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—Varsam y Ro no me quieren en su habitación —adujo Plikt.

—No les importa.

—Valentine —dijo Jakt—. Plikt no quiere volver a la otra nave porque no quiere perderse nada.

—Oh —exclamó Valentine.

Plikt sonrió.

—Buenas noches.

Poco después, también Jakt dejó el puente. Su mano descansó sobre el hombro de Valentine un momento.

—Iré pronto —dijo ella.

Y lo decía en serio en ese instante, pues tenía la intención de seguirlo casi inmediatamente. En cambio, se quedó en el puente pensando, reflexionando, intentando comprender un universo que ponía a todas las especies no humanas conocidas por el hombre en peligro de extinción, todas a la vez. La reina colmena, los pequeninos, y ahora Jane, la única de su especie, quizá la única que podría existir jamás. Una verdadera profusión de vida inteligente, y sin embargo conocida sólo por unos pocos. Y todos ellos en fila para ser aniquilados.

«Al menos Ender comprenderá por fin que éste es el orden natural de las cosas, que tal vez no fuera tan responsable de la destrucción de los insectores hace tres mil años, como siempre había creído. El xenocidio debe de estar inscrito en el universo. No hay piedad, ni siquiera para los mejores participantes en el juego.»

¿Cómo podía ella haber pensado lo contrario? ¿Por qué deberían ser inmunes las especies inteligentes a la amenaza de extinción que gravita sobre cada especie que existe?

Aproximadamente una hora después de que Jakt dejara el puente, Valentine apagó por fin su terminal y se levantó para irse a la cama. Sin embargo, por impulso, hizo una pausa antes de marcharse y habló al aire.

—¿Jane? —llamó—. ¿Jane?

No hubo respuesta.

No tenía motivos para esperar ninguna. Era Miro quien llevaba la joya en el oído. Miro y Ender. ¿A cuántas personas pensaba que podía atender Jane a la vez? Tal vez sólo podía manejar a dos.

O tal vez dos mil. O dos millones. ¿Qué sabía Valentine de las limitaciones de un ser que existía como un fantasma en la telaraña filótica? Aunque Jane la oyera, Valentine no tenía derecho a esperar que respondiera a su llamada.

Valentine se detuvo en el pasillo, directamente entre la puerta de Miro y la de la habitación que compartía con Jakt. Las puertas no estaban insonorizadas. Oyó los suaves ronquidos de Jakt en su compartimento. También percibió otro sonido. La respiración de Miro. No dormía. Tal vez estaba llorando. Valentine no había criado tres hijos sin saber reconocer esa respiración entrecortada y pesada.

«No es hijo mío. No debería inmiscuirme.»

Abrió la puerta. No hizo ruido, pero arrojó un rayo de luz sobre la cama. El llanto de Miro se detuvo inmediatamente, pero el joven la miró con ojos hinchados.

—¿Qué quiere? —dijo.

Ella entró en la habitación y se sentó en el suelo junto a su camastro, de manera que sus caras quedaron apenas a unos centímetros de distancia.

—Nunca has llorado por ti mismo, ¿verdad? —preguntó Valentine.

—Unas cuantas veces.

—Pero esta noche lloras por ella.

—Por mí tanto como por ella.

Valentine se inclinó más, lo abrazó y le hizo apoyar la cabeza en su hombro.

—No —protestó Miro.

Pero no se separó. Después de unos momentos, su brazo se movió torpemente para abrazarla. Ya no lloraba, pero le dejó que la abrazara durante un minuto o dos. Tal vez sirvió de ayuda. Valentine no tenía forma de saberlo.

Entonces se acabó. Miro se retiró y rodó para volverse de espaldas.

—Lo siento.

—No hay de qué —dijo ella.

Creía en responder a lo que la gente quería decir, no a lo que decía.

—No se lo cuente a Jakt —susurró él.

—No hay nada que contar. Hemos tenido una buena charla.

