El Maestro Han extendió los brazos y la atrajo hacia sí. La sintió envarada e incómoda en su abrazo: no había hecho un acto impulsivo ante dignatarios desde que ella era una niña pequeña. Pero la abrazó de todas formas, con fuerza, pues sabía que su hija nunca le perdonaría lo que este abrazo traía consigo, y por tanto era consciente de que ésta sería la última vez que estrecharía en sus brazos a Gloriosamente Brillante.
Qing-jao sabía lo que significaba el abrazo de su padre. Le había visto hablar en el jardín con Wang-mu. Había visto la aparición de la nave en forma de almendra en la orilla del río. Le había visto tomar la ampolla de manos del desconocido de ojos redondos, y beberla. Luego acudió allí, a esta habitación, a recibir a las visitas en nombre de su padre. «Cumplo con mi deber, mi honrado padre, aunque tú te dispongas a traicionarme.»
E incluso ahora, sabiendo que su abrazo era su esfuerzo más cruel para arrancarla de la voz de los dioses, consciente de que la respetaba tan poco que creía poder engañarla, recibió sin embargo todo lo que él estuviera decidido a darle. ¿No era acaso su padre? El virus del mundo de Lusitania podría o no robarle la voz de los dioses; ella no alcanzaba a imaginar lo que los dioses permitirían hacer a sus enemigos. Pero estaba claro que si rechazaba a su padre y le desobedecía, los dioses la castigarían. Era mejor permanecer digna ante los dioses mostrando el debido respeto y obediencia a su padre, que desobedecerle en nombre de los dioses y hacerse por tanto indigna de sus dones.
Así, recibió el abrazo e inspiró profundamente su aliento. Después de hablar brevemente con sus invitados, su padre se marchó. Los invitados tomaron su visita como una señal de honor, tan fielmente había ocultado Qing-jao la loca rebelión de su padre contra los dioses, que Han Fei-tzu era todavía considerado el hombre más grande de Sendero. Ella les habló con suavidad, sonrió graciosamente y los despidió. No les dio a entender que llevaban consigo un arma. ¿Por qué habría de hacerlo? Las armas humanas no serían de ninguna utilidad contra el poder de los dioses, a menos que los dioses lo desearan. Y si los dioses deseaban dejar de hablar a la gente de Sendero, entonces éste bien podría ser el disfraz que hubieran elegido para su acción. «Que parezca a los no creyentes que el virus lusitano de mi padre nos aparta de los dioses; yo sabré, como lo sabrán todos los hombres y mujeres de fe, que los dioses hablan a quien desean, y nada hecho por manos humanas podría detenerlos si ellos así lo desean.» Todos los actos eran vanidosos. Si el Congreso creía que habían causado que los dioses hablaran en Sendero, que siguieran creyéndolo. Si su padre y los lusitanos pensaban que iban a causar que los dioses guardaran silencio, que lo pensaran. «Yo sé que, si soy digna, los dioses me hablarán.»
Unas pocas horas más tarde, Qing-jao se sintió mortalmente enferma. La fiebre la golpeó como el puño de un hombre fuerte; se desplomó y apenas advirtió que los criados la llevaban a su cama. Acudieron los doctores, aunque ella podría haberles dicho que no había nada que pudieran hacer y que con su visita sólo se expondrían a la infección. Pero no dijo nada, porque su cuerpo se debatía con demasiada fiereza contra la enfermedad. O, más bien, su cuerpo se debatía para rechazar sus propios tejidos y órganos, hasta que por fin la transformación de sus genes quedó completa.
Incluso así, tardó tiempo en purgarse de los viejos anticuerpos.
Qing-jao durmió y durmió.
Era una tarde brillante cuando despertó.
—Hora —dijo el ordenador de su habitación con voz ronca, y anunció la hora y el día.
La fiebre le había robado dos días de su vida. Ardía de sed. Se levantó y caminó tambaleándose hasta el cuarto de baño, abrió el grifo, llenó una taza y bebió y bebió hasta quedar saciada. Permanecer de pie la mareó. La boca le sabía agria. ¿Dónde estaban los criados que tendrían que haberle dado alimento y bebida durante su enfermedad? «Debían de estar también enfermos. Y padre…, tuvo que caer enfermo antes que yo. ¿Quién le llevará agua?»
