Fijó cansinamente la mirada en el cuaderno de dibujo que sostenía sobre las rodillas. Y vio con asombro la cara que había dibujado.
El cabello, ligeramente largo y desaliñado, de un color entre rubio y castaño, rodeaba un rostro flaco, de pómulos altos y vividos ojos azules. La mandíbula sobresalía con cierto aire de determinación y el buen humor jugueteaba alrededor de la boca ligeramente risueña.
Aquel hombre parecía mirarla fijamente; sus ojos agudos y llenos de curiosidad sugerían… saber. Artísticamente, el retrato mejoraba con mucho lo que Diana se sabía capaz de hacer, lo mal le produjo la escalofriante sensación de que lo había dibujado otra persona. Y para prestar peso a aquella suposición estaba su certeza de no haber visto a aquel hombre en toda su vida.
– Dios mío -murmuró-. Puede que, después de todo, esté de verdad loca.
– Intento decirte que no hay nada nuevo, Quentin. -Nate McDaniel sacudió la cabeza-. A decir verdad, desde aquella vez, hace unos años, cuando tú y… ¿cómo se llamaba? ¿Bishop?… ayudasteis a encontrar a la niña de El Refugio que había desaparecido, no hemos tenido ninguna desaparición sin resolver ni ningún accidente en esta zona, y menos aún asesinatos. Esto ha estado la mar de tranquilo.
– No hables con ese tono de desilusión -le aconsejó Quentin con sorna-. La tranquilidad es buena cosa. -Pero sus largos dedos tamborileaban nerviosas sobre el borde del escritorio, gesto del que McDaniel tomó debida nota. Quentin no era el más paciente de los hombres… cosa que hacía aún más interesante el que siguiera volviendo allí, empeñado severamente en buscar respuestas.
McDaniel suspiró.
– Mira, los dos sabemos que los casos archivados rara vez se reabren sólo porque alguien revuelva otra vez todos los papeles. Y sabe Dios que ya los has revuelto suficientes veces como para estar seguro de ello. La verdad es que, a no ser que salga a la luz algún hecho nuevo o alguna información desconocida, lo más probable es que el caso siga archivado. Y después de veinticinco años, ¿qué va a surgir ahora?
– No lo sé. Pero algo tiene que surgir.
No sin simpatía, McDaniel respondió:
– Puede que sea hora de dejarlo, Quentin.
– No. No, no estoy dispuesto a eso.
– Pero estás dispuesto a pasarte otras vacaciones sentado en la sala de reuniones, en medio de archivos polvorientos y fotografías del lugar del crimen, y bebiendo un café asqueroso hora tras hora.
Quentin arrugó el entrecejo.
– Como tú dices, eso no me ha llevado a ninguna parte, a pesar de que llevo años intentándolo.
– Pues prueba otra cosa -sugirió McDaniel-. Sé que siempre te alojas aquí, en el pueblo. ¿Por qué no coges una habitación o una casita en El Refugio esta vez? -Observó el juego de emociones que cruzaba el expresivo rostro de Quentin y añadió con calma-: Entiendo por qué lo has evitado, pero puede que sea hora de que persigas esos fantasmas donde es más probable que estén.
– Espero que no te refieras a fantasmas literales -masculló Quentin.
McDaniel titubeó; luego dijo:
– De eso sabes tú más que yo.
Quentin le miró con las cejas levantadas.
– Oh, vamos, Quentin. La Unidad de Crímenes Especiales se ha ganado todo un nombre en los círculos policiales, ya lo sabes. No digo que me trague todo lo que he oído, pero está claro que os enfrentáis a cosas que se salen más que un poco de lo corriente. Demonios, siempre me he preguntado cómo encontrasteis Bishop y tú a esa niña, como si fuerais derechos hasta ella. Yo también he seguido un par de corazonadas a lo largo de los años, pero nunca han sido tan precisas como la que tuvisteis vosotros ese día.
– Tuvimos suerte.
– Tuvisteis mucho más que suerte ese día, y no intentes negarlo.
– Puede ser -reconoció Quentin finalmente-. Pero, fuera lo que fuese lo que tuviéramos, o lo que tenemos, no abre una ventana hacia el pasado. Y yo no soy médium.
