Por primera vez tuvo que preguntarse si creía en fantasmas. Era una pregunta sorprendentemente difícil de contestar.
La recepcionista titubeó un momento mientras estudiaba su cara.
– No creo que tengamos otra habitación disponible para dos semanas enteras, señor, pero si quiere cambiar de habitación cuando lleve unos días aquí, estoy segura de que podré…
– No se preocupe. Creo que prefiero quedarme allí. La habitación Rododendro está muy bien, gracias.
Diez minutos después, Quentin se estaba acomodando en una amplia habitación muy bonita y bellamente decorada, con un pequeño cuarto de estar que se comunicaba con el espacioso dormitorio y el cuarto de baño, cuando encontró una tarjeta que explicaba con desenfado el significado «histórico» de la flor del rododendro, «según diversas fuentes».
Cobró de nuevo conciencia de la intervención de un destino malévolo al ver cuál era el significado.
Precaución.
– Bueno -murmuró en voz alta-. Nadie podrá decir que no estoy avisado.
Nate McDaniel esperó casi hasta el final del día para hacer la llamada, no por reticencia, sino simplemente porque las cosas se le complicaron. De modo que eran más de las cinco cuando hurgó entre el desorden de su mesa en busca del trozo de papel en el que había garabateado el número de un teléfono móvil.
No le sorprendió, sin embargo, que contestaran inmediatamente a su llamada; pocos policías trabajaban de nueve a cinco.
– Hola, capitán.
Nate sabía que aquello se debía al identificador de llamadas y no a ninguna facultad paranormal, pero aun así le pilló ligeramente por sorpresa, y su tono de voz sonó por ello un tanto agresivo.
– Está bien, me pidió usted un favor y he cumplido. Le sugerí a Quentin que se alojara en El Refugio esta vez, y estoy casi seguro de que se fue allí.
– Agradezco su ayuda, capitán.
– Sí, bueno, a mí no me hace mucha gracia, así que no me dé las gracias. Quizá Quentin encuentre algo que no está buscando y, si son problemas, me voy a sentir como una mierda. Además, me cae bien ese tipo, ¿sabe?
– Recuerde simplemente que fue idea mía.
El ceño que Nate había fruncido inconscientemente se hizo más acusado.
– Usted sabe algo. ¿Qué es?
– Lo único que sé es que es hora de que Quentin salde cuentas con su pasado.
Nate no iba a llamar mentiroso a un agente del FBI, así se limitó a decir:
– Y eso lo decide usted, ¿no?
– No. Ojalá fuera así, pero no.
– Bueno, espero que sepa lo que está haciendo.
– Sí -dijo Bishop-. Yo también.
«Diana.»
Diana abrió los ojos con un sobresalto y paseó la mirada con recelo por su habitación. Estaba a oscuras, pero no tanto como para que no viera cada rincón. No había nadie allí, por supuesto. Era sólo su mente descarriada, que no oía voces.
Se negaba a oír voces.
Porque eso la convertiría en una alucinada o en una psicótica, y lo sabía. Así que no oía voces. Eran sólo pensamientos azarosos y fragmentos de ideas, y ¿qué importaba que esos fragmentos incluyeran de cuando en cuando su propio nombre?
Fuera, los pájaros habían empezado a cantar y la oscuridad iba difuminándose en un amanecer ligeramente brumoso y gris que la convenció de que había dormido al menos una hora o dos. Acurrucada en el asiento de la ventana, envuelta en una suave manta de felpilla.
Se desperezó y, apartándose, agarrotada, del asiento de la ventana, se puso en pie y comenzó a desabrigarse. Qué forma tan ridícula de pasar la noche, siendo una mujer adulta, cuando había allí al lado una cama perfectamente confortable. Las camareras seguramente pensarían que estaba loca…
«Diana.»
Y quizá lo estuviera.
Se quedó quieta, esperando. Escuchando.
«Mira.»
