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Miro oyó los pasos en el corredor. Giró la silla (lentamente, porque todo lo hacía así) y la vio acercarse hacia él. Encorvada, pero no mucho, porque no era alta. El pelo casi blanco, con unos cuantos pelos castaños oscuros. Cuando se plantó ante él, la miró a la cara y la juzgó. Mayor, pero no vieja. Si el encuentro la inquietaba, no lo demostraba. Pero claro, por lo que Andrew y Jane le habían contado de ella, había conocido a un montón de gente mucho más temible que un lisiado de veinte años.

—¿Miro? —preguntó ella.

—¿Quién, si no? —respondió él.

Hizo falta un momento, sólo un parpadeo, para que ella procesara los extraños sonidos que surgieron de la boca del muchacho y reconociera las palabras. Miro estaba ya acostumbrado a esa pausa, pero seguía odiándola.

—Soy Valentine.

—Lo sé —respondió él.

No estaba facilitando las cosas con sus respuestas lacónicas, ¿pero qué otra cosa podía decir? Esto no era exactamente una reunión entre jefes de estado con una lista de decisiones vitales que tomar. Pero tenía que hacer algún esfuerzo, para al menos no parecer hostil.

—Tu nombre, Miro… significa «observo», ¿verdad?

—Observo con atención. Tal vez «presto atención».

—No es tan difícil comprenderte —comentó Valentine.

Él se sorprendió de que ella abordara el tema de una manera tan abierta.

—Creo que tengo más problemas con tu acento portugués que con la lesión cerebral.

Por un momento, le pareció como si recibiera un martillazo en el corazón: ella hablaba sobre su situación con más franqueza que nadie, excepto Andrew. Pero era su hermana, ¿no? Tendría que haber esperado que fuera directa.

—¿0 prefieres que finjamos que no hay una barrera entre los demás y tú?

Ella había advertido su sorpresa. Pero ya había pasado, y ahora se le ocurrió que no debería estar molesto, sino alegre de que no tuvieran que dar un rodeo ante el tema. Sin embargo, estaba molesto, y tardó un momento en pensar por qué. Entonces lo supo.

—Mi lesión cerebral no es su problema.

—Si me impide entenderte, entonces es un problema con el que tengo que tratar. No te vuelvas quisquilloso ya conmigo, jovencito. Sólo he empezado a molestarte, y tú sólo has empezado a molestarme a mí. Así que no te enfades porque yo haya mencionado tu lesión cerebral como si fuera de algún modo mi problema. No tengo ninguna intención de sopesar cada palabra que diga por temor a ofender a un joven supersensible que piensa que el mundo entero gira en torno a sus frustraciones.

A Miro le enfureció que ella lo hubiera juzgado ya, y de forma tan brusca. Era injusto, completamente opuesto a como debía ser la autora de la jerarquía de Demóstenes.

—¡No considero que el mundo entero gire en torno a mis frustraciones! ¡Pero no crea que podrá entrar aquí y dirigir mi nave!

Eso era lo que lo había molestado, no sus palabras. Ella tenía razón: sus palabras no eran nada. Era su actitud, su completa confianza en sí misma. Él no estaba acostumbrado a que la gente lo mirara sin asombro o piedad.

Valentine se sentó a su lado. Él se volvió para observarla. Ella, por su parte, no rehuyó la mirada. Al contrario, escrutó su cuerpo, de la cabeza a los pies, examinándolo con aire de fría apreciación.

—Él dijo que eras duro. Dijo que habías sido retorcido, pero no roto.

—¿Se supone que va a ser mi terapeuta?

—¿Se supone que vas a ser mi enemigo?

—¿Tendría que serlo? —preguntó Miro.