– Un médium es alguien que habla con los muertos, ¿no?
McDaniel se esforzó por desterrar la incredulidad de su voz, pero, a juzgar por la sonrisa irónica de Quentin, fracasó.
– Sí, un médium se comunica con los muertos. Pero, como te decía, yo no soy médium.
«Entonces, ¿qué eres?» Pero McDaniel se abstuvo de hacer aquella pregunta, consciente, con desagrado, de cómo sonaría. Por fin, dijo:
– Puede que no haya ningún fantasma en El Refugio. Quiero decir que durante años se ha hablado de que ese sitio estaba embrujado, pero ¿qué viejo edificio no está rodeado de ese tipo de historias? En todo caso, lo que ocurrió, ocurrió allí.
– Hace veinticinco años. ¿Cuántas veces ha sido remodelado o redecorado el hotel desde entonces? ¿Cuánta gente ha ido y venido? Dios, no queda más que un puñado de empleados que estuvieran allí en aquel momento, y ya he hablado con todos.
Respondiendo a esta última afirmación, McDaniel dijo pensativamente:
– Es curioso que lo menciones. Se me había olvidado, pero resulta que hay un empleado nuevo que también estuvo en el hotel hace veinticinco años. Volvieron a contratarle hace un par de meses. Cullen Ruppe. Lleva los establos, el mismo trabajo que hacía entonces.
Quentin sintió que su pulso se aceleraba mientras se oía decir:
– No lo recuerdo. Claro que hay muchas cosas de ese verano que no recuerdo.
– No es de extrañar. Tenías… ¿cuántos? ¿Diez años?
– Doce.
– Aun así. Quizá Ruppe pueda ayudarte a rellenar huecos en blanco.
– Quizá. -Quentin se levantó; después se detuvo-. Si quiero volver a sentarme en esa sala de reuniones…
– Estaré encantado de que lo hagas, ya lo sabes. Pero a no ser que encuentres algo nuevo allí…
– Sí, lo sé. Gracias, Nate.
– Buena suerte.
Quentin no se había registrado aún en el motel de Leisure en el que solía hospedarse, y cuando salió de la jefatura de policía apenas vaciló antes de recorrer en su coche de alquiler los cerca de treinta kilómetros de la solitaria carretera asfaltada que llevaba a El Refugio. Era aquélla una ruta que conocía bien y, sin embargo, el viaje nunca dejaba de despertar en él la vaga e inquietante sensación de dejar atrás la civilización, a medida que la sinuosa carretera ascendía por las montañas y descendía luego hacia el valle que albergaba El Refugio y nada más.
Aunque el hotel tenía huéspedes todo el año y en invierno incluso servía como estación de esquí durante al menos un par de meses, la temporada de mayor trasiego se extendía desde principios de abril a fines de octubre.
De modo que Quentin se supo afortunado cuando la recepcionista le encontró una habitación, a pesar de que no tenía reserva. Incluso se preguntó si aquello no sería cosa del destino.
De un destino malévolo.
– Tenemos disponible la habitación Rododendro para dos semanas, señor. Está en el ala norte.
Mientras rellenaba la tarjeta de registro, Quentin se detuvo y miró a la recepcionista por encima del mostrador.
– El ala norte. ¿No se quemó hace años?
– Creo que sí, señor, pero de eso debe de hacer por lo menos veinte o treinta años. -Era nueva en el hotel, o al menos Quentin no había hablado con ella en sus visitas anteriores, y no parecía en absoluto afectada por el hecho de que hubiera habido allí un incendio.
– Entiendo -dijo él. No había contado con hospedarse en el ala norte. De hecho, ni siquiera lo había pensado.
– El Refugio tiene más de cien años, señor, como sin duda sabrá, así que no es tan raro que haya habido un incendio al menos una vez en todos estos años. Me han dicho que el fuego empezó por accidente, pero no porque la instalación eléctrica estuviera defectuosa, ni nada por el estilo. Y el ala se reconstruyó, naturalmente, todavía más bonita que antes.
– No me cabe duda. -Quentin lo sabía. Había estado muchas veces en aquella parte del edificio. Pero nunca se había alojado en ella, ni había pasado allí una noche desde su reconstrucción.