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– No muchos.

– ¿Y parientes?

– Los padres de ella murieron en un accidente de tráfico cuando tenía catorce años. Es una de esas flores del asfalto que sabe apañarse muy bien sola. Una chica fuerte y obstinada.

– ¿Tiene hermanos?

– Un hermano, pero vive en Australia.

– ¿Y tú?

Él giró la cabeza y la miró.

– ¿Yo qué?

– ¿Tus padres?

– ¿Qué pasa con ellos?

– No sé. Cuéntamelo tú.

– No tenemos contacto. Me mudé a Estocolmo a los dieciocho años, me convenía salir de allí.

– ¿Salir de dónde?

– Vivíamos a unos veinte kilómetros al norte de Gävle.

– Sí, pero la mayor parte de la gente mantiene el contacto con su familia aunque se vayan de casa.

– Si tú lo dices.

Ocho palabras le había dirigido su madre después de que el rosario de engaños saliera a la luz. Ocho palabras. Fue en el día de su decimoctavo cumpleaños, él estaba sentado en la cocina tomando su desayuno, acababa de llegar de su ronda como repartidor de periódicos. Durante tres meses había hecho todo cuanto pudo para obtener el perdón, pero ella no se había mostrado receptiva. Por su parte, el padre se había agenciado un apartamento de una sola pieza en el centro de Gävle para escapar de la ignominia que proyectaban sobre él la decepción y la pena sin fondo de su mujer. Simplemente, había cogido su ropa y una de las camas del dormitorio conyugal y se había largado.

De repente aquella mañana apareció ella en la puerta de la cocina. Llevaba puesta la bata floreada que él sabía que olía tan bien, que olía a mamá. Y a él le invadió la alegría pensando que a lo mejor, tal vez, ahora estuviera dispuesta a perdonarle. Ahora que era su cumpleaños y que ella se había dignado venir hasta la puerta de la cocina.

Ocho palabras fueron las que le dijo.

«De ahora en adelante no te quiero aquí.»

Yvonne Palmgren volvió a cambiar de postura. Unos cuantos papeles se salieron de la carpeta y planearon por el aire, pero ella los cazó justo antes de que tocaran el suelo.

Él bajó la vista y fue a sentarse en la cama con Anna de nuevo.

– ¿Por qué no tienes ningún contacto con tus padres?

– Porque no me apetece.

– ¿Nunca te sientes solo?

– No.

Ella carraspeó y cerró la carpeta sobre su regazo.

– Creo que de momento me conformo con esto, pero me gustaría que continuáramos esta misma tarde.

Él se encogió de hombros. Le irritaba estar obligado a hacer lo que le decían. No poder mandarlos a la mierda a todos.

– ¿Quedamos a las dos? -dijo ella, poniéndose en pie. Luego se acercó a la cama, miró a Anna y después a él, y se fue hacia la puerta.

– Entonces nos vemos más tarde. Hasta luego.

Jonas no contestó.

Observó la puerta que se cerró tras la psicóloga y entonces cogió la mano de Anna, se la metió en la entrepierna y cerró los ojos.

Capítulo 8

Nunca en su vida se había sentido tan sola.

Él había pasado la noche en el sofá. Se trajo su almohada y su nórdico y, sin decir ni una palabra, la dejó sola con todas las preguntas que ella no se había sentido capaz de hacerle. Las últimas palabras que él le dijo en la cocina la habían dejado muda.

La ansiedad como un nudo en el estómago.

¿Por qué estaba tan furioso? ¿De dónde provenía su ira? ¿Qué había hecho ella para merecer aquel trato?

Perdida en la ancha cama de matrimonio se arrepintió de haber dejado que Axel durmiera en casa de sus padres. Daría cualquier cosa para tenerle junto a ella ahora, escuchar su respiración, alargar la mano y sentir el calor de su espalda a través del pijama.

