Con otras personas, al menos. Diana advertía ya cambios en casi todos los alumnos del taller. Las caras crispadas habían empezado a relajarse, y habían aparecido sonrisas en lugar de ceños fruncidos o de una angustia atormentada. Incluso había visto disfrutar a unos cuantos alumnos de algunas de las actividades que ofrecía El Refugio.
Sin embargo, ése no era su caso. Por supuesto que no. Ella todavía tenía pesadillas cuando lograba conciliar el sueño, no recordaba la última vez que se había sentido relajada y ninguna de las instalaciones deportivas o lúdicas del hotel suscitaba en ella el más mínimo interés. Y pese al genio indudable y la habilidad didáctica de Rafferty, tampoco creía que sus rudimentarias destrezas artísticas hubieran mejorado.
De hecho, todo aquello era posiblemente una forma más de malgastar su tiempo y el dinero de su padre.
Volvió a mirar su cuadro y vaciló un momento antes de recoger el pincel y añadir un leve toque de escarlata junto a la esquina inferior izquierda. Con aquello estaba acabado, se dijo, ignoraba qué era aquel cuadro o qué se suponía que representaba para ella, pero estaba acabado.
Empezó a limpiar sus pinceles maquinalmente, intentando concentrarse en aquella tarea y no pensar.
Pero aquel era en parte su problema, desde luego: el escaso alcance de su atención, aquellos pensamientos diseminados y azarosos, aquellas ideas que desfilaban constantemente por su cabeza, por lo general tan aprisa que al menos la mitad del tiempo la dejaban confusa y desorientada. Las palabras y las frases iban y venían casi continuamente, como fragmentos y retazos de conversaciones oídas por casualidad.
Déficit de concentración, eso decían los médicos. Estaban convencidos de que no padecía síndrome de falta de atención, a pesar de que se había medicado para ello al menos dos veces en su vida. No, todos los médicos y todas las pruebas habían determinado que, a pesar de unos niveles de actividad eléctrica «algo elevados», su problema no era físico ni químico. Lo suyo no era algo cerebral, sino psíquico. De momento, ninguno de aquellos médicos había sido capaz de sugerir un modo eficaz de descubrir qué era ese algo. Y se habían probado casi todos los medios concebibles. El tradicional diván del psiquiatra. La hipnosis. La regresión consciente; puesto que nadie había podido hipnotizar a Diana para probar con la variedad inconsciente. La terapia de grupo. El masaje terapéutico. Y algunas otras formas de terapia, tanto tradicionales como de la «nueva era».
Incluida, ahora, la pintura, bajo la tutela de un auténtico genio artístico, en otro intento de comunicarse con su yo más íntimo y preguntarle qué demonios le pasaba.
Uno de sus médicos actuales había sugerido que probara aquella terapia, y Diana no tenía más remedio que preguntarse si aquel doctor no estaría cobrando bajo mano por cada recomendación que le hacía. Su padre no reparaba en gastos cuando se trataba de intentar ayudar a su única y angustiada hija, y temía abiertamente que Diana se entregara al alcohol o ha las drogas, como habían hecho muchos otros, o, peor aún, que se diera por vencida y se suicidara.
Pero a Diana nunca le había tentado el olvido químico que podía encontrarse en las drogas «recreativas». Le desagradaba, de hecho, perder el control, rasgo éste que sólo lograba exacerbar su problema; cuanto más se esforzaba por concentrarse y enfocar su atención, más se disipaban sus pensamientos. Y su fracaso a la hora de dominarlos la deprimía y la perturbaba más aún, claro está, aunque nunca hasta el extremo de que llegara a contemplar el suicidio.
Diana no se daba por vencida fácilmente. Por eso estaba allí, probando una terapia más.
– Nos vemos aquí mañana -dijo Rafferty dirigiéndose a sus alumnos con una sonrisa, sin añadir un «buen trabajo» que los incluyera a todos, puesto que ya lo había ofrecido individualmente.
Diana se quitó el blusón, lo colgó del gancho que había a un lado del caballete y se dispuso a seguir a los demás fuera del invernadero.
– ¿Diana?
Ella aguardó, un poco sorprendida, mientras Rafferty se le cercaba.
