Dios mío, seguro que le llevaba más de diez años. Un corderito. Ni que pintado para ir practicando. Aunque por un momento le había hecho olvidar que quien tenía el control era ella. El evidente interés que él había mostrado por su persona la había hecho dudar cuando, en realidad, era justamente eso lo que se había propuesto conseguir aquella noche. Tenía al chico a sus pies ofreciéndole todo lo que había venido a buscar. De pronto lo observó con ojos nuevos. Él la deseaba a pesar de ser, como mínimo, diez años más joven que ella. ¿Cabía mejor prueba posible?
Ella le dedicó otra sonrisa.
– Me llamo Linda.
Ella misma se asombró de su mentira. Y de lo fácil que había sido decirla. En realidad no era ni siquiera una mentira. Porque no era Eva la capaz quien se hallaba apoyada en aquella barra, era otra. Alguien que había aparcado sus creencias y que, sin el menor remordimiento, estaba decidida a conseguir sus objetivos y tomar lo que quisiera aunque lo que quisiera perteneciera a otra persona.
Era una Linda.
– Hola Linda. ¿Te apetece otra sidra?
Para su sorpresa, comprobó que su vaso estaba vacío. Al instante se percató de su embriaguez. De pronto todo le pareció muy difuso, lo único de peso era el instante actual. Un instante de reposo en el que nada importaba demasiado. Nada que ganar, nada que perder. La noche era suya.
– Claro. ¿Por qué no?
Él se mostró alegre y llamó al camarero.
– ¿Nos pones otra?
A ella le sirvieron otra sidra y luego se sentaron cada uno en un taburete, él con las rodillas hacia ella y ella con los brazos apoyados en la barra. El camarero cambió la cinta y dio algunos pasos de baile cuando por los altavoces comenzó a sonar la introducción de un viejo éxito de Earth, Wind and Fire. No recordó cómo se titulaba la canción. Sólo que solían ponerla en todas las fiestas del colegio.
Guardaron silencio un rato. Ella no estaba segura de si iba a quedarse, pero por lo menos pensaba darle al chico una oportunidad. Qué más daba él que cualquier otro. Tomó un trago de sidra y echó una ojeada por el local. Más clientes. Un grupo de ingleses maduros atravesó la puerta. En el espejo, tras la barra, vislumbró el rostro del chico llamado Jonas de entre las botellas: todavía la observaba.
– ¿Permites que te diga un cumplido?
Ella giró la cabeza y sus ojos se cruzaron. La intensa mirada de él la incitaba a quedarse y disfrutar de una admiración sin disimulos.
– Claro, adelante.
– Quizá suene tonto pero lo voy a decir de todos modos.
De pronto el chico pareció avergonzarse y durante un segundo apartó los ojos para después mirarla de frente otra vez.
– ¿Sabes que eres la única persona de este sitio que parece viva de verdad?
Ella se echó a reír y bebió otro trago.
– Toma ya. Eso sí que no lo había oído nunca antes.
Ahora se mostraba serio. Mirándola inmóvil y taciturno.
Ella hizo un gesto amplio con la mano en un intento de transformar en guasa su seriedad.
– Pues a mí me parece que están bastante vivos todos. Al menos se mueven.
Un asomo de irritación. Una arruga entre sus cejas oscuras.
– Búrlate si quieres pero yo lo digo en serio. Lo dije como un cumplido. Hay algo triste en tus ojos, pero se nota que tienes un corazón que sabe lo que es amar de verdad.
Sus palabras abrieron una brecha en la bendita calma.
Un corazón que sabe lo que es amar de verdad. ¡Ja!
Su corazón era negro como un sótano sin ventanas. Ningún amor sería capaz de sobrevivir allí dentro en el futuro. Pero en aquellos momentos ella se hallaba en un bar del barrio viejo y sólo contaban ella y este Jonas que hablaba como un poeta barato y tenía diez años menos que ella pero que la miraba con un deseo que no recordaba haber experimentado nunca antes. Súbitamente sintió ganas de que la tocara, de perder el control y dar rienda suelta al deseo que veía en sus ojos. De demostrar que era irresistible. Digna de ser amada.
