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—Los pequeninos no son varelse. Tampoco la reina colmena.

—Pero la descolada lo es. Varelse. Una forma de vida alienígena que es capaz de destruir a toda la humanidad.

—A menos que podamos domarla…

—… y con la que no podemos comunicarnos, una especie alienígena con la que no podemos convivir. Usted dijo que en ese caso la guerra es inevitable. Si una especie alienígena parece decidida a destruirnos y no podemos comunicarnos con ella, si no podemos comprenderla, si no hay ninguna posibilidad de desviarlos pacíficamente de su rumbo, entonces estamos justificados en cualquier acción necesaria para salvarnos a nosotros mismos, incluyendo la destrucción completa de la otra especie.

—Sí —admitió Valentine.

—Pero ¿y si debemos destruir la descolada y sin embargo no podemos hacerlo sin destruir también a cada pequenino viviente, a la reina colmena, a todos los seres humanos de Lusitania?

Para sorpresa de Miro, los ojos de Valentine se llenaron de lágrimas.

—Entonces, te has convertido en esto.

Miro se sintió confundido.

—¿Cuándo se ha convertido esta conversación en una discusión acerca de mí?

—Has pensado en todo esto, has visto todas las posibilidades para el futuro, buenas y malas por igual, y sin embargo el único futuro en que estás dispuesto a creer, el único futuro imaginado que tomas como base para todas tus consideraciones morales, es el futuro en el cual todo el mundo que tú y yo hemos amado y todo lo que hemos anhelado debe ser aniquilado.

—No he dicho que me gustara ese futuro.

—Yo tampoco —atajó Valentine—. He dicho que ése es el futuro para el que has elegido prepararte. Pero yo no. Yo elijo vivir en un universo con esperanza. Yo elijo vivir en un universo donde tu madre y tu hermana encontrarán un modo de contener a la descolada, un universo en el que el Congreso Estelar pueda ser reformado o reemplazado, un universo en el que no existe el poder ni la voluntad de destruir a una especie entera.

—¿Y si está equivocada?

—Entonces tendré tiempo de sobra para desesperarme antes de morir. Pero tú…, ¿buscas todas las oportunidades antes de desesperarte? Puedo comprender el impulso que te lleva a ello. Andrew me ha dicho que eras un hombre atractivo, todavía lo eres, y que la pérdida del pleno uso de tu cuerpo te ha herido profundamente. Pero otras personas han perdido más que tú y no tienen una visión tan negra del mundo.

—¿Ése es su análisis sobre mí? —preguntó Miro—. ¿Hace media hora que nos conocemos, y ahora lo comprende todo sobre mí?

—Sé que ésta es la conversación más deprimente que he mantenido en toda mi vida.

—Y asume que es porque estoy lisiado. Bien, déjeme decirle una cosa, Valentine Wiggin. Espero las mismas cosas que usted. Incluso espero recuperar algún día el uso de mi cuerpo. Si no tuviera esperanza, estaría muerto. Las cosas que le he dicho no son por desesperación, sino porque caben en lo posible. Y porque son posibles tenemos que pensar en ellas para que no nos sorprendan más tarde. Tenemos que pensar en ellas para que, si se produce lo peor, ya sepamos cómo vivir en ese universo.

Valentine parecía estar estudiando su cara: él sintió su mirada, como una cosa casi palpable, como un leve cosquilleo bajo la piel, dentro de su cerebro.

—Sí —dijo ella.

—¿Sí qué?

—Sí, mi marido y yo nos trasladaremos aquí y viviremos en tu nave.

Se levantó de su asiento y se dirigió al corredor que conducía al tubo de tránsito.

—¿Por qué ha decidido eso?

—Porque nuestra nave está demasiado abarrotada. Y porque decididamente merece la pena hablar contigo. Y no sólo para conseguir material para los ensayos que tengo que escribir.

—Oh, entonces, ¿he aprobado su examen?

—Sí —respondió ella—. ¿He aprobado el tuyo?

