—¿Qué estás haciendo? —preguntó su padre—. ¿Por qué sigues vetas en la madera?
Ella no respondió. Se negaba a dejarse distraer.
—La necesidad de hacer eso ha sido anulada. Lo sé: yo no siento ninguna necesidad de purificación.
«¡Ah, padre! ¡Ojalá comprendieras! Pero aunque fracases en esta prueba, yo la pasaré… y así te honraré incluso a ti, que has abandonado todas las cosas honorables.»
—Qing-jao —la llamó él—, sé lo que estás haciendo. Como esos padres que fuerzan a sus hijos mediocres a lavarse sin cesar. Estás llamando a los dioses.
«Defínelo como quieras, padre. Tus palabras no son nada para mí ahora. No te volveré a escuchar hasta que los dos estemos muertos, y me digas "hija mía, fuiste mejor y más sabia que yo; todo mi honor aquí, en la casa de la Real Madre, procede de tu pureza y tu devoción desinteresada al servicio de los dioses. Eres verdaderamente una hija noble. No tengo ninguna otra alegría más que tú."»
El mundo de Sendero consiguió su transformación pacíficamente. Aquí y allá se produjo un asesinato; aquí y allá, uno de los agraciados que se había mostrado tiránico fue expulsado de su casa por la multitud. Pero por lo general la historia del documento fue creída, y los antiguos agraciados por los dioses recibieron grandes honores por su digno sacrificio durante los años en que soportaron la carga de los ritos de purificación.
Con todo, el antiguo orden pasó rápidamente. Las escuelas se abrieron por igual a todos los niños. Los maestros informaron pronto de que los estudiantes conseguían logros sorprendentes: los niños más tontos superaban ahora todas las medias de los viejos tiempos. A pesar de las furiosas negativas del Congreso en lo referente a alteraciones genéticas, los científicos de Sendero por fin dirigieron su atención a los genes de su propio pueblo. Al estudiar los registros de lo que habían sido sus moléculas genéticas, y cómo eran ahora, los hombres y mujeres de Sendero confirmaron todo lo que decía el documento.
Lo que sucedió entonces, cuando los Cien Mundos y todas las colonias se enteraron de los crímenes del Congreso contra Sendero, Qing-jao nunca lo supo.
Todo eso era un asunto de un mundo que había dejado atrás, pues ahora se pasaba todos los días al servicio de los dioses, limpiándose, purificándose.
Se difundió la historia de que la hija loca de Han Fei-tzu, sola entre todos los agraciados, persistía en sus rituales. Al principio la ridiculizaron por ello, pues muchos de los agraciados, por simple curiosidad, habían intentado ejecutar de nuevo sus purificaciones, y habían descubierto que ahora los rituales eran vacíos y carentes de significado. Pero Qing-jao no oyó las burlas ni se preocupó por ellas. Su mente estaba completamente dedicada al servicio de los dioses, ¿qué importaba si la gente que había fallado la prueba la despreciaba por seguir aspirando al éxito?
A medida que fueron pasando los años, muchos empezaron a recordar los viejos tiempos como una época hermosa, donde los dioses hablaban a hombres y mujeres y muchos se inclinaban a su servicio. Algunos empezaron a considerar que Qing-jao no era una loca, sino la única mujer fiel que quedaba entre aquellos que habían oído la voz de los dioses. Empezó a difundirse el rumor entre los piadosos: «En la casa de Han Fei-tzu habita el último agraciado».
Entonces empezaron a acudir, al principio unos pocos, luego más y más. Visitantes que querían hablar con la única mujer que todavía trabajaba en su purificación. Al principio ella hablaba con algunos: cuando terminaba de seguir las líneas de una tabla, salía al jardín y les hablaba. Pero sus palabras la confundían. Hablaban de su labor como de la purificación de todo el planeta. Decían que llamaba a los dioses por el bien del pueblo de Sendero. Cuanto más hablaban, más difícil le resultaba concentrarse en lo que decían. Pronto deseaba regresar a la casa, a seguir otra línea. ¿No comprendía esta gente que se equivocaba al alabarla ahora?
—No he conseguido nada —les decía—. Los dioses continúan callados. Tengo trabajo que hacer.
Entonces volvía a seguir vetas.
Su padre murió siendo muy anciano, con mucho honor por sus múltiples acciones, aunque nadie supo de su participación en la llegada de la Plaga de los Dioses, como se llamaba ahora. Sólo Qing-jao comprendía. Y mientras quemaba una fortuna en dinero real (ningún dinero falso de funerales serviría para su padre), le susurró lo que nadie más pudo oír.
—Ahora lo sabes, padre. Ahora comprendes tus errores y cómo enfureciste a los dioses. Pero no temas. Yo continuaré las purificaciones hasta que todos tus errores queden expiados. Entonces los dioses te recibirán con honor.
Ella misma envejeció y el Viaje a la Casa de Han Qing-jao era ahora la más famosa peregrinación de Sendero. De hecho, fueron muchos los que oyeron hablar de ella en otros mundos, y viajaron a Sendero sólo para verla. Pues era bien sabido que la auténtica santidad únicamente podía encontrarse en un lugar y en una sola persona, la anciana cuya espalda estaba ahora permanentemente curvada, cuyos ojos no podían ver más que las líneas de los suelos de la casa de su padre.
Santos discípulos, hombres y mujeres, atendían ahora la casa en lugar de sus criados. Pulían los suelos. Preparaban su sencilla comida y la dejaban donde pudiera encontrarla ante las puertas de las habitaciones: ella comía y bebía sólo cuando terminaba una habitación. Cuando un hombre o una mujer de cualquier lugar del mundo conseguía un gran honor, acudía a la Casa de Han Qing-jao, se arrodillaba y seguía una línea en la madera. Así, todos los honores fueron tratados como si fueran meras decoraciones del honor de la santa Han Qing-jao.
Por fin, apenas unas semanas después de que cumpliera los cien años, encontraron a Han Qing-jao acurrucada en el suelo de la habitación de su padre. Algunos dijeron que ése era el punto exacto donde su padre se sentaba siempre cuando ejecutaba sus trabajos; resultaba difícil asegurarlo, ya que todos los muebles de la casa habían sido retirados hacía tiempo. La santa mujer no estaba muerta cuando la encontraron. Permaneció postrada varios días, murmurando, murmurando, pasándose las manos por el cuerpo como si siguiera las líneas en su carne. Sus discípulos la atendían por turnos, diez cada vez, escuchándola, tratando de comprender sus murmullos, transmitiendo las palabras como mejor las comprendían. Fueron escritas en un libro titulado Los Susurros Divinos de Han Qing jao.
Sus palabras más importantes fueron las que pronunció al final.
—Madre —susurró—. Padre. ¿Lo he hecho bien?
Y entonces, dijeron sus discípulos, sonrió y murió.
No llevaba un mes muerta cuando se tomó la decisión en todos los templos y altares de cada ciudad y pueblo y aldea de Sendero. Por fin había una persona de tan destacada santidad que Sendero podía elegirla como protectora y guardiana del mundo. Ningún otro mundo tenía un dios así, y lo admitieron libremente.
«Sendero está bendito por encima de todos los demás mundos —aseguraron—. Pues el dios de Sendero es Gloriosamente Brillante.»