Linda esbozó otra de sus esquivas sonrisas y se dirigió hacia la puerta.
– Hasta mañana, entonces, Axel. Adiós.
Fueron a casa cogidos de la mano. Cuando a Axel se le pasó el enfado por tener que caminar en vez de ir en coche como de costumbre, pareció disfrutar del paseo. Un respiro momentáneo.
Sólo hablaba él. Por su parte, ella guardaba silencio y contestaba con monosílabos cuando era necesario.
– Y cuando Ellinor nos quitó el balón nos enfadamos y Simon le dio en la pierna con el palo de hockey pero Linda dijo que eso no se podía hacer y ya no pudimos jugar más.
Axel le dio un puntapié a un guijarro.
– Linda es muy buena.
– Sí.
– ¿A ti también te gusta mucho Linda?
– Claro que sí.
– Qué bien, porque a papá también.
Sí. Cuando no lleva mujeres a casa para tirárselas en la ducha.
– Pues claro que sí.
Axel le dio un nuevo puntapié al guijarro, que fue más lejos esta vez.
– Le gusta mucho porque una vez que fuimos a un café con ella le dio un beso cuando pensaban que no les veía.
La realidad quedó congelada y sólo veía una luz blanca.
– ¿Qué pasa, mamá? ¿No seguimos?
De repente veía el mundo bocabajo.
El descubrimiento extinguió en un segundo su capacidad de confiar, creer y fiarse de los demás.
¡Linda!
Era Linda.
Todas sus antiguas creencias y fuentes de sosiego demostraban ser de pronto sólo falacias, nuevas traiciones.
La mujer que hacía un momento había estado besando la cabeza de su hijo con cariño protector, esa que hacía un instante le consolaba y conjuraba el peligro, era la persona que intentaba destruir su familia. Semejante a una ameba se había infiltrado solapadamente en sus vidas ocultando sus falsos propósitos bajo un manto de atenciones.
De golpe la seguridad de su vida ordinaria se había convertido en una trampa. ¿Dónde agarrarse? Necesitaba algo de cuya autenticidad pudiera fiarse.
¿Cuándo había empezado todo? ¿Lo sabía alguien más? Tal vez los padres de los otros niños. Pobre mamá repudiada que estaba en las nubes y no se enteraba de que su marido tenía un lío con la maestra de párvulos de su hijo.
La humillación clavada como una cuchilla en la yugular.
– Vamos, mamá.
Miró a su alrededor, sin saber dónde se hallaba. El sonido de un automóvil aproximándose y disminuyendo la marcha. La mamá de Jakob bajó la ventanilla.
– Hola, ¿vais a casa? Si queréis, os llevo.
¿Sabía algo? ¿Era una de las que lo sabían y se compadecían de ella a sus espaldas?
– No.
– Anda, mamá, ¿por qué no?
– Iremos andando.
Eva cruzó una mirada rápida con la otra mujer, tomó a Axel de la mano y se lo llevó a rastras. La mamá de Jakob los alcanzó.
– Oye, por cierto, los del APA tenemos que reunimos pronto para planear el campamento prehistórico de los grupos de párvulos. ¿Tienes tiempo esta semana?
Imposible responder, no disponía de palabras. Aceleró el paso. El atajo a su jardín por el bosquecillo vecinal a sólo cinco metros. Sin contestar se metió en el sendero y envió a Axel por delante. A sus espaldas oyó el motor del coche vacilando en punto muerto y, luego, alejarse.
Linda. ¿Cuántos años debía de tener? ¿Veintisiete, veintiocho? Sin hijos, seguro. Y encima, sin la más mínima experiencia de lo que significaba ser responsable de una vida, se atrevía a seducir al padre de uno de sus alumnos.
Contempló a la personita que tenía delante. Alegres bombachos de lona roja que se inflaban como globos alrededor de sus piernas. Al divisar su hogar el niño echó a correr
Ella se detuvo.
Axel atajó por el seto de lilas y desapareció por la puerta principal. Su hijo en la misma casa que el traidor. El cobarde cabrón que ni siquiera tenía valor para afrontar su engaño.
