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—Obedezco a los dioses.

Han Fei-tzu pensó amargamente que no tenía más remedio: incluso retrasar la obediencia representaba una tortura.

—Pero no los conoces. No amas sus obras.

—El Sendero es amar a las personas. A los dioses sólo los obedecemos.

«¿Cómo puedo amar a unos dioses que me humillan y atormentan a cada oportunidad?»

Amamos a las personas porque son criaturas de los dioses.

—No me vengas con sermones.

Ella suspiró.

Su tristeza picó a Han Fei-tzu como una araña.

—Ojalá me sermonearas eternamente —suspiró.

—Te casaste conmigo porque sabías que amaba a los dioses, y que tú carecías de ese amor por ellos. De ese modo te completé.

¿Cómo podía discutir con ella cuando sabía que incluso ahora odiaba a los dioses por todo lo que le habían hecho, todo lo que le habían obligado a hacer, todo lo que le habían robado en su vida?

—Prométemelo —insistió Jiang-ging.

Él sabía lo que significaba esa palabra. Ella sentía la muerte rondándole: le depositaba la carga de su vida. Una carga que él llevaría con mucho gusto. Era perder su compañía en el Sendero lo que había temido siempre.

—Prométeme que enseñarás a Qing-jao a amar a los dioses y a seguir siempre el Sendero. Prométeme que harás que sea tanto mi hija como la tuya.

—¿Aunque nunca oiga la voz de los dioses?

—El Sendero es para todos, no sólo para los agraciados.

«Tal vez —pensó Han Fei-tzu—, pero a los agraciados por los dioses les resultaba mucho más fácil seguir el Sendero, porque para ellos el precio por desviarse era terrible. Las personas comunes eran libres: podían dejar el Sendero y no sentir el dolor durante años. Los agraciados no podían dejar el Sendero ni una sola hora.»

—Prométemelo.

«Lo haré. Lo prometo.»

Pero no pudo pronunciar las palabras en voz alta. No sabía por qué, pero su resistencia era profunda.

En el silencio, mientras ella esperaba su juramento, oyeron el sonido de pies que corrían sobre la grava ante la puerta de la casa. Sólo podía ser Qing-jao, que regresaba del jardín de Sun Cao-pi. Sólo a Qing-jao se le permitía correr y hacer ruido durante esta hora de silencio. Esperaron, sabiendo que acudiría directamente a la habitación de su madre.

La puerta se abrió, deslizándose casi sin ruido. Incluso Qing-jao había comprendido lo suficiente la causa del silencio para caminar con cuidado cuando se hallaba en presencia de su madre. Aunque avanzaba de puntillas, apenas podía evitar bailar, casi galopar sobre el suelo. Pero no pasó los brazos alrededor del cuello de su madre, recordaba la lección aunque la terrible magulladura se había borrado de su cara: el ansioso abrazo de Qing-jao le había roto la mandíbula hacía tres meses.

—He contado veintitrés carpas blancas en el arroyo del jardín —declaró Qing-jao.

—¿Tantas? —preguntó Jiang-ging.

—Creo que se estaban mostrando ante mí para que pudiera contarlas. Ninguna quería quedarse fuera.

—Te quiero —susurró Jiang-ging.

Han Fei-tzu oyó un nuevo sonido en la voz jadeante: un estallido, como burbujas rompiéndose con sus palabras.

—¿Crees que ver tantas carpas significa que seré una agraciada? —preguntó Qing-jao.

—Le pediré a los dioses que te hablen —aseguró Jiang-ging.

De repente, la respiración de Jiang-ging se volvió rápida y entrecortada. Han Fei-tzu se arrodilló inmediatamente y miró a su esposa. Tenía los ojos muy abiertos, asustados. Había llegado el momento.

Sus labios se movieron. «Prométemelo», articuló, aunque no pudo emitir más sonido que un jadeo.

—Lo prometo —dijo Han Fei-tzu.

Entonces la respiración se detuvo.

—¿Qué dicen los dioses cuando te hablan? —preguntó Qing-jao.

—Tu madre está muy cansada —dijo Han Fei-tzu—. Ahora debes irte.

—Pero no me ha respondido. ¿Qué dicen los dioses?

