Выбрать главу

—Creía que este programa informaba de tus especulaciones —se sorprendió Valentine.

—Lo hacía —contestó Miro—. Pero ahora no.

—¿Y si hay un ser que vive entre las conexiones filóticas entre los ansibles? —preguntó la imagen.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —preguntó Miro. Otra vez se dirigía a la imagen en la pantalla.

Entonces la imagen cambió, para convertirse en el rostro de una mujer joven a la que Valentine no había visto nunca.

—¿Y si hay un ser que habita en la telaraña de rayos filóticos que conectan los ansibles de cada mundo y cada nave en el universo humano? ¿Y si está compuesta de esas conexiones filóticas? ¿Y si sus pensamientos se desarrollan en el giro y la vibración de esos pares separados? ¿Y si sus recuerdos se almacenan en los ordenadores de cada mundo y cada nave?

—¿Quién eres? —preguntó Valentine, hablando directamente con la imagen.

—Tal vez soy quien mantiene vivas todas esas conexiones filóticas, de ansible a ansible. Tal vez soy un nuevo tipo de organismo, uno que no entrelaza rayos, sino que los mantiene enlazados para que nunca se rompan. Y si eso es cierto, entonces si esas conexiones se rompen alguna vez, si los ansibles dejan de moverse…, si los ansibles guardan silencio alguna vez, entonces yo moriría.

—¿Quién eres? —repitió Valentine.

—Valentine, me gustaría que conociera a Jane —suspiró Miro— Una amiga de Ender y mía.

Jane.

De modo que Jane no era el nombre en código de un grupo subversivo dentro de la burocracia del Congreso Estelar. Jane era un programa de ordenador, una pieza de software.

No. Si lo que ella acababa de sugerir era cierto, entonces Jane era más que un programa. Era un ser que habitaba en la telaraña de rayos filóticos, que almacenaba sus recuerdos en los ordenadores de cada mundo. Si ella tenía razón, entonces la telaraña fiíótica, la red de rayos filóticos entrecruzados que conectaba los ansibles de cada mundo, era su cuerpo, su sustancia. Y los enlaces filóticos continuaban trabajando sin romperse nunca porque ella lo deseaba así.

—Así que ahora le pregunto a la gran Demóstenes —dijo Jane—: ¿Soy raman o varelse? ¿Estoy viva? Necesito tu respuesta, porque creo que puedo detener a la Flota Lusitania. Pero antes, tengo que saberlo: ¿es una causa por la que merezca la pena morir?

Las palabras de Jane se clavaron en el corazón de Miro. Ella podía detener la flota, se dio cuenta de inmediato. El Congreso había enviado el Pequeño Doctor con varias naves de la flota, pero aún no había dado la orden de usarlo. No podían hacerlo sin que Jane lo supiera de antemano, y con su completa penetración de todas las comunicaciones ansibles, podría interceptar la orden antes de que fuera enviada.

El problema consistía en que no podía hacerlo sin que el Congreso advirtiera que ella existía, o al menos que sucedía algo raro. Si la flota no confirmaba la orden, simplemente sería enviada otra vez, y otra, y otra más. Cuanto más bloqueara los mensajes, más claro quedaría para el Congreso que alguien tenía un grado imposible de control sobre los ordenadores ansibles.

Ella podría evitarlo enviando una confirmación falsa, pero entonces tendría que vigilar todas las comunicaciones entre las naves de la flota, y entre la flota y las estaciones de los planetas, para mantener la pretensión de que la flota conocía la orden asesina. A pesar de las enormes habilidades de Jane, esto quedaría pronto más allá de sus facultades: podía prestar atención a cientos, incluso a miles de cosas a la vez, pero Miro no tardó en comprender que no había manera de que pudiera manejar todas las vigilancias y alteraciones que esto necesitaría, aunque se dedicara a ello exclusivamente.