Lo que había hecho era imperdonable. Nunca jamás se lo perdonaría.
Nunca.
Jamás.
Capítulo 11
Por primera vez en dos años y cinco meses no iba a pasar la noche en el hospital. Seguía enojado por la traición de Anna y estaba decidido a darle una lección. Que pasara la noche ahí sola preguntándose dónde se había metido. Mañana le explicaría que había salido de copas a pasárselo bien. Entonces se arrepentiría, se daría cuenta de que podría perderle. Si no iba con cuidado, a lo mejor él acababa haciendo lo que le pedían. Tirar la toalla y continuar con su vida. Entonces ya podría ir pudriéndose en aquella cama, sola, sin nadie que la cuidara.
La monstruosa psicóloga había logrado convencerle de que accediera a una entrevista más. No había otra manera de librarse de ella y en ese momento lo consideró necesario. Anna no había dado muestras de arrepentimiento por su traición y la compulsión había ido ganando terreno hasta ponerle frenético. Sin embargo, al final había conseguido hacerla comprender y la compulsión remitió de nuevo.
Hizo a pie todo el camino hasta el centro. Primero llevó el coche hasta su casa y lo aparcó en la calle y luego, sin subir a su apartamento, comenzó el paseo. Siguió el sendero que bordea la ensenada de Årstaviken para después atravesar el viejo puente de Skanstull hasta la isla de Södermalm. Cuando hubo llegado a la larga cuesta de la calle Götgatan pasó un pub tras otro, pero un único vistazo por los enormes ventanales bastó para incitarle a seguir su camino. Multitudes. A pesar de ser un jueves laborable, todos los locales estaban abarrotados y le falló el valor. Todavía no estaba preparado para entrar en ningún sitio. Más tarde pensaría que había sido natural que siguiera su camino. Que pasara de largo todos los pubs de Södermalm y cruzara por el puente de Slussen hasta el barrio viejo, la isla de Gamla Stan, como si su paseo hubiese estado decidido de antemano.
Cruzaba la plaza medieval de Järntorget en dirección a la calle Österlånggatan cuando la divisó.
Un ventanal con toldo rojo.
Sentada en el taburete de un bar, sola y con la mirada perdida a través del cristal, hacía girar un vaso casi vacío de cerveza. Él se paró en seco. Permaneció completamente inmóvil contemplándola.
El parecido era notable.
Los elevados pómulos, los labios. ¿Cómo era posible que alguien se pareciera tanto? Los ojos que no veía desde hacía tanto tiempo. Las manos que nunca le acariciaban.
Tan bella. Tan bella y tan viva. Tan como antes.
Percibió los latidos sordos y contundentes de su corazón.
De repente ella se levantó y se internó en el fondo del local. A él se le hizo insufrible perderla de vista. Recorrió a toda prisa los últimos metros de la plaza y, sin dudarlo, abrió la puerta y entró. Estaba de pie junto a la barra. De su temor no quedaba ni rastro, tenía la firme determinación de acercarse a ella, de oír su voz, de hablarle.
La barra del bar giraba en un ángulo de noventa grados y él se colocó de forma que pudiera contemplar su cara. Lo cual casi le cortó la respiración. Una especie de aura la envolvía. Sus anhelos perdidos, su belleza, todo lo que valía la pena en este mundo concentrado en el ser rebosante de vida que tenía ante sus ojos.
De pronto ella giró la cabeza y le miró. Él ya no respiraba. Nada podría jamás inducirle a soltar la mirada de aquellos ojos. Ella se dirigió al camarero que atendía la barra.
– Una sidra de pera, por favor.
El camarero bajó un vaso del escurreplatos que tenía encima de su cabeza y le sirvió. No había anillo en la mano izquierda.
– Cuarenta y ocho coronas, por favor.
Ella hizo un gesto en dirección a su bolso y él no tuvo ni que pensárselo. Dejó que las palabras brotaran por sí solas.
– ¿Dejas que te invite?
Ella le regaló sus ojos de nuevo. Pero vacilaba y tuvo que esperar con el alma en vilo su sentencia. Si decía que no, él moriría.