Le estaba fallando. Yacía ahí tan inocentemente en su coma, pero estaba claro que no había olvidado el arte de traicionarle. Una vez más tenía la intención de dejarle solo. Después de todo lo que había hecho por ella.
Qué asco.
Ni siquiera ahora podía uno fiarse de ella. Ni siquiera ahora hacía lo que él quería.
Pero se iba a enterar. No pensaba dejar que se fuera.
Esta vez tampoco.
Capítulo 10
Decidió ir a la escuela de su hijo. Tenía la necesidad física de intentar esquivar el peligro que presentía. Su mundo estaba a punto de desmoronarse. Estaba paralizada, arrebatadas todas las posibilidades de salvación. En algún lugar, un enemigo desconocido tramaba planes secretos y la única persona en la cual había creído poder confiar había resultado ser un aliado del frente contrario, había resultado ser un traidor.
La llamada del móvil la obligó a serenarse. Vio en la pantalla que era del parvulario.
– ¿Sí?
– Hola, soy Kerstin, de la escuela. No es nada grave, pero Axel se ha caído del tobogán y se ha hecho un poco de daño. No es nada, pero quiere que le vengan a buscar. He intentado localizar a Henrik porque suele ser él quien lo recoge, pero no contesta.
– Voy enseguida, estaré allí dentro de quince minutos.
– No corre ningún peligro, más bien se trata de un susto. Linda está con él en la salita de personal.
Cortó y aceleró el paso. El asfalto de la antigua avenida residencial estaba levantado porque estaban instalando la banda ancha y calefacción central en todo el barrio y tuvo que detenerse ante un cono para dejar pasar a un coche.
Banda ancha.
Aún más rápido.
Miró las antiguas villas de principios del siglo XX que bordeaban la avenida. En aquella parte de la zona residencial eran grandes como mansiones a pequeña escala, no como en su manzana, donde los edificios eran de menor tamaño. Fue la primera ocasión en que funcionarios corrientes pudieron construirse su propia casa.
Cien años. Cómo habían cambiado las cosas desde entonces. ¿Había algo en la sociedad actual que se conservara como en la de entonces? Automóviles, aviones, teléfonos, computadoras, mercado laboral, roles de género, valores, fe. Un siglo de transformaciones. Y que además había engendrado las más infames crueldades de las que era capaz la especie humana. A menudo comparaba su vida con la que debieron vivir sus abuelos. Era tanto lo que tuvieron que sobrellevar, aprender, asimilar. ¿Llegaría alguna otra generación a experimentar tantos efectos del cambio y del desarrollo como los que ellos se vieron obligados a vivir? Todo transformado. De hecho, sólo se le ocurría una única cosa que seguía siendo igual. O de la que aún se esperaba que fuera igual. La familia y el matrimonio para toda la vida. Se suponía que debía funcionar igual que antes, a pesar de que las presiones externas y las circunstancias eran completamente diferentes. Sin embargo, el matrimonio ya no era una empresa común donde el hombre y la mujer aportaban cada uno su parte imprescindible. La dependencia mutua estaba abolida. Hombres y mujeres eran en la actualidad unidades económicamente independientes a las que se educaba para que se espabilasen por su cuenta, siendo el amor la única base del matrimonio. Se preguntó si ésa era la razón de que costara tanto lograr que la vida en pareja funcionase, ya que las circunstancias existenciales se sustentaban en que el amor se mantuviese vivo. No obstante, casi ningún individuo en edad reproductiva disponía de tiempo para alimentarlo. El amor se daba por sentado y debía apañárselas como pudiera entre todas las otras obligaciones con que competía. Rara vez se daba el caso. El amor exigía algo más que eso para quedarse. Al menos la mitad de sus amistades se había separado durante los últimos años. Los hijos alternaban la casa de un padre con la del otro cada dos semanas. Divorcios desgarradores. Tragó saliva. Recordar los problemas matrimoniales de otras parejas no hacía los suyos más llevaderos.