– Llévate esto. -Él le ofreció un cuaderno de dibujo y una cajita de lápices de acuarela.
Diana aceptó aquello, aunque con el ceño fruncido.
– ¿Por qué? ¿Es una especie de ejercicio?
– Es una sugerencia. Tenlo cerca y, cuando empieces a sentirte disgustada, ansiosa o inquieta, prueba a dibujar. No lo pienses, no intentes controlar lo que dibujas, sólo dibuja.
– Pero…
– Simplemente, déjate llevar y dibuja.
– Es como las manchas de tinta, ¿no? ¿Vas a mirar mis bocetos y a interpretarlos, a ponerte freudiano y a descubrir qué me pasa?
– Ni siquiera los veré, a no ser que quieras enseñármelos. No, Diana, los dibujos son sólo para ti. Puede que te ayuden… a aclarar las cosas.
Ella se preguntó, no por primera vez, qué sabía realmente Rafferty de ella y de sus demonios, pero no le interrogó al respecto. Se limitó a asentir con la cabeza. Aquello no lo había probado, así que ¿por qué no?
– Está bien, de acuerdo. Nos vemos mañana.
– Hasta mañana, Diana.
Ella abandonó el invernadero y salió a los jardines, no tanto por disfrutar de ellos como por falta de deseos de volver a su cabaña. Los jardines eran muy bonitos. Preciosos, en realidad, desde los diversos jardines especializados, ya en flor a mediados de abril, hasta el deslumbrante invernáculo que contenía una asombrosa variedad de orquídeas.
Diana, sin embargo, atravesó casi por entero, con indiferencia, aquel encantador escenario. Siguió un camino de baldosas porque estaba allí, cruzó el puentecillo con arcada que sorteaba el arroyo ornamental, en el que había numerosas carpas de colores, y acabó en el jardín zen, con su presunta serenidad, sus arbustos y sus árboles recortados, sus piedras colocadas con esmero, su arena y sus estatuas.
Se sentó en un banco de piedra, junto a un sauce llorón, y se dijo que no se quedaría allí mucho tiempo porque la tarde empezaba a declinar y en aquella época del año empezaba a refrescar en cuanto el sol se hundía tras las montañas. Y luego estaba la niebla, que tenía una turbadora tendencia a deslizarse por el valle y aposentarse sobre El Refugio y sus jardines, de modo que orientarse por los senderos era como hacer un viaje a través de un laberinto húmedo y helado.
A Diana, decididamente, no le apetecía aquello. Pero aun así se quedó allí sentada mucho más tiempo del que había planeado; por fin abrió la caja de lápices y eligió uno distraídamente. Ya estaban afilados.
Abrió el cuaderno de dibujo y probó el lápiz con la misma distracción, haciendo otro intento por ignorar los pensamientos que se agolpaban en tropel en su cabeza y por concentrarse solo en uno. ¿Por qué le costaba tanto trabajo dormir allí? Había sufrido insomnio de vez en cuando a lo largo de su vida, poro no recientemente. No, hasta su llegada a El Refugio.
Las pesadillas siempre habían sido un problema para ella, aunque nunca las sufría regularmente. Sin embargo, desde su llegada a El Refugio, habían empeorado. Eran más intensas, mas… aterradoras. Se despertaba en las horas oscuras que prendían al amanecer jadeando de pánico y, pese a todo, incapaz de recordar qué era lo que tanto la había asustado.
Resultaba menos traumático mantenerse despierta. Acurrucarse en el asiento de la ventana de su habitación, con una manta para protegerse del frío del cristal, y mirar el valle y las montañas en sombras que se cernían sobre él.
Buscando… algo. Nada.
Esperando.
Volvió en sí con un leve sobresalto; de pronto se dio cuenta do que le dolían los dedos. Sostenía uno de los lápices, y casi todos los demás yacían a su lado, sobre el banco, fuera de la caja, con las puntas, antes afiladas, romas. Tenía la impresión de que había pasado mucho tiempo, y no quería mirar el reloj para ver cuanto. Era lo que le faltaba: el regreso de algo que no le ocurría desde hacía meses. Sus «ausencias».