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Karin Alvtegen

Engaño

Para Micke, tú, que con tu sabiduría y amor,

lograste que por fin todo valiera la pena.

El amor es paciente y bondadoso.

No tiene envidia,

ni orgullo, ni jactancia.

No es grosero, ni egoísta;

no se irrita ni lleva cuentas del mal.

No se alegra de la injusticia,

sino que encuentra su alegría en la verdad.

Todo lo excusa, todo lo cree,

todo lo espera, todo lo aguanta.

I Corintios, 13,4-7

No hay recompensas ni castigos,

solamente consecuencias.

Capítulo 1

– No lo sé.

Tres palabras.

Por separado o en otro contexto completamente anodinas. Sin ningún peso específico en sí. Una simple constatación de que él no estaba seguro y de que por eso prefería no contestar.

No lo sé.

Tres palabras.

Como respuesta a la pregunta que ella acababa de formular, suponían una amenaza al conjunto de su existencia. Un abismo que súbitamente se abría en medio del parqué recién pulido de la sala de estar.

En realidad no se trataba de ninguna pregunta, había pronunciado la frase sólo para transmitirle su preocupación. Si empezaba planteando lo inconcebible, sólo cabía esperar que después todo mejorara. Un punto de inflexión para los dos. El último año había sido una lucha interminable y su pregunta era un modo de decirle que ya no le quedaban fuerzas, que no podía cargar con todo el peso ella sola. Que necesitaba su ayuda.

Pero él no había dado la respuesta acertada.

Para ella aquellas tres palabras ni siquiera habían sido una opción.

– ¿Es que pones en duda nuestro futuro como pareja?

No lo sé.

Cualquier pregunta consecutiva quedaba eliminada, en un solo instante esa respuesta suprimía de su vocabulario todas las palabras que ella jamás supo. Su mente se vio obligada a dar un giro en redondo y a revaluar todo lo que hasta entonces había considerado que eran verdades absolutas.Que ellos dos no fueran a compartir el futuro no entraba en su lógica.

Axel, la casa, convertirse en abuela y abuelo, juntos, algún día.

¿Qué palabras podría haber que les permitieran superar este instante?

Él callaba, sentado en el sofá con la mirada fija en una telecomedia americana y los dedos errantes sobre el mando a distancia. Desde que ella había entrado en el cuarto no la había mirado ni una sola vez, ni siquiera al responder a su pregunta. La distancia entre ellos era tan enorme que probablemente, aunque él dijera algo más, ella no le oiría.

Sin embargo, no fue así. Con toda claridad, oyó:

– ¿Compraste leche al salir del despacho?

Tampoco esta vez la miró. Únicamente quería saber si había comprado leche al salir del trabajo.

Una opresión en el pecho. Y aquellos pinchazos en el brazo izquierdo que a veces le sobrevenían cuando los días no se estiraban lo suficiente.

– ¿No puedes apagar la tele?

Él bajó la vista al mando y cambió de canal. El informativo especial de tráfico.

De golpe se dio cuenta de que el hombre que estaba sentado en el sofá era un desconocido.

Su aspecto le resultaba familiar pero no lo conocía. Se parecía enormemente al hombre que era el padre de su hijo y a quien, un día hacía más de once años, le había jurado ante Dios que quería compartir las penas y las alegrías hasta que la muerte les separase. El hombre con quien, durante todo el último año, había estado pagando a plazos aquel sofá.

Lo que estaba en tela de juicio era su futuro y el de Axel, y aun así ese hombre era incapaz de mostrarle el respeto necesario para apagar el programa de tráfico y mirarla a la cara.

Sentía náuseas, náuseas ante la aterradora pregunta que era necesario formular para no asfixiarse y poder reanudar su respiración.

Tragó saliva. ¿Se atrevía a oír la verdad?

– ¿Has conocido a otra?

Finalmente, él la miró. Sus ojos estaban llenos de reproche pero, al menos, la miraba.

– No.

Ella cerró los ojos. Por lo menos no había nadie más. Intentó mantenerse a flote agarrándose desesperadamente a su tranquilizadora respuesta. Todo le pareció ininteligible. La sala tenía el mismo aspecto de siempre, pero de pronto le pareció distinta. Miró la fotografía enmarcada que ella había tomado la pasada Navidad. Henrik con un gorro de Papá Noel y Axel, lleno de expectación, sentado sobre un abigarrado montón de paquetes. Todos sus parientes reunidos en la casa donde ella vivió su infancia. De eso hacía sólo tres meses.

– ¿Cuánto tiempo hace que te sientes así?

Él volvió a mirar la televisión.

– No lo sé.

– Bueno, pero más o menos. ¿Se trata de dos semanas o de dos años?

Él tardó una eternidad en contestar.

– Cosa de un año quizá.

Un año. Durante todo un año él había puesto en tela de juicio su futuro en común. Sin decirle una palabra.

Durante las vacaciones de verano mientras viajaban en automóvil por Italia. Durante todas las cenas que habían celebrado con sus amigos. Cuando él la acompañó a Londres en un viaje de negocios y se acostaron juntos. Durante todo ese tiempo, él le había estado dando vueltas a la idea de si quería seguir viviendo con ella o no.

Volvió a mirar la fotografía. Los sonrientes ojos de él se cruzaron con los de ella a través del objetivo de la cámara. No sé si aún te quiero, si quiero seguir viviendo contigo.

¿Por qué no le había dicho nada?

– Pero ¿por qué? ¿Y cómo habías pensado que lo resolveríamos?

Él levantó levemente los hombros y soltó un suspiro.

– Ya no nos divertimos juntos.

Ella dio media vuelta y se encerró en el dormitorio; no soportaba oír más.

Se quedó de pie con la espalda apoyada contra la puerta cerrada La sosegada y confiada respiración de Axel Siempre en el centro, como un eslabón entre ellos dos, noche tras noche. Una promesa y un compromiso que los unía para siempre.

Madre, padre, hijo.

No cabían alternativas.

«Ya no nos divertimos juntos.»

Allí fuera, en el sofá, se encontraba él con el futuro de ella entre las manos. ¿Qué vía elegiría? Acababa de quitarle el control sobre su propia vida, lo que ella quisiera no importaba nada, todo dependía de él.

Sin desvestirse se metió entre las sábanas, se arrimó al cálido cuerpecito del niño y sintió crecer su pánico.

¿Cuál sería la solución?

Además estaba aquel cansancio que la llenaba de apatía. Tan harta de que la responsabilidad siempre recayera sobre ella, de ser la chica juiciosa, la que tiraba del carro y se encargaba de que lo que tuviera que hacerse se hiciera. Habían tomado posesión de sus roles desde los inicios de su relación. Por esa época incluso les causaba risa, solían bromear de sus diferencias. Con los años, las huellas de la carreta se habían hecho tan profundas que resultaba imposible cambiar de rumbo, las zanjas en las que se habían hundido eran tan hondas que apenas podían asomar la cabeza y mirar por encima del surco. Ella hacía primero lo que debía, y lo que realmente quería hacer lo hacía sólo si le sobraba tiempo. Él, todo lo contrario. Y cuando él había hecho lo que quería, lo que tenía que hacerse ya estaba hecho. Ella le envidiaba. Exactamente así le habría gustado ser también. Pero si lo fuera, todo se desmoronaría. Lo único que tenía claro era que sentía un inefable deseo de que él tomara las riendas alguna vez. De que le permitiera sentarse un momento y descansar. Apoyarse en él un rato.