—No más que yo tu terapeuta. Andrew no nos ha hecho encontrarnos para que yo pudiera curarte, sino para que tú pudieras ayudarme. Si no piensas hacerlo, muy bien. Si lo vas a hacer, adelante. Pero déjame aclarar unas cuantas cosas. Estoy dedicando cada momento que paso despierta a escribir propaganda subversiva a fin de provocar un sentimiento público en los Cien Mundos y en las colonias. Estoy intentando que el pueblo se enfrente a la flota que el Congreso Estelar ha enviado para someter a Lusitania. Tu mundo, no el mío, por cierto.

—Su hermano está allí.

Miro no estaba dispuesto a dejarla proclamar su completo altruismo.

—Sí, los dos tenemos familia allí. Y a los dos nos preocupa salvar a los pequeninos de la destrucción. Y ambos sabemos que Ender ha devuelto a la vida a la reina colmena en tu mundo, de modo que hay dos especies alienígenas que serán destruidas si el Congreso Estelar se sale con la suya. Hay mucho en juego y yo ya estoy haciendo todo lo posible para detener esa flota. Si pasar unas cuantas horas contigo puede ayudarme a hacerlo mejor, merece la pena robar tiempo a mis escritos para hablar contigo. Pero no tengo ninguna intención de malgastar mi tiempo preocupándome por si voy a ofenderte o no. Así que si vas a ser mi adversario, puedes quedarte sentado aquí solo y yo volveré a mi trabajo.

—Andrew dijo que era usted la mejor persona que conocía.

—Llegó a esa conclusión antes de verme educar a tres niños bárbaros. Tengo entendido que tu madre tiene seis.

—Cierto.

—Y tú eres el mayor.

—Sí.

—Lástima. Los padres siempre cometen los peores errores con los hijos mayores. Es entonces cuando saben menos y se preocupan más, y es más probable que se equivoquen e insistan en que tienen razón.

A Miro no le gustaba que esta mujer llegara a rápidas conclusiones acerca de su madre.

—Ella no es como usted.

—Por supuesto que no. —Valentine se inclinó hacia delante en el asiento—. Bien, ¿te has decidido?

—¿Decidido a qué?

—¿Vamos a trabajar juntos o te desconectarás de treinta años de historia humana para nada?

—¿Qué quiere de mí?

—Historias, por supuesto. Los hechos puedo conseguirlos en el ordenador.

—¿Historias sobre qué?

—Sobre vosotros. Los cerdis. Los cerdis y vosotros. Todo este asunto de la Flota Lusitania empezó contigo y los cerdis, después de todo. Fue porque interferisteis con ellos que…

—¡Los ayudamos!

—Oh, ¿he vuelto a usar la palabra equivocada?

Miro la observó. Pero incluso al hacerlo, supo que ella tenía razón: estaba siendo supersensible. La palabra interferir, usada en contexto científico, apenas tenía connotaciones. Simplemente significaba que había introducido un cambio en la cultura que estaba estudiando. Y si tenía una connotación negativa, era que había perdido su perspectiva científica: había dejado de estudiar a los pequeninos y había empezado a tratarlos como amigos. Seguramente era culpable de eso. No, no culpable: estaba orgulloso de haber hecho esa transición.

—Continúe —pidió.

—Todo esto empezó porque quebrantasteis la ley y comenzasteis a cultivar amaranto.

—Ya no.

—Sí, es irónico, ¿verdad? El virus de la descolada se introdujo y mató a cada hembra de amaranto que tu hermana desarrolló para ellos. De modo que vuestra interferencia fue en vano.

—No lo fue —replicó Miro—. Están aprendiendo.

—Sí, lo sé. Es más, están eligiendo. Lo que quieren aprender, lo que quieren hacer. Les disteis la libertad. Apruebo de todo corazón vuestra decisión. Pero mi trabajo consiste en escribir acerca de vosotros para la gente de los Cien Mundos y las colonias, y ellos no se formarán necesariamente la misma opinión. Lo que necesito de ti es la historia de cómo y por qué quebrantasteis la ley e interferisteis con los cerdis, y por qué el gobierno y el pueblo de Lusitania se rebeló contra el Congreso en vez de enviaros a ser juzgados y castigados por vuestros crímenes.