Durante la vida diaria progresivamente más gris de los últimos años le había dado muchas vueltas a la idea de qué era lo que faltaba. Y deseó haber tenido alguien con quien compartir sus pensamientos. Claro que tenía a sus amigas, pero a menudo, sus cenas sin maridos acababan en una larga queja sobre la existencia en general. Más que discutir, constataban el hecho de por qué las cosas eran como eran. También otra cosa tenían en común: el cansancio. La sensación de no dar abasto. La falta de tiempo. A pesar de todos los aparatos pensados para ahorrarlo que se habían inventado desde que se edificaran las villas a lo largo de la avenida, el tiempo escaseaba. Ahora iban a instalar la banda ancha para ahorrarles unos preciosos segundos. Las cartas podrían responderse aún con mayor celeridad, las decisiones podrían ser tomadas en cuanto se presentasen las alternativas, bajarían información en un segundo, información que luego habría que interpretar y clasificar en la memoria en distintos compartimentos. Pero ¿y la persona cuyo cerebro debía manejar todo aquello, qué ocurría con ella? A su entender, esa persona no había sido objeto de ninguna política de desarrollo en los últimos cien años.
Recordó la anécdota que le contaron acerca de un grupo de indios sioux que, una vez, en los años cincuenta, fueron transportados en avión desde su reserva de Dakota del Norte para asistir a una entrevista con el presidente. Cuando los sioux entraron al vestíbulo de llegadas del aeropuerto de Washington se sentaron en el suelo y, a pesar de los insistentes ruegos para que se dirigieran a las limusinas que les aguardaban, se negaron a levantarse. Permanecieron ahí sentados durante todo un mes. Esperaban a sus almas, que de ningún modo podían haberse desplazado tan deprisa como lo habían hecho sus cuerpos mediante la ayuda del avión. Tuvieron que pasar treinta días antes de que estuvieran preparados para conocer al presidente.
Quizá fuera eso lo que deberían hacer ellos, el ingente montón de personas estresadas que se mataban para que sus vidas funcionasen. Sentarse y esperar la vida. Aunque, por otro lado, ya estaban todos sentados, no esperando la vida o sus almas precisamente, sino cada uno en el sofá de sus acogedores cuartos de estar particulares, y total sólo para dedicarse de lleno al noble empeño de mirar los culebrones de la tele. Horrorizarse ante las ineptitudes y frustradas relaciones de los demás. Pero ¿a qué se dedicaba la gente, en realidad? Y luego cambiaban rápidamente de canal para no tener que mirar más de cerca su propio comportamiento. Mucho más cómodo juzgar de lejos lo ajeno.
Abrió la puerta de la planta de párvulos de Axel y entró, se calzó las fundas de plástico azul cielo para no ensuciar el piso y siguió adelante, en dirección a la salita del personal. Les vio a través del cristal de la puerta y se detuvo. Axel estaba sentado en la falda de Linda mordisqueando una galleta. La mano de él se había enrollado en un mechón del pelo rubio de la maestra y ella le mecía con los labios apretados contra su cabeza.
La ira que la había mantenido en pie se esfumó dejando paso una vez más a la desoladora impotencia.
¿Cómo iba a poder protegerle de lo que estaba ocurriendo?
Llorar aquí no.
Tragó saliva, abrió la puerta y entró.
– Pero mira, si mamá ya está aquí.
Axel se desenredó del pelo de Linda y bajó al suelo de un salto. Linda le sonrió a Eva, tímidamente, como era habitual en ella. Eva hizo un esfuerzo para devolverle la sonrisa y tomó a Axel en brazos mientras Linda se levantaba e iba hacia ellos.
– Le ha salido un pequeño chichón ahí, pero no creo que sea nada grave. Les tengo dicho que no pueden jugar en el tobogán cuando ha llovido porque entonces es muy resbaladizo pero… Imagino que lo olvidaron.
– Toca, mamá.
Tocó la pequeña protuberancia en la zona posterior del cráneo. Casi no se notaba y, sin duda, no era nada por lo que Linda tuviera que tener remordimientos.
– No pasa nada. Podría haber ocurrido en cualquier sitio.