De un modo u otro, el secreto quedaría descubierto. Y mientras Jane explicaba el plan, Miro supo que tenía razón: su mejor alternativa, la que ofrecía el peligro menor de revelar su existencia, era simplemente cortar todas las conexiones ansibles entre la flota y las estaciones planetarias, y entre las naves de la flota. Dejar que cada nave permaneciera aislada, cada tripulación preguntándose qué había sucedido, y entonces no tendrían más remedio que abortar su misión o seguir obedeciendo las órdenes originales. Tendrían que marcharse o llegarían a Lusitania sin la autoridad para usar el Pequeño Doctor.

Mientras tanto, sin embargo, el Congreso sabría que había sucedido algo. Era posible que con la ineficacia burocrática normal del Congreso nadie averiguara nunca lo que había sucedido. Pero al final alguien advertiría que no había ninguna explicación natural ni humana de lo que había sucedido. Alguien advertiría que Jane (o algo parecido a ella) debía existir, y que cortar las comunicaciones ansibles la destruiría. Cuando descubrieran esto, ella moriría con toda seguridad.

—Tal vez no —insistió Miro—. Tal vez puedas impedirles que actúen. Interferir con las comunicaciones interplanetarias, para que no den la orden de cortar las comunicaciones.

Nadie respondió. Él supo por qué: ella no podría interferir las conexiones ansibles eternamente. Tarde o temprano el gobierno de cada planeta llegaría a la misma conclusión por su cuenta. Ella debería vivir en un estado de guerra constante durante años, décadas, generaciones. Pero cuanto más poder usara, más la odiaría y la temería la humanidad. Al final, la matarían.

—Un libro, entonces —sugirió Miro—. Como la Reina Colmena y Hegemón. Como la Vida de Humano. El Portavoz de los Muertos podría escribirlo para persuadirlos de que no lo hagan.

—Tal vez —asintió Valentine.

—Ella no puede morir-manifestó Miro.

—Sé que no podemos pedirle que corra ese riesgo —convino Valentine—. Pero si es la única manera de salvar a la reina colmena y a los pequeninos…

Miro se enfureció.

—¡Es fácil hablar de su muerte! ¿Qué es Jane para usted? Un programa, una pieza de software. Pero no lo es, ella es real, tan real como la reina colmena, tan real como cualquiera de los cerdis…

—Más real para ti, creo —dijo Valentine.

—Igual de real —contestó Miro—. Se olvida de que conozco a los cerdis como si fueran mis propios hermanos…

—Pero estás dispuesto a contemplar la filosofía de que destruirlos puede ser moralmente necesario.

—No tergiverse mis palabras.

—Las estoy liberando. Puedes contemplar la idea de perderlos, porque ya los has perdido. Sin embargo, perder a Jane…

—¿El hecho de que ella sea mi amiga significa que no puedo interceder en su favor? ¿Es que las decisiones de vida o muerte sólo pueden tomarlas los desconocidos?

La voz de Jakt, tranquila y profunda, interrumpió la discusión.

—Calmaos, los dos. No es decisión vuestra, sino de Jane. Ella tiene el derecho de determinar el valor de su propia vida. No soy ningún filósofo, pero eso lo sé.

—Bien dicho —respondió Valentine.

Miro sabía que Jakt tenía razón, que era elección de Jane. Pero no podía soportarlo, porque también sabía qué decidiría ella. Dejar la opción a Jane equivalía a pedirle que lo hiciera. Sin embargo, al final, la elección sería suya de todas formas. Él ni siquiera tenía que preguntarle qué decidiría. El tiempo pasaba tan rápidamente para ella, sobre todo ahora que viajaban casi a la velocidad de la luz, que probablemente ya había tomado partido.

Era demasiado para poder soportarlo. Perder ahora a Jane sería horrible; sólo pensar en ello amenazaba la compostura de Miro. No quería mostrar debilidad delante de aquella gente. Buena gente, eran buena gente, pero no quería que lo vieran perder el control de sí mismo. Así que Miro se inclinó hacia delante, encontró el equilibrio y precariamente se levantó del asiento. Fue difícil, ya que sólo unos cuantos músculos respondían a su voluntad, y tuvo que recurrir a toda su concentración sólo para dirigirse desde el puente a su compartimento. Nadie lo siguió ni le habló. Se alegró de ello.