Por primera vez, Diana se convenció de que la voz (aquella voz en particular, en todo caso) procedía de fuera de ella. Era como un susurro a su oído. A su izquierda, cerca de la ventana.
Volvió lentamente la cabeza.
El panel central de la ventana parecía empañado o cubierto de escarcha, como si alguien hubiera soplado sobre él con su cálido aliento. Ninguno de los demás paneles aparecía así, sólo el central. Y en el cristal, tan claramente como si la hubiera trasudo un dedo firme, había escrita una palabra.
«AYÚDANOS.»
Diana contuvo el aliento mientras miraba aquella palabra, aquella súplica. Una oleada de frío se apoderó de ella. Se descubrió, sin embargo, estirando la mano muy lentamente, hasta que pudo tocar el cristal. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la palabra había sido escrita desde el exterior de la ventana.
Apartó la mano bruscamente y se acercó con rapidez a la mesilla de noche buscando el interruptor de la lámpara que había junto a su cama. Encendió la luz, parpadeó y volvió a mirar la ventana.
Paneles de cristal grises e indistintos. Ni bruma, ni escarcha.
Ninguna súplica desesperada.
– Naturalmente -murmuró al cabo de un rato-. Porque está claro que he perdido la cabeza.
Consiguió sacudirse, al menos en parte, aquel gélido desasosiego diciéndose que probablemente habían sido imaginaciones suyas. Sólo… un retazo sobrante de lo que hubiera soñado.
Seguramente.
Encendió un par de lámparas más de la cabaña, comprobó las puertas para asegurarse de que estaban bien cerradas y fue a darse una larga ducha caliente.
En realidad, deseaba creer que había alguien al otro lado de su ventana. Porque, si había alguien, sería al menos una cosa de carne y hueso. Una cosa real. Ya fuera un intento de asustarla o una broma estúpida, o una petición de ayuda, habría sido real.
No habría existido únicamente dentro de su cabeza.
Era ya de día y el sol se alzaba por encima de las montañas, espantando rápidamente la niebla con su calor, cuando se vistió; sin embargo, aún era temprano. Tenía la costumbre de hacer café en la diminuta cocina de la cabaña, o de pedirlo al servicio de habitaciones, pero esa mañana no quería pasar más tiempo sola.
Recogió el cuaderno de dibujo y los lápices que le había dado Beau Rafferty y los guardó en un bolso de gran tamaño, en el que también metió su billetera y la tarjeta magnética que abría la casa, confiando en no tener que pedir que volvieran a programársela. Ya había tenido que hacerlo media docena de veces en las dos semanas que llevaba allí, para desconcierto del personal del hotel.
Salió de la cabaña y al encaminarse hacia el edificio principal descubrió con cierto alivio que la niebla había prácticamente desaparecido y que había otras personas levantadas a aquella hora tan temprana. Los encargados de cuidar el césped trabajaban en el jardín, en la piscina exterior climatizada por la que pasó ya nadaban con ahínco un par de bañistas madrugadores, y oía vagamente el trajín de los establos.
Al menos tres de las mesas de la terraza que daba a los jardines estaban ocupadas por huéspedes soñolientos que tomaban café y leían el periódico de la mañana. Diana pensaba buscar mesa allí para desayunar, pero se halló, en cambio, cruzando la terraza y entrando en el edificio principal.
La torre.
Allí era donde se dirigía, aunque sólo fue consciente de ello cuando comenzó a subir las escaleras. Quería, en parte, dar media vuelta y regresar sobre sus pasos, aunque fuera sólo para introducir en su organismo un poco de cafeína, pero no parecía capaz de hacerlo.
Lo cual resultaba no poco inquietante.
– Maldita sea -masculló cuando se aproximaba a lo alto de la escalera-. No necesito ver el paisaje, necesito un café.
– Sírvete.
Diana se agarró a la barandilla de lo alto de la escalera y, al mirar al hombre que había hablado, fue consciente de la impresión (no tan fuerte como debería) que le produjo verle allí. Verle a él.