Hacia las cuatro de la madrugada no había podido soportarlo más. Con la cara hinchada y enrojecida y los ojos escocidos se puso la bata y fue a la sala de estar. Todavía estaba oscuro, pero a la débil luz de la luna distinguió su silueta tumbada de espaldas con los brazos bajo la nuca. Las rodillas ligeramente dobladas, el sofá demasiado corto para permitirle que estirara las piernas. Se preguntó por qué no se había acostado en la cama de Axel. Aunque fuera de tamaño infantil seguro que habría sido más cómoda que el sofá.

Se sentó en el sillón, ocupando sólo el borde del asiento.

– ¿Duermes?

Él no contestó.

Ella se ciñó la bata tiritando de frío. Las ventanas cuadriculadas de la sala necesitaban un enmasillado nuevo. Los radiadores no conseguían mantener la temperatura porque la mayor parte del calor se esfumaba por las rendijas sin aislar. Una labor que le tomaría mucho tiempo, ocho cristales por ventana. Tal vez pudieran encargárselo a alguien para no tener que sacrificar sus bien merecidas vacaciones. Aunque tal vez ya no tuviera ninguna importancia.

Tragó saliva.

– ¿Henrik?

Ni un sonido.

– Por favor, Henrik, ¿no podemos hablar un poco? ¿No puedes explicarme lo que está pasando?

Ni un gesto.

– Por lo menos, explícame por qué estás tan enfadado, ¿no? ¿Qué es lo que he hecho?

Él se giró de costado y se arrebujó con el nórdico. Tenía que haberse oído en su voz que ella se sentía triste, que estaba triste, pero comprendió que, aunque la hubiese oído, no respondería. Parecía tener la intención de matarla a ella y a sus preguntas callando, como si nunca hubiesen sido pronunciadas. Echó la cabeza atrás y cerró los ojos, intentó ahogar el desesperado sonido que le atravesaba la garganta y exigía salir. Como un animal acosado cuyos instintos le preparaban para el combate pero que no sabía de qué defenderse ni contra qué luchar. Estuvo así sentada un buen rato, incapaz de moverse, hasta que finalmente consiguió convencer a sus piernas de que la llevaran de vuelta a la cama de matrimonio.

Acaba de acostarse cuando oyó que él entraba en el cuarto de baño.

La dejaba sola.

Tocaron las cinco antes de que se durmiera. Hacia las siete la despertó el portazo de la puerta principal. Supuso que Henrik iba a buscar a Axel para llevarlo al parvulario.

Permaneció acostada con la mirada fija en el segundero de su reloj de pulsera, sin fuerzas para moverse. Paso a paso la manecilla la iba alejando de la cordura. ¿Qué solución había?

La intempestiva llamada del teléfono le hizo tomar aire. La única razón por la que contestó fue que podría ser él.

– Diga.

– Hola, soy yo.

– Ah, mamá.

Volvió a tumbarse.

– ¿Qué tal lo pasasteis ayer?

– Bien, gracias. ¿Y con Axel qué tal?

– También bien, pero se ha despertado hacia las dos y media muy triste e insistiendo en que quería llamaros y, aunque intentamos explicarle que era demasiado tarde para telefonear, no atendía a razones, así que llamamos a vuestros móviles pero estaban desconectados y el fijo comunicaba todo el tiempo. ¿Pasasteis una velada agradable?

¿Comunicaba todo el tiempo?

– Sí. Fue agradable.

¿A quién había llamado tan tarde? Ella no había oído ninguna señal. Y en caso de estar conectado a la red las llamadas se habrían oído igualmente.

– Papá y yo nos preguntábamos si querríais venir a cenar un asado el domingo. Tengo carne de alce en el congelador que querría aprovechar. No pensé en preguntárselo a Henrik cuando ha venido a buscar a Axel, pero como normalmente sueles ser tú quien lleva la agenda… Por cierto, Henrik ha adelgazado mucho. Debe de haber perdido un par de kilos, ¿no?

Se volvió a incorporar. De repente se le hacía difícil respirar.

– ¡Oye!

– Sí.

– ¿Estás ahí?

– Sí.

– ¿Qué me dices de venir a cenar el domingo?

¿El domingo? ¿Una cena?