Él se puso en pie y esta vez había algo nuevo en su mirada. Acaso fuera simplemente asco lo que veía.
– No ves con buenos ojos que me divierta, eso es todo.
– Vaya, con que ésas tenemos, ¿también os acostáis juntos?
Tenía que saberlo. Esta vez él soltó un resoplido desdeñoso.
– Pero ¿qué coño te crees? Sólo porque nos guste hablar y nos lo pasemos bien. Guárdate tus malditas fantasías para tus malditas estrategias comerciales.
Con un portazo se encerró en el estudio.
Hacía dos años que habían barnizado esa puerta juntos.
María de la agencia publicitaria Widman. Con ésa sí que se divertía.
Vio que el geranio de la ventana necesitaba agua y se levantó para buscar la regadora. Sobre todo, no debía olvidarse de ingresar el pago de las clases de natación de Axel.
Se quedó de pie con la regadora en la mano y la mirada perdida al otro lado del cristal. Había una furgoneta en la rampa del garaje de los vecinos y dos hombres descargaban todo un equipo de electrodomésticos perfectamente empaquetados. Surgimiento y decadencia. Qué diferente podía llegar a ser la realidad a sólo una decena de metros de distancia.
Tomó el bolso y bajó al recibidor.
– ¿Está María?
Telefoneaba desde el bosquecillo vecinal que lindaba con su jardín. Llamar desde su casa se le había antojado imposible. Sólo la idea de encontrarse entre sus cosas y al mismo tiempo oír la voz de esa mujer le resultaba inadmisible. Cada cosa que viera durante la conversación quedaría mancillada. Sin saber realmente por qué, tenía una gran necesidad de oír su voz. La voz de esa Maria de la agencia Widman que conocía cosas sobre ella que ni ella misma sabía. ¿Qué le habría dicho Henrik? ¿Qué le había contado? De algún modo debía restablecer el equilibrio. Conseguir ventaja.
– ¿Buscas a una Maria?
– Sí, Maria.
Si tenéis varias, elige a la más divertida, a esa a quien le gusta meterse donde no la llaman.
– En ese caso debe de haberse equivocado de número.
– ¿No estoy llamando a la agencia Widman?
– Sí, pero aquí no trabaja ninguna Maria.
Cortó y se quedó plantada. La adrenalina le corría por las venas pero sin encontrar salida. ¿Cómo que aquí no trabaja ninguna Maria?
Desconcertada, dio una vuelta a la casa y vio la furgoneta del vecino que salía de la rampa. Entró por la puerta principal y siguió recto hasta el cuarto de baño, dejó caer su ropa al suelo y la dejó ahí tirada.
¿Por qué le mentía? ¿Por qué le había dicho que había hablado con una Maria de la agencia publicitaria Widman si no existía? No podía ir a preguntárselo a él, por nada del mundo quería reconocer que había estado husmeando. No pensaba darle el gusto de verla rebajarse a algo así.
Los encontró detrás del gel de ducha que Axel le regaló por su cumpleaños. Lo que más le asombró fue la negligencia. ¿O tal vez los habían dejado allí a propósito, como una abierta declaración de guerra? ¿Acaso esa mujer tan divertida y tan buena interlocutora había querido marcar su territorio, demostrar el alcance de la ventaja que le llevaba?
Él mentía.
Ese cerdo le mentía y el desprecio que a ella le hacía sentir su cobardía despertó un nuevo instinto. Una sensación que nunca antes había experimentado.
No era bueno mentir. Especialmente a alguien que había puesto en ti toda su confianza, alguien que durante quince años había confiado en ti y había creído que eras su mejor amigo.
Si, además, esa mentira amenazaba el fundamento entero de la vida de la otra persona, resultaba imperdonable.
Y lo que sin duda alguna no se debía hacer, sin pensárselo dos veces, era olvidarse los pendientes detrás de una botella de gel de baño con olor a eucalipto en la ducha de esa persona.