—No la estaba examinando.

—Y un cuerno. Pero, por si no te has dado cuenta, te lo diré: he aprobado. De lo contrario no me habrías dicho todas las cosas que dijiste.

Se marchó. Miro pudo oírla pasillo abajo, y luego el ordenador informó que estaba atravesando el tubo entre las naves.

Ya la echaba de menos.

Porque tenía razón. Había aprobado su examen. Le había escuchado como no lo había hecho nadie, sin impaciencia, sin terminar sus frases, sin dejar que su mirada se apartara de su rostro. Él le había hablado no con cuidadosa precisión, sino con enorme emoción. Gran parte del tiempo sus palabras debieron parecer casi ininteligibles. Sin embargo, ella le había escuchado con tanta atención que comprendió todos sus argumentos y ni una sola vez le pidió que repitiera algo. Podía hablar con esta mujer con tanta naturalidad como hablaba con cualquier persona antes de su lesión cerebral. Sí, ella era porfiada, cabezota, mandona y rápida para sacar conclusiones. Pero también podía escuchar una visión opuesta, cambiar de opinión cuando era necesario. Sabía escuchar, y por eso él podía hablar.

Tal vez con ella podría seguir siendo Miro.

MANOS LIMPIAS

‹Lo más desagradable de los seres humanos es que no experimentan metamorfosis. Tu gente y la mía nacen como larvas, pero nos transformamos en algo superior antes de reproducirnos. Los seres humanos son larvas toda la vida.›

‹Los humanos sí tienen metamorfosis. Cambian su identidad constantemente. Sin embargo, codo nuevo identidad se baso en la ilusión de que siempre estuvo en posesión del cuerpo que acaba de conquistar.›

‹Esos cambios son superficiales. Lo naturaleza del organismo sigue siendo lo misma. Los humanos se sienten muy orgullosos de sus cambios, pero todo transformación imaginado se convierte en una nueva serie de excusas para que el individuo se comporte exactamente como lo ha hecho siempre.›

‹Sois demasiado diferentes de los humanos para llegar a comprenderlos.›

‹Sois demasiado similares a los humanos para poder verlos con claridad.›

Los dioses hablaron por primera vez a Qing-jao cuando tenía siete años. Durante algún tiempo ella no advirtió que estaba oyendo la voz de un dios. Sólo sabía que sus manos estaban sucias, cubiertas de un repugnante limo invisible, y que tenía que purificarlas.

Las primeras veces, un simple lavado bastaba, y entonces se sentía mejor durante días. Pero a medida que transcurría el tiempo, la sensación de suciedad regresaba cada vez más pronto, y hacía falta frotar más para eliminarla, hasta que tuvo que lavarse varias veces al día, usando un cepillo de cerdas duras para frotarse las manos hasta que sangraban. Sólo cuando el dolor era insoportable se sentía limpia, aunque apenas durante unas horas cada vez.

No se lo dijo a nadie: supo instintivamente que tenía que mantener en secreto la suciedad de sus manos. Todo el mundo sabía que lavarse las manos era uno de los primeros signos de que los dioses hablaban a un niño, y la mayoría de los padres del mundo de Sendero observaban esperanzados a sus hijos en busca de signos de excesiva preocupación por la limpieza. Pero lo que esta gente no comprendía era el terrible autoconocimiento que conducía a los lavados: el primer mensaje de los dioses trataba de la insoportable suciedad de aquel a quien hablaban. Qing-jao ocultó sus lavados de manos, no porque estuviera avergonzada de que los dioses le hablaran, sino porque estaba convencida de que si alguien sabía lo vil que era, la despreciarían.

Los dioses conspiraron con ella en secreto. Le permitieron restringir sus salvajes frotes a las palmas de sus manos. Esto significaba que, cuando sus manos estaban malheridas, podía cerrar los puños o metérselas en los pliegues de la falda al andar, o colocarlas mansamente sobre el regazo cuando se sentaba, y nadie las advertía. Sólo veían a una niñita muy bien educada.