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Estaba de pie, con un hombro apoyado contra el quicio de una de las ventanas sin postigos que rodeaban la habitación, con una taza de café en la mano. A pesar de que era muy temprano, parecía completamente despierto, y vestía de manera informal, con vaqueros y una sudadera oscura.

– El camarero subió dos tazas -prosiguió-, así que puede que supiera algo que yo no sabía. Claro que quizá sólo sea que los del servicio de habitaciones se han liado. En todo caso, estaré encantado de que te unas a mí. Hay café de sobra.

Señaló un velador cercano sobre el que descansaba una bandeja de plata con una cafetera, una jarrita de leche y un azucarero, una segunda taza con su platillo, y un plato con pastas variadas.

– Yo… Está claro que querías estar solo aquí arriba -logró decir ella por fin.

– Lo que yo quisiera no tiene nada que ver -repuso él-. Casi todos los madrugadores se levantan por una razón. Para ir a jugar al golf, a nadar, o al ritual matutino del café y el periódico. Yo sólo he subido porque no podía dormir. Y he venido aquí porque, ya que estaba despierto al alba, prefería contemplar un buen paisaje. ¿Y tú?

Diana vaciló un momento más; luego se acercó al velador y, al servir café en la taza sobrante, le sorprendió vagamente el comprobar que sus manos permanecían firmes.

– Yo tampoco podía dormir. ¿Crees que este sitio estará embrujado?

Pretendía que fuera una broma insulsa, pero cuando él no respondió enseguida, levantó la mirada rápidamente y advirtió una expresión fugaz que instintivamente identificó como de angustia o de dolor.

«Cree que este sitio está embrujado. Y que los fantasmas son suyos.»

– Me parece que una noche de insomnio podría hacerme creer casi cualquier cosa -dijo él con ligereza, sonriendo-. Pero luego sale el sol, el mundo se ve y se siente como debe, y ya no estoy tan dispuesto a creer. Me llamo Quentin Hayes, por cierto.

– Yo soy… Diana Brisco.

– Encantado de conocerte, Diana Brisco.

Dio un paso hacia ella con la mano libre extendida, y Diana vaciló sólo un instante antes de saludar al hombre cuya cara había dibujado el día anterior.

Antes de poner siquiera sus ojos en él.

Capítulo dos

Madison Sims era lo que su madre llamaba «una niña muy imaginativa», definición ésta que la propia Madison entendía perfectamente. Significaba que su madre y otros mayores no le creían cuando les decía que sus así llamados amigos imaginarios eran en efecto reales… aunque no fueran de carne y hueso.

A sus ocho años, Madison era una niña muy inteligente y había comprendido enseguida que decir las cosas de ese modo ponía incómoda a la gente. Y también a ella, puesto que provocaba conversaciones en voz baja entre sus padres, y visitas a los médicos, y miradas desconfiadas de otros adultos.

Así que había dejado de hablar de sus amigos, y cuando su madre le preguntaba por ellos como quien no quería la cosa, mentía sin pestañear. ¿Seguía viendo niños vestidos como si hubieran salido de una vieja película, niños que aparentemente atravesaban las paredes y cuyas risas y voces sólo ella oía?

No. Qué va. Ella no.

Mamá no se enfadaría con ella si decía la verdad, Madison lo sabía, ¿verdad?

Madison lo sabía. Pero había descubierto, pese a su corta edad, que había verdades… y verdades. Y había aprendido que algunas verdades era mejor callárselas.

Además, no siempre veía a los otros niños. Nunca los veía en casa, en su casa casi nueva, junto al mar. Y rara vez los veía en casa de otras familias o de sus «verdaderos» amigos. Sólo los veía, casi siempre, en sitios como El Refugio: sitios viejos.

Le gustaba El Refugio, aunque algunas habitaciones y algunos rincones de los jardines tuvieran un aire triste. Le encantaban los jardines, donde (lo había descubierto el día anterior) podía caminar horas y horas con Angelo, su pequeño yorkie, sin que los jardineros la regañaran por pisotear las flores.