Capítulo 9
Había permanecido junto a Anna desde el momento en que Yvonne Palmgren les dejó en paz. La única vez en que abandonó la habitación fue para calentar el almuerzo que traía consigo en el microondas de la sala privada del personal. Se preguntó cuántas empanadillas Gorby y cuántos trozos de pizza había ingerido durante los últimos dos años, pero se apresuró a regresar al cuarto de Anna antes de que su cerebro le obligara a calcular la cifra exacta.
Pasaron dos meses, pasaron tres. Su madre continuaba encerrada en el dormitorio. La compulsión dirigía la vida entera de él, pero escapar del mudo castigo sólo habría empeorado las cosas. Tras las ocho palabras había continuado el silencio. Cada madrugada se apresuraba a repartir los periódicos y a volver cuanto antes a casa para que ella no tuviera que estar sola. El padre se mantenía lejos. De vez en cuando, aunque no con mucha regularidad, llegaba un sobre con algunos billetes de mil para pagar las facturas del petróleo y la electricidad. De gastos no había muchos más. El dinero para la comida lo sacaba de su propio salario. La casa era de la madre, una herencia de su tía. Con los ingresos del padre como fontanero habían tenido suficiente para cubrir los gastos familiares, su mamá nunca había necesitado trabajar. La identidad de la madre se había basado enteramente en el papel de esposa de su marido y madre de su único hijo.
Fue un martes cuando encontró los anuncios, y todo comenzó con una catástrofe.
Cada madrugada el mismo ritual. El montón de periódicos los recogía abajo, en la pizzería. Siempre le ponían unos cuantos de más y antes de cada reparto los contaba para llevarse únicamente los que necesitaba. Era la única manera de estar seguro más tarde de no haberse saltado ningún buzón. En cualquier caso, seguro del todo no lo estaba nunca, muchos días la ansiedad se encarnizaba con él al imaginar que había olvidado a algún abonado y que había entregado dos periódicos a alguien en su lugar.
Primero contaba los sesenta y dos periódicos que necesitaba directamente del montón. Luego sacaba la cubierta de plástico que guardaba en la mochila y la extendía sobre el suelo para proteger los periódicos de la humedad. A continuación los apilaba en montones de diez, en seis columnas distintas. Los que hacían el sesenta y uno y el sesenta y dos los metía inmediatamente en la cartera suspendida del portaequipajes. Tras recontar las columnas de diez cuatro veces se sentía en condiciones de meterlos en la cartera y salir. Siempre el mismo recorrido exacto. Al milímetro.
Y justamente ese martes ocurrió lo que no debía ocurrir.
El buzón de alguien se había quedado vacío.
Sería fácil comprobar los buzones de las villas, pero ¿y si alguien ya había recogido el periódico y resultaba que no era esa casa en absoluto la que se había quedado sin él? Y los diez apartamentos del bloque de pisos situados sobre la pizzería que tenían el buzón incorporado en la puerta. ¿Cómo podría comprobar si el olvido se había producido en alguno de ellos?
El pánico no hacía más que aumentar.
El periódico sobrante le quemaba en las manos y ni siquiera fue capaz de deshacerse de él. Al llegar a su casa se quedó parado frente a los escalones de la puerta principal, todavía con el periódico en la mano.
Sandviken – Falun, 68; Skövde – Sollefteå, 696.
Tenía que leerlo. Tenía que leer cada palabra para neutralizar el desastre.
Se sentó en un escalón. Amanecía. El escalón de granito estaba helado y ya después de la primera página tiritaba de frío, pero tenía que continuar leyendo. Cada letra particular tenía que ser vista y respetada por el ojo lector. Era el único modo. Lo encontró en la página doce.
Se busca cartero para el distrito de Estocolmo.
Al principio las palabras le parecieron demasiado extrañas, pero su mirada enseguida regresó al anuncio y después de ocho relecturas se convirtieron en una posibilidad.