—Cuentan secretos —respondió Han Fei-tzu—. Nadie que los oiga debe repetirlos.

Qing-jao asintió sabiamente. Dio un paso atrás, como para marcharse, pero se detuvo.

—¿Puedo besarte, madre?

—Suavemente, en la mejilla-advirtió Han Fei-tzu.

Qing-jao, pequeña para sus cuatro años, no tuvo que agacharse mucho para besar la mejilla de su madre.

—Te quiero, madre.

—Ahora será mejor que te vayas, Qing-jao —dijo Han Fei-tzu.

—Pero madre no ha dicho que también me quiere.

—Lo hizo. Lo dijo antes. ¿Recuerdas? Pero está muy débil y cansada. Vete ahora.

Puso suficiente dureza en su voz para que Qing-jao se marchara sin hacer más preguntas. Sólo cuando se hubo ido se permitió Han Fei-tzu preocuparse por ella. Se arrodilló sobre el cuerpo de Jiang-qing y trató de imaginar lo que le estaba sucediendo ahora. Su alma había volado y ahora estaba ya en el cielo. Su espíritu se retrasaría mucho más; tal vez habitaría en esta casa, como si hubiera sido en efecto un lugar de felicidad para ella. La gente supersticiosa creía que todos los espíritus de los muertos eran peligrosos, y colocaba signos y conjuros para alejarlos. Pero los que seguían el Sendero sabían que el espíritu de una buena persona no era nunca dañino o destructivo, pues la bondad de su vida procedía del amor del espíritu para hacer cosas. El espíritu de Jiang-ging sería una bendición en la casa durante muchos años, si decidía quedarse.

Sin embargo, mientras intentaba imaginar su alma y su espíritu, según las enseñanzas del Sendero, había en su corazón un lugar frío convencido de que todo lo que quedaba de Jiang-ging era aquel cuerpo frágil y reseco. Esta noche ardería con la rapidez del papel, y entonces ella dejaría de existir, excepto en los recuerdos de su corazón.

Jiang-ging tenía razón. Sin ella para completar su alma, él ya dudaba de los dioses. Y los dioses se habían dado cuenta, lo hacían siempre. De inmediato sintió la insoportable urgencia de ejecutar el ritual de la limpieza, hasta que pudiera deshacerse de sus indignos pensamientos. Ni siquiera ahora lo dejarían sin castigo. Incluso ahora, con su esposa muerta delante, los dioses insistían en que los obedeciera antes de poder derramar una sola lágrima de pesar por ella.

Al principio pensó en retrasarse, posponer la obediencia. Se había adiestrado para poder posponer el ritual incluso un día entero, mientras escondía todos los signos externos de su tormento interior. Podría hacerlo ahora, pero sólo si mantenía su corazón completamente helado. Qué absurdo. El verdadero dolor llegaría cuando hubiera satisfecho a los dioses. Así, tras arrodillarse allí mismo, dio comienzo al ritual.

Todavía estaba retorciéndose y girando con el ritual cuando se asomó un sirviente. Aunque el sirviente no dijo nada, Han Fei-tzu oyó el suave deslizar de la puerta y supo lo que pensaría: Jiang-qing había muerto y Han Fei-tzu era tan recto que estaba comulgando con los dioses antes de anunciar su muerte a la servidumbre. Sin duda, algunos incluso supondrían que los dioses habían venido a llevarse a Jiang-ging, pues era conocida por su extraordinaria santidad. Nadie supondría que, aunque Han Fei-tzu estaba orando, su corazón estaba lleno de amargura porque los dioses se atrevían a exigirle esto incluso ahora.

«Oh, dioses —pensó—, si supiera que cortándome un brazo o arrancándome el hígado podría deshacerme de vosotros para siempre, agarraría el cuchillo y saborearía el dolor y la pérdida, todo por la libertad.»

También ese pensamiento era indigno, y requería más limpieza. Pasaron horas antes de que los dioses lo liberaran por fin, y para entonces estaba demasiado cansado, demasiado mareado para sentir pesar. Se levantó y convocó a las mujeres para que prepararan el cuerpo de Jiang-ging para la cremación.