«Ahora no. No desde hace tres mil años. El nombre es mío. He escrito historias y biografías que han configurado el pensamiento de millones de eruditos en los Cien Mundos y ayudado a definir las identidades de docenas de naciones. Te lo merecías, Peter. Te lo merecías por lo que intentaste hacer de mí.»
Pero ahora, al mirar el ensayo que acababa de escribir, advirtió que seguía siendo alumna de Peter a pesar de haberse librado de su dominio. Todo lo que sabía de retórica, polémica (sí, de demagogia), lo había aprendido de él o de su insistencia. Y ahora, aunque lo usaba para una causa noble, efectuaba exactamente el mismo tipo de manipulación política que tanto adoraba Peter.
Peter había llegado a convertirse en Hegemón, legislador de toda la humanidad durante sesenta años al principio de la Gran Expansión. Fue quien unió a todas las comunidades humanas en lucha a favor del vasto esfuerzo que envió naves estelares a todos los mundos donde los insectores habían vivido con anterioridad, y luego a descubrir más mundos habitables hasta que, cuando murió, los Cien Mundos habían sido colonizados o tenían naves que iban en camino. Tuvieron que transcurrir otros mil años, por supuesto, antes de que el Congreso Estelar uniera una vez más a toda la humanidad bajo un gobierno, pero el recuerdo del primer verdadero Hegemón (el Hegemón), estaba en el corazón de la historia que hacía posible la unidad de la humanidad.
De un desierto moral como el alma de Peter surgió la armonía, la unidad y la paz.
En cambio, el legado de Ender, según recordaba la humanidad, era muerte, asesinato, xenocidio.
Ender, el hermano menor de Valentine, el hombre al que iban a ver, era el más delicado, el hermano a quien amaba y a quien en los primeros años intentó proteger. Era el bueno. Oh, sí, tenía una veta implacable que rivalizaba con la de Peter, pero también la decencia de sentirse asustado ante su propia brutalidad. Ella lo amaba tan fervientemente como odiaba a Peter, y cuando Peter exilió a su hermano menor de la Tierra que anhelaba gobernar, Valentine se marchó con Ender, en repudio definitivo a la hegemonía personal que Peter ejercía sobre ella.
«Y aquí estoy de nuevo —pensó Valentine—, de vuelta a la política.»
—Transmite —indicó bruscamente, en el tono entrecortado que anunciaba al terminal que le estaba dando una orden.
La palabra transmitiendo apareció en el aire sobre el ensayo. Normalmente, cuando redactaba trabajos eruditos, tenía que especificar un destino, enviar el ensayo a un editor a través de algún camino tortuoso para que nadie pudiera relacionarlo fácilmente con Valentine Wiggin. Ahora, sin embargo, una amiga subversiva de Ender, trabajando bajo el nombre en código de «Jane», se encargaba de eso por ella, recurriendo a todos los trucos para convertir un mensaje del ansible de una nave que viajaba casi a la velocidad de la luz en un mensaje legible en un ansible planetario cuyo patrón temporal transcurría más de cinco veces más, rápido.
Ya que comunicarse con una nave estelar devoraba grandes cantidades de tiempo ansible planetario, normalmente se recurría a este procedimiento sólo para información e instrucciones de navegación. Las únicas personas a las que se les permitía enviar mensajes extensos eran los altos oficiales del gobierno o el ejército. Valentine no era capaz de comprender cómo Jane conseguía tanto tiempo de ansible para esas transmisiones de textos, y al mismo tiempo lograba que nadie descubriera de dónde procedían aquellos documentos subversivos. Aún más, Jane usaba más tiempo de ansible transmitiéndole las respuestas publicadas a sus escritos, informándola de todos los argumentos y estrategias que el gobierno usaba para contrarrestar la propaganda de Valentine. Quienquiera que fuese Jane (y Valentine sospechaba que Jane era simplemente el nombre de una organización clandestina que había penetrado los niveles más altos del gobierno), era extraordinariamente hábil. Y extraordinariamente audaz. Sin embargo, si Jane estaba dispuesta a descubrirse (a descubrirlos), corriendo tan altos riesgos, Valentine le debía (les debía) la producción de tantos documentos como pudiera y tan impactantes y peligrosos como pudiera hacerlos.