Lo encontró durmiendo, empapado en sudor frío, temblando. Lo despertó con una taza de agua, que bebió ansiosamente, mientras la miraba a los ojos. ¿Interrogando? O tal vez suplicando perdón. «Haz tu penitencia a los dioses, padre; no debes ninguna disculpa a una simple hija.»
Qing-jao también encontró a los sirvientes, uno a uno, algunos de ellos tan leales que no se habían acostado, y habían caído donde sus deberes requerían que estuvieran. Todos estaban vivos. Todos se recuperaban, y pronto estarían en pie otra vez. Sólo después de atenderlos, se dirigió Qing-jao a la cocina y encontró algo que comer. No pudo contener la primera comida que tomó. Sólo una sopa ligera, tibia. Llevó sopa a los demás, que también comieron.
Pronto todos estuvieron en pie y recuperados. Qing-jao reunió a los criados y llevó agua y sopa a las casas vecinas, ricas y pobres por igual. Todos agradecieron lo que les llevó, y muchos musitaron plegarias a su favor. «No estaríais tan agradecidos —pensó Qing-jao—, si supierais que la enfermedad que habéis sufrido procedió de la casa de mi padre, por su voluntad.»
Pero guardó silencio.
En todo ese tiempo, los dioses no le exigieron ninguna purificación.
«Por fin —pensó—. Por fin los estoy complaciendo. Por fin he hecho, a la perfección, todo lo que requerían.»
Cuando volvió a casa, quiso dormir de inmediato. Pero los criados que se habían quedado allí estaban congregados alrededor del holo de la cocina, viendo las noticias. Qing-jao casi nunca veía los holonoticiarios y conseguía toda su información del ordenador, pero los criados parecían tan serios, tan preocupados, que entró en la cocina y permaneció con ellos alrededor de la holovisión.
Las noticias trataban de la plaga que asolaba el mundo de Sendero. La cuarentena no había sido eficaz, o había llegado demasiado tarde. La mujer que leía los informes se había recuperado ya de la enfermedad, y anunciaba que la plaga no había matado a casi nadie, aunque interrumpió el trabajo de muchos. El virus había sido aislado, pero moría demasiado rápidamente para que lo estudiaran a fondo.
—Parece que una bacteria sigue al virus, matándolo casi en el momento en que la persona se recupera de la plaga. Los dioses nos han favorecido, al enviarnos la cura junto con la plaga.
«Tontos —pensó Qing-jao—. Si los dioses quisieran que os curarais, no habrían enviado la plaga en primer lugar.»
De inmediato se dio cuenta de que la estúpida era ella. Por supuesto que los dioses enviarían a la vez el mal y la cura. Si llegaba una enfermedad, y la seguía la cura, entonces los dioses la habían enviado. ¿Cómo podría haber considerado una tontería a algo así? Era como si hubiera insultado a los propios dioses.
Dio un respingo por dentro, esperando la sacudida de furia de los dioses. Había pasado tantas horas sin purificarse que sabía que cuando llegara sería una dura carga. ¿Tendría que seguir las vetas de una habitación entera otra vez?
Pero no sintió nada. Ningún deseo de seguir líneas en la madera. Ninguna necesidad de lavarse.
Por un momento, experimentó un intenso alivio. ¿Podría ser que su padre y Wang-mu y la cosa-Jane tuvieran razón? ¿La había liberado por fin un cambio genético, causado por esta plaga, de un horrendo crimen cometido por el Congreso hacía siglos?
Como si la locutora hubiera oído los pensamientos de Qing-jao, empezó a leer un informe acerca de un documento que aparecía en los ordenadores de todo el mundo. El documento afirmaba que la plaga era un regalo de los dioses, para liberar al pueblo de Sendero de una alteración genética que el Congreso había causado. Hasta el momento, las ampliaciones genéticas estaban casi siempre unidas a un estado similar a los DOC, cuyas víctimas eran comúnmente conocidas como «agraciados». Pero a medida que la plaga siguiera su curso, la gente descubriría que las ampliaciones genéticas se habían esparcido ahora a todos los habitantes de Sendero, mientras que los agraciados, que antes habían llevado la más terrible de las cargas, habían sido liberados por los dioses de la necesidad de purificarse constantemente.