Donde a los otros niños les gustaba jugar.

Todavía era muy temprano cuando le permitieron excusarse de la mesa del desayuno y dejar que sus padres acabaran de comer en la terraza, mientras Angelo y ella iban a explorar los jardines a los que no habían llegado la víspera.

– No salgas de la valla, Madison -la advirtió su madre.

– No, mamá. Vamos, Angelo.

El Refugio ofrecía una tarjetita con el plano de los jardines, y Madison la consultó cuando su atento compañero y ella se detuvieron en un lugar desde el que ya no se divisaba la terraza. La rosaleda la había visto el día anterior, después de su llegada. Y el invernadero. También el jardín de rocas lo había visto la víspera. Pero el jardín zen no lo había visto aún, y desde luego parecía digno de una visita.

Miró hacia El Refugio y sus ojos ascendieron por la torre, que también había visitado el día anterior. Tenía muy buena vista, y distinguió a un hombre y una mujer que se hallaban allá arriba y que la estaban mirando.

– Por aquí, Madison.

Volvió a mirar hacia los jardines y vio a una niñita sonriente que la llamaba. Sintiéndose de pronto feliz, saludó alegremente a la pareja de la torre y siguió luego a su nueva amiga por el sendero que conducía al jardín zen.

– ¿Es tuya? -preguntó Diana cuando la niña los saludó con la mano y echó a correr con su perro hacia uno de los senderos del jardín.

– No, nunca la había visto. -Quentin frunció el ceño ligeramente, y añadió-: La verdad es que tampoco he visto a otros niños por aquí, desde que llegué ayer. Espero que alguien la esté vigilando, Este no es un lugar muy seguro para los niños.

– ¿No? ¿Por qué?

Él fijó su atención en Diana y sonrió. Ninguna de las dos cosas le resultó difícil.

– Bueno… por los arroyos y las lagunas, los caballos, las serpientes de las montañas… Esas cosas.

Entonces le tocó a ella el turno de fruncir un poco el ceño; sus ojos, muy verdes, eran directos y pensativos.

– Tengo la impresión de que no es eso lo que ibas a decir.

Quentin no tenía costumbre de sincerarse con extraños, de modo que le sorprendió su impulso de confiarse a Diana Brisco. Se sentía extrañamente atraído por ella. Había algo en Diana, algo en aquellos ojos verdes o en la curva vulnerable de su boca.

Era llamativa, más que guapa, con el pelo cobrizo y la piel blanquísima de una pelirroja auténtica, y con aquellos ojos de un verde extraño. Sus rasgos eran, por lo demás, corrientes, pero su cara mostraba la expresión afilada de una persona sometida a presión. Y aunque las revistas de moda la habrían calificado de esbelta, a Quentin le pareció que estaba demasiado flaca, que le faltaban cinco o seis kilos de peso.

No era en absoluto su tipo y, sin embargo, desde el momento en que había oído su voz y vuelto la cabeza para verla entrar en la torre, había cobrado conciencia de una sensación sumamente extraña. Por eso había querido estrecharle la mano, aunque aquel gesto fuera más propio de asuntos de negocios o profesionales que de un encuentro casual entre extraños en un hotel.

Había sentido la necesidad de tocarla, casi como si algo dentro de él buscara la certeza de que era real, de que estaba allí. De que finalmente estaba allí.

Era peculiar, cuando menos.

Y ahora, mientras permanecía a no más de un par de pasos de ella, Quentin era vivamente consciente de su cálido olor a jabón y a algún tipo de champú herbal. Permanecía atento a las manchas doradas de sus ojos verdes, y hasta a su respiración pausada. Demonios, casi oía latir su corazón.

Se decía que debía apagar su sentido de arácnido, pero eso era imposible, naturalmente: cuando se concentraba o prestaba especial atención, aquel sentido extra entraba en funcionamiento y todos sus demás sentidos se afinaban casi dolorosamente. Eso era todo, desde luego. Simplemente, no sabía por qué estaba tan alerta, tan concentrado en ella.