuentro descubrió al quinto viajero que los había acompañado todo el tiempo.

Ese día, como siempre, los cuatro estaban reunidos en el puente. No había otro sitio adonde ir. Era una nave de carga. Además del puente y los camarotes para dormir, sólo había una diminuta cocina y el cuarto de baño. El resto del espacio estaba diseñado para almacenar carga, no personas; carecía de cualquier tipo de comodidad razonable.

Sin embargo, a Valentine no le importaba la pérdida de intimidad. Había frenado su trabajo en los ensayos subversivos; sentía que era más importante llegar a conocer a Miro y, a través de él, a Lusitania. A la gente de allí, a los pequeninos y, sobre todo, a la familia de Miro, pues Ender se había casado con Novinha, la madre de Miro. Valentine se fiaba mucho de ese tipo de información, por supuesto: no habría sido historiadora y biógrafa durante tantos años sin aprender a extrapolar muchos datos a partir de fragmentos dispersos de evidencias.

El auténtico premio para ella resultó ser el propio Miro. Era amargo, furioso, frustrado, y estaba lleno de repulsión hacia su cuerpo lisiado, pero todo eso resultaba comprensible: su pérdida había sucedido tan sólo unos cuantos meses antes, y aún estaba intentando redefinirse. A Valentine no le preocupaba su futuro: notaba que era de voluntad fuerte, el tipo de hombre que no se rinde fácilmente. Se adaptaría y sobreviviría.

Lo que le interesaba más era su forma de pensar. Era como si el confinamiento de su cuerpo hubiera liberado su mente. Cuando resultó herido, su parálisis había sido casi total. No tenía nada que hacer excepto permanecer tendido en un sitio y pensar. Por supuesto, gran parte de ese tiempo lo dedicó a llorar por sus pérdidas, sus errores, el futuro que no podría tener. Pero también pasó muchas horas pensando en los temas sobre los que la gente ocupada casi nunca piensa. Y al tercer día de convivencia, era eso lo que Valentine intentaba sacarle.

—La mayoría de la gente no piensa en eso, no seriamente, como tú has hecho —dijo.

—El hecho de que lo haya pensado no significa que sepa nada —replicó Miro.

Ella estaba ya acostumbrada a su voz, aunque a veces su habla era enloquecedoramente lenta. En ocasiones necesitaba un auténtico esfuerzo de voluntad para no mostrar ningún signo de falta de atención.

—La naturaleza del universo —dijo Jakt.

—Las fuentes de la vida —añadió Valentine—. Dijiste que habías pensado en lo que significa estar vivo, y quiero saber qué pensaste.

—Cómo funciona el universo y por qué estamos todos en él —rió Miro—. Es una locura.

—Una vez me quedé atrapado solo en una masa de hielo flotante en un barco de pesca durante dos semanas, en medio de una tormenta, sin ninguna fuente de calor —dijo Jakt—. Dudo que hayas llegado a ninguna conclusión que me pueda parecer una locura.

Valentine sonrió. Jakt no era ningún erudito, y su filosofía estaba generalmente confinada a mantener unida a su tripulación y capturar un montón de peces. Pero sabía lo que Valentine quería arrancar de Miro, y por eso ayudó a tranquilizar al joven, para que supiera que lo tomarían en serio. Además, para Jakt era importante ser el encargado de hacerlo, porque Valentine había visto, y él también, cómo lo observaba Miro. Jakt podía ser viejo, pero sus brazos, sus piernas y su espalda seguían siendo los de un pescador, y cada movimiento revelaba la fuerza de su cuerpo. Miró incluso lo comentó una vez, con retintín, con admiración:

—Tiene la constitución de un hombre de veinte años.

Valentine oyó el irónico corolario que debió de continuar en la mente de Miro: «Mientras que yo, que sí soy joven, tengo el cuerpo de un nonagenario artrítico».

De manera que Jakt significaba algo para Miro: representaba el futuro que Miro nunca podría tener. Admiración y resentimiento: a Miro le habría resultado difícil hablar abiertamente delante de Jakt si éste no se hubiera encargado de asegurar que por su parte no recibiría más que respeto e interés.

Plikt, por supuesto, estaba sentada en su sitio, silenciosa, retirada, efectivamente invisible.

—Muy bien —accedió Miro—. Especulaciones sobre la naturaleza de la realidad y el alma.

—¿Teología o metafísica? —preguntó Valentine.

—Metafísica, principalmente —respondió Miro—. Y física. Ninguna de las dos materias es mi especialidad. Y ésta no es la clase de historia para la que me necesita.

—No sé qué es exactamente lo que necesito.

—Muy bien —repitió Miro. Inspiró un par de veces, como si intentara decidir por dónde empezar—. Sabe lo que es un lazo filótico.

—Sé lo que sabe todo el mundo —dijo Valentine—. Y sé que no ha llevado a ninguna parte en los últimos dos mil quinientos años porque no se puede experimentar con eso.

Se trataba de un viejo descubrimiento, de los días en que los científicos se esforzaban por ponerse al día con la tecnología. Los estudiantes de física memorizaban unos cuantos principios: «Los filotes son bloques fundamentales de materia y energía. Los filotes no tienen masa ni inercia. Los filotes sólo tienen emplazamiento, duración y conexión». Todo el mundo sabía que eran las conexiones filóticas (los haces de rayos filóticos) lo que hacía funcionar los ansibles, permitiendo comunicación instantánea entre mundos y naves espaciales situadas a muchos años luz de distancia. Pero nadie sabía porqué funcionaba, y ya que los filotes no podían ser «manejados», resultaba casi imposible experimentar con ellos. Sólo podían ser observados, y únicamente a través de sus conexiones.