Ella se levantó y se marchó, cerrando la puerta. Miro era un buen chico. Le gustaba el hecho de que pudiera admitir que le preocupaba lo que Jakt pensara de él. ¿Y qué importaba si sus lágrimas de esta noche contenían autocompasión? Ella misma había derramado unas cuantas por ese mismo motivo. La pena, se recordó, es casi siempre por la pérdida del doliente.

LA FLOTA LUSITANIA

‹Ender dice que cuando la flota de guerra del Congreso Estelar nos alcance, pretenden destruir este mundo.›

‹Interesante.›

‹¿No teméis a la muerte?›

‹No tenemos intención de estar aquí para cuando lleguen.›

Qing-jao ya no era la niña pequeña cuyas manos sangraban en secreto. Su vida se había transformado a partir del momento en que se demostró que era una agraciada, y en los diez años que habían transcurrido desde ese día llegó a aceptar la voz de los dioses en su vida y el papel que esto le daba en sociedad. Aprendió a aceptar los privilegios y honores que se le ofrecían como dones dirigidos hacia los dioses: como su padre le había enseñado, no se vanagloriaba, sino que en cambio se volvía más humilde a medida que los dioses y el pueblo depositaban cargas cada vez más pesadas sobre ella.

Aceptaba sus deberes seriamente y encontraba alegría en ellos. Durante los diez últimos años atravesó un riguroso y estimulante plan de estudios. Su cuerpo fue moldeado y entrenado en compañía de otros niños; corría, nadaba, cabalgaba, combatía con espadas, combatía con bastones, combatía con huesos. Junto con los otros niños, su memoria se llenó de lenguajes: el stark, el idioma común de las estrellas, que se empleaba en los ordenadores; el antiguo chino, que se cantaba con la garganta y se dibujaba en hermosos ideogramas sobre papel de arroz o sobre fina arena; y el nuevo chino, que se hablaba solamente con la boca y se anotaba con un alfabeto común sobre papel ordinario o sobre tierra. Nadie se sorprendió, excepto la propia Qing-jao, de que aprendiera todos estos lenguajes con mucha más facilidad, más rápidamente y más a fondo que cualquiera de sus compañeros.

Otros maestros la atendían sólo a ella. Así aprendió ciencias e historia, matemáticas'y música. Además, cada semana acudía a ver a su padre y pasaba con él medio día, que empleaba en mostrarle todo lo que había aprendido y en escuchar lo que él decía en respuesta. Sus halagos la hacían danzar en el camino de regreso a su habitación; su más leve reproche la hacía pasar horas siguiendo vetas en las tablas del suelo de su clase, hasta que se sentía digna para regresar a los estudios.

Otra parte de su educación era completamente privada. Había visto que su padre era tan fuerte que podía posponer su obediencia a los dioses. Sabía que cuando los dioses exigían un ritual de purificación, el ansia, la necesidad de obedecerlos era tan intensa que no podía ser negada. Sin embargo, su padre, de algún modo, lo negaba. Lo suficiente, al menos, para que sus rituales fueran siempre en privado.

Qing-jao ansiaba tener esa fuerza y por eso empezó a disciplinarse para retrasarse en su sumisión. Cuando los dioses la hacían sentir su opresiva indignidad, y sus ojos empezaban a buscar vetas en la madera o empezaba a sentir las manos insoportablemente sucias, esperaba, tratando de concentrarse en lo que sucedía en el momento y retardar la obediencia cuanto podía.

Al principio era un triunfo si conseguía posponer su purificación durante un minuto entero; y cuando su resistencia se rompía, los dioses la castigaban por ello haciendo el ritual más oneroso y difícil que de costumbre. Pero ella se negaba a rendirse. Era la hija de Han Fei-tzu, ¿no? Con el tiempo, a lo largo de los años, aprendió lo que había aprendido su padre: que se puede vivir con el ansia, contenerla, a menudo durante horas, como un brillante fuego atrapado en una caja de jade transparente, un fuego de los dioses peligroso y terrible que ardía dentro de su corazón.