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– ¿A ti te asusta?

– Primero contéstame a una cosa -dijo Quentin-. ¿Qué sentiste o intuiste en ese cobertizo?

– Lo mismo que sentí, por una fracción de segundo, en la torre del hotel. Algo antiguo, frío y siniestro. Algo diabólico.

– ¿Qué es?

– No lo sé. Nunca antes había sentido nada parecido. Pero lo que puedo decirte es que lleva aquí muchos años. Que hoy frustramos sus planes al encontrar a Belinda a tiempo. Y que fue eso lo que alteró tu vida hace dos décadas.

– ¿Cómo sabes eso? -preguntó Quentin con aspereza.

– Me agarraste del brazo en la torre, ¿recuerdas? Lo sentí entonces. Sentí que, sea lo que sea lo que está pasando aquí, estás relacionado con aquello. Que por eso sigues volviendo, porque estás atado, unido a este lugar, y no sólo por tus recuerdos. También por otra cosa. Y que volverás una y otra vez hasta que descubras las respuestas que buscas.

– ¿No puedes dármelas tú?

Bishop sacudió la cabeza de un lado a otro.

– No. Y tampoco las encontrarás en este viaje, de eso estoy seguro. Todavía no ha llegado el momento.

– Dijiste que no eras vidente.

– No lo soy. Pero he aprendido que la mayoría de las cosas tienen un ritmo. El universo tiene un ritmo. Una secuencia de acontecimientos, una tónica, un orden necesario. A veces lo siento. Y lo que estoy sintiendo aquí es que no ha llegado el momento, que la oscuridad de este sitio permanecerá oculta todavía algún tiempo.

Quentin dijo con un destello de humor:

– Eso sólo lo dices para que me vaya de aquí y me una a tu equipo.

– No. Si pudiera ayudarte a saldar cuentas con tu pasado aquí y ahora, lo haría, créeme. -La boca de Bishop se torció ligeramente-. Sé lo que es pasar mucho tiempo mirando hacia atrás, en vez de hacia delante. Pero eso no me ha convertido en un inválido, ni te convertirá en un inválido a ti.

– Pareces muy seguro.

– Lo estoy. Igual que estoy seguro de lo que te dije hace unas horas. Me viste llegar, ¿verdad, Quentin? Sabías que te pediría que te unieras al equipo.

Quentin se rió con desgana.

– Demonios, te vi llegar hace años.

– Por eso entraste en el FBI.

– Sí. Tenía una licenciatura en Derecho con la que no sabía qué hacer y estaba pensando en entrar en la Policía. Y luego, un día… supe que se crearía la Unidad de Crímenes Especiales. Supe que formaría parte de ella.

Bishop dijo irónicamente:

– Y aun así me has hecho venir a buscarte.

– Bueno, a uno le gusta que le valoren.

– Me parece -repuso Bishop-, que sin duda te has ganado tu reputación de independencia temeraria.

– Creo que tienes razón. Y también creo que nos hemos alejado un poco del tema. No estoy dispuesto a tirar la toalla aquí, Bishop.

– Ni yo te lo pediría. Sólo te pido que mires hacia delante, en vez de hacia atrás. Durante un tiempo. Tu pasado siempre estará ahí, créeme.

– Aquella niña murió -se oyó decir Quentin.

– Lo sé. Y la chica… la mujer de mi pasado está tan lejos de mi alcance que es casi como si estuviera muerta. Al menos, hasta que el universo quiera retomar ese hilo.

– ¿Y tejerlo de nuevo en la trama? -Quentin sacudió la cabeza-. ¿Y si es un cabo suelto?

– No lo es. Ella no lo es. Y tampoco lo es tu Missy, Quentin.

Era la primera vez desde hacía mucho tiempo que alguien pronunciaba aquel nombre delante de él, y Quentin sintió que se sobresaltaba.

– Missy está muerta. Lo único que ahora puedo hacer por ella es averiguar por qué murió.

– Te ayudaré en todo lo que pueda. Te doy mi palabra.

– Pero ¿no hasta que llegue el momento?

– Algunas cosas tienen que suceder como suceden.

Quentin lo miró con curiosidad.

– ¿Ésa es tu divisa?