«Si las palabras pueden ser armas letales, debo proporcionarles un arsenal.»
Pero seguía siendo una mujer: incluso los revolucionarios tienen derecho a tener una vida, ¿no? Momentos de alegría, o placer, o quizá tan sólo de alivio, robados aquí y allá. Se levantó de su asiento, ignorando el dolor que le producía moverse después de estar sentada tanto tiempo, y salió retorciéndose de la diminuta oficina: una cabina de almacenamiento, en realidad, antes de que convirtieran la nave espacial para su propio uso. Se sintió un poco avergonzada por lo ansiosa que estaba de llegar a la habitación donde la esperaba Jakt. La mayoría de los grandes propagandistas revolucionarios de la historia habrían podido soportar al menos tres semanas de abstinencia física. ¿0 no? Se preguntó si alguien habría hecho un estudio de ese tema en concreto.
Todavía estaba imaginando cómo un investigador podría escribir una propuesta para una beca sobre un proyecto de esa envergadura cuando llegó al compartimento con los cuatro camastros que compartía con Syfte y su marido, Lars, que se le había declarado sólo unos días antes de que se marcharan, en cuanto advirtió que Syfte iba a abandonar realmente Trondheim. Era duro compartir un camarote con recién casados: Valentine siempre se sentía como una intrusa al usar la misma habitación. Pero no había otra elección. Aunque esta nave era un yate de recreo, con todas las comodidades que podían esperar, no había sido diseñada para tanta gente. Era la única nave en Trondheim que resultaba remotamente adecuada, así que tuvieron que contentarse.
Su hija de veinte años, Ro, y Varsam, su hijo de dieciséis, compartían otro camarote con Plikt, su tutora de toda la vida y una apreciada amiga de la familia. Los miembros de la tripulación del yate que habían decidido hacer el viaje con ellos (habría sido un error despedirlos a todos y dejarlos en Trondheim) usaban los otros dos. El puente, el comedor, la bodega, el salón, los camarotes…, todo estaba atestado de gente que se esforzaba al máximo para no dejar que la incomodidad por la falta de espacio se les escapara de las manos.
Sin embargo, ninguno de ellos estaba ahora en el pasillo, y Jakt había pegado ya un cartel en la puerta:
QUÉDATE FUERA O MUERE
Estaba firmado: «El propietario». Valentine abrió la puerta. Jakt estaba apoyado contra la pared tan cerca de la puerta que ella se asustó y soltó un gritito.
—Cuánto me alegra saber que mi sola visión puede hacerte gritar de placer.
—De espanto.
—Pasa, mi dulce sediciosa.
—¿Sabes? Técnicamente soy la propietaria de esta nave.
—Lo que es tuyo es mío. Me casé contigo por tus propiedades.
Ella entró en el compartimento. Jakt cerró la puerta y la selló.
—¿Eso es todo lo que soy para ti? —preguntó ella—. ¿Bienes raíces?
—Un trocito de terreno en el que puedo arar y plantar y cosechar, todo en su estación adecuada —extendió la mano hacia Valentine, y ella se echó en sus brazos. Suavemente, deslizó las manos por su espalda, le acarició los hombros. Ella se sentía contenida en su abrazo, nunca confinada.
—El otoño se acaba-comentó ella—. Nos acercamos al invierno.
—Tiempo de desbrozar, tal vez —contestó Jakt—. O tal vez ya sea hora de encender el fuego y mantener cálida la vieja cabaña antes de que lleguen las nieves.
La besó, y fue como la primera vez.