Su embriaguez le dio la audacia necesaria.
Se volvió hacia él y antes de colocar su mano encima de la de él sobre la barra, buscó sus ojos.
– ¿Está muy lejos tu casa?
Capítulo 13
Yacía tumbado completamente inmóvil, incapaz de moverse, como partido en dos mitades. Una mitad colmada por un contento y una expectación que jamás se hubiera creído capaz de sentir. Todo lo que siempre había soñado.
Hasta hacía diez horas ignoraba su mera existencia, y ahora, durante el poco tiempo que la había conocido, había obtenido de ella todo cuanto jamás anhelara. Trémula, se había entregado a él, ofrecido sus partes más delicadas. Su confianza había abierto sus sentidos de par en par, todo era ternura, la soledad se resquebrajó con una explosión.
Y qué decir de la calma que ella traía consigo. Las manos que por derecho propio recorrían su piel le envolvían en una membrana protectora, purificándolo, liberándolo. El profundo anhelo que durante años había lastimado su alma acababa de reventar de sus entrañas para meterse dentro de ella. Ya no existía el vacío.
Pero luego la desoladora conciencia de no tener derecho a tales sentimientos.
La otra mitad albergaba su culpa.
Quedaba demostrado. Como descendiente en primer grado de su padre se había convertido en un traidor infiel. Había dejado a Anna sola mientras él se entregaba a otra mujer. Liberado el deseo que durante tanto tiempo había guardado para ella. Que debería haberle ofrecido a ella.
Él no era mejor que su padre. Cuando se despertó, ella se había marchado. Sólo un cabello castaño sobre la almohada demostraba que realmente había estado allí. Ese cabello y el saciado anhelo de su piel.
No se habían dicho ni una palabra. Sus manos y sus cuerpos se habían explicado todo cuanto necesitaban saber.
Se incorporó en la cama y se dio cuenta de que hacía frío en la habitación. No había pensado en poner en marcha la calefacción cuando llegaron a casa. ¿Y si ella había tenido frío? Giró el regulador hasta el máximo en el dormitorio y en la cocina y entró en el cuarto de baño. Encontró la luz encendida y la toalla de rayas azules tirada en el suelo. Sintió un ligero pinchazo de disgusto que, sin embargo, no le afectó. Las caricias de ella le envolvían aún como un escudo protector, como una coraza impenetrable, se había vuelto inmune.
Colgó la toalla y abrió el grifo de la bañera, esperó a que estuviera medio llena y se metió dentro. El agua caliente le recordó las manos de ella y sintió el deseo despertar de nuevo. Después de tantos años de negarle cualquier concesión a su apetito, ahora no podía reprimir el instinto, aunque ella acabara de irse. ¿Qué había conseguido despertar en él?
Se sentó en el agua y se recostó. El recuerdo de su desnudez sería un regalo eterno. La veía ante sí. El modo en que ella había cerrado los ojos entregándose al placer que él había sido capaz de darle.
Sus manos. Sus labios. Su sabor. La piel de ella contra la suya, entrelazados, sin principio ni fin.
¿Cómo habría podido resistirse? Ella era todo cuanto él siempre había soñado. Una mujer completamente viva que le deseaba, que quería tocarle, amarle. Que le había hecho sentir un placer que no había creído posible. ¿Qué dios perverso había podido exigirle que la rechazara?
Se levantó, salió de la bañera y se secó con la toalla de rayas azules. Con la que ella debía de haberse secado hacía muy poco. De pronto tuvo ganas de llorar ¿Cómo iba a poder tocar a Anna ahora que sus manos estaban colmadas hasta los bordes del tacto de otra mujer?
De Linda.
Apenas osaba pensar en su nombre. Anna descubriría lo que había pasado. Presentiría su infidelidad, que había sido incapaz de mantener su promesa.