– Algo así. Creerlo me mantiene cuerdo.

– Entonces quizá puedas convencerme. Entre tanto… ¡qué demonios! Parece que los dos sabíamos que esto era inevitable. -Le tendió la mano-. Ya tienes vidente, Bishop.

Y mientras se estrechaban las manos, estuvo a punto de hablarle de la vocecilla que murmuraba en su cabeza:

«Encontréis a Miranda. Pero todavía no. Todavía no».

Vio entonces un destello en los ojos pálidos de Bishop y comprendió que el telépata había oído también aquella vocecilla. No le hacía falta, sin embargo, que un vidente le dijera algo de lo que estaba ya completamente convencido. Encontraría a Miranda. Tarde o temprano.

Quentin se preguntó si él tendría tanta suerte con el desenlace de su atormentado empeño.

Capítulo uno

En la actualidad

– ¿Pesadillas otra vez?

Diana Brisco deslizó sus manos frías en los bolsillos delanteros de su blusón y le miró con el ceño fruncido.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Por eso. -Él señaló con un gesto de la cabeza el lienzo del caballete colocado ante ella, un lienzo con fondo oscuro y ásperas y brillantes pinceladas de color en primer plano.

Diana se unió a él en la contemplación de la tela y finalmente se encogió de hombros.

– No, no son pesadillas. -Por una vez, al menos-. Es sólo mi estado de ánimo, supongo.

– Un ánimo sombrío.

– Nos dijiste que pintáramos lo que sentíamos -respondió ella, poniéndose a la defensiva-. Eso he hecho.

Él sonrió, y aquella expresión prestó a sus rasgos, ya angelicales, tal belleza, que Diana contuvo involuntariamente el aliento.

– Sí, así es. Y lo has hecho con mucha garra. No me preocupa tu obra, Diana. Es magnífica, como de costumbre. Me preocupas tú.

Ella se sacudió mentalmente el efecto casi hipnótico de su presencia física e ignoró lo que sospechaba que era un cumplido semejante a una palmadita en la cabeza del pupilo.

– Estoy bien -dijo-. No he dormido mucho, pero no por las pesadillas. Es sólo que… -Se encogió de hombros otra vez, reticente a admitir que se había pasado media noche en pie, mirando el valle en sombras por la ventana de su dormitorio. Había pasado muchas noches así desde su llegada a Leisure.

Buscando… algo. Sólo dios sabía qué, porque ella, ciertamente, no lo sabía.

Suavemente, aunque con aire pragmático, él respondió:

– Aunque este taller estuviera pensado para la expresión individual y no para la terapia, te ofrecería el mismo consejo, Diana. Cuando acabemos aquí, sal de El Refugio un rato. Ve a dar un paseo, o a montar a caballo, o a nadar. Siéntate en uno de los jardines con un libro.

– En otras palabras, que deje de pensar tanto en mí misma.

– Que dejes de pensar. Un rato.

– Está bien. Claro. Gracias. -Diana comprendió que había hablado con brusquedad y quiso disculparse por ello. A fin de cuentas, él sólo hacía lo que se suponía que debía hacer, y seguramente ignoraba que ella ya había oído otras veces todo aquello. Pero antes de que Diana pudiera articular palabra, él se limitó a sonreír y se acercó al siguiente «alumno» de los doce, poco más o menos, que formaban la clase, allí, en el espacio luminoso y diáfano del invernadero del hotel.

Diana mantuvo las manos en los bolsillos del blusón manchado de pintura y miró su cuadro arrugando el ceño. Así que magnífico, ¿eh? Sí, claro. A su modo de ver, parecía más bien el dibujo hecho con el dedo de un niño de seis años con muy poco talento.

Pero, naturalmente, la calidad no era la cuestión. El talento no era la cuestión.

La cuestión era averiguar qué sucedía en su mente dislocada.

Apartó la mirada del cuadro y observó a Beau Rafferty deambular entre sus alumnos. Al principio le había parecido extremadamente raro que un artista de su calibre impartiera un taller de aquella índole, pero tras una semana de clase se había dado cuenta de que Rafferty tenía un auténtico don no sólo para la enseñanza, sino también para comunicarse con personas con problemas y ayudarlas.