– ¡Jonas!
Se detuvo en medio de un paso. Era su padre quien le había llamado.
– ¿Sí?
– Ven aquí.
Tragó saliva.
– Sólo voy a lavarme.
– ¡No me vengas con monsergas y ven aquí te digo!
Estaba borracho. Y enfadado. Como casi siempre que había bebido, aunque sólo solía beber los fines de semana. Entonces había que ir con cuidado, uno nunca sabía en qué momento explotaría. O por qué.
La compulsión se echó atrás. El temor por lo que le aguardaba allá en la cocina tomó la delantera. Se sacó la chaqueta y la dejó en una silla. Todo estaba en silencio otra vez. Despacio, fue hacia la cocina.
Ella estaba sentada junto a la mesa.
Él se apoyaba contra el fregadero con un vaso en la mano. Curioso que el agua y el alcohol se parezcan tanto.
Sobre la mesa de la cocina había una camisa blanca.
Ella se volvió hacia él cuando entró en la cocina y la expresión que vio en el rostro de su madre le aterrorizó. Hubiera querido correr hacia ella y abrazarla, consolarla, protegerla. Reposar su cabeza en su regazo como hacía cuando era pequeño y que ella le pasara la mano por el pelo diciéndole que todo se arreglaría. Tantas veces que ellos se habían consolado mutuamente, íntimamente unidos contra la imprevisible ira paterna de los fines de semana.
Miró a su padre. Tenía aquella mirada que se le ponía cuando había bebido. Cuando sabías que era alguien a quien no conocías.
Él tomó un trago.
– Aquí tu madre ha encontrado una camisa manchada de carmín. Por eso pone esa cara tan larga.
Ella sabía la verdad. En medio de su inquietud por la reacción de ella, la frase le llenó de alivio. Por fin su padre se había visto obligado a confesar. Por su parte, le habían liberado de la responsabilidad de tener que protegerla, estaba libre de todos los eufemismos y mentiras que se habían interpuesto entre él y ella. Por fin, volvería a ser suyo, completamente, podría estar de su parte. Como siempre había estado en el fondo.
Con un golpe, el padre dejó el vaso en la encimera y se dirigió a la figura vuelta de espaldas sentada junto a la mesa.
– Entonces, según tú, ¿qué debo hacer? ¡Tú nunca tienes ganas! Todo el día en casa hecha una piltrafa y quejándote de que el dinero no alcanza, que nunca podemos ir de vacaciones ni permitirnos nada. ¡Pues sal tú a trabajar si no te está bien!
Jonas volvió a mirar a su madre y esta vez tuvo valor para acercarse. Puso su mano sobre su hombro y ella la tomó en la suya.
Entonces miró a su padre. ¡Desgraciado! Ya no te necesitamos. Nunca lo hemos hecho.
Fue capaz de apreciar el cambio en aquellos ojos que le miraban desde la cara de su padre pero que eran los de un forastero. A continuación el vaso cruzó el aire y fue a estrellarse contra los azulejos de encima de la cocina.
– Y tú, maldito hipócrita. Consolándola como si no hubieses sabido nada.
Pasaron unos segundos, luego su mamá le soltó la mano.
– Si supieras cómo se ha esforzado para que no lo averiguaras. Miente como un bellaco, no entiendo de dónde ha sacado tanto talento. Supongo que de ti, tú y tu parentela siempre os habéis dedicado a decir mentiras.
Su padre continuó, inexorable.
– ¿No se lo vas a contar? Cuéntale lo popular que soy. Cómo todas las mujeres, menos precisamente esa de ahí, hacen cualquier cosa para que yo me las tire. La del carmín hasta la conoces. Tú mismo lo viste.
Dos semanas antes. Le habían permitido acompañar al padre en un viaje a Söderhamn. Se le había ofrecido la oportunidad de ganar un dinero extra si ayudaba con el trabajo de limpieza en una obra en la que su padre había instalado las cañerías. Se había sentido alegre al partir, alegre de que fueran a pasar dos días juntos, acaso tuviera oportunidad de hablar con él acerca de cómo se sentía, de que no quería seguir mintiendo. Todo el día esperó una ocasión que nunca se presentó, diciéndose que esa noche, cuando cenaran en el hotel, buscaría el momento. La mujer estaba ya en el comedor cuando bajaron y antes siquiera de que les trajeran la comida, su padre ya la había invitado a que compartiera la mesa con ellos. Pidieron una cerveza tras otra. Jonas callado y lleno de vergüenza por el comportamiento cada vez más grotesco de su padre. Al cabo de una hora aproximadamente, el padre le dio un par de billetes de cien coronas y le dijo que se fuera a dar una vuelta por la ciudad. No se atrevió a volver hasta las tres de la madrugada, quería dormir, estaba muerto de sueño tras la jornada laboral y al día siguiente debían levantarse a las seis y media y acabar el trabajo. La mujer todavía estaba en la habitación. Las ropas de ambos tiradas por el suelo, el grueso muslo derecho de ella sobresaliendo por debajo de la manta, ninguno de los dos notó siquiera su presencia. Pasó el resto de la noche en el sofá de la recepción; pero algo en él había rebasado el límite. A la mañana siguiente ya no pudo controlar su reprimida furia. Por primera vez se atrevió a contradecirle, y su padre, con resaca y en calzoncillos, sentado en el borde de la desordenada cama de matrimonio, intentó disculparse. Sin embargo, Jonas se mostró implacable. Esta vez le iba a delatar. No mentiría más. Al comprender la determinación en su amenaza, el padre escondió la cara tras las manos, se desmoronó y entre sollozos, con la barriga colgando por el borde del manchado calzoncillo, le suplicó que no lo hiciera.
Y Jonas, una vez más, se volvió cómplice forzoso de su traición.
Su madre giró la cabeza y le miró. No pronunció ni una palabra pero la pregunta era evidente en sus cristalinos ojos. Él bajó la vista, incapaz de mirarla. Se acuclilló al lado de la madre, con la cabeza gacha, el rostro muy cerca del muslo derecho de ella. Le rogó a Dios que ella le tocara. Que con un solo gesto mostrara que le perdonaba. Que comprendiera que su intención nunca había sido hacerle daño. Que todo lo había hecho por ella.
– Perdón.
Pasaron algunos segundos, quizá más tiempo.
Entonces ella empujó la silla hacia atrás y se levantó. Sin mirar a ninguno de los dos abandonó la cocina.
Y en algún lugar de sí mismo, en ese mismo instante él supo que nunca jamás volvería.
Aparcó el automóvil frente a la entrada principal del hospital a pesar de que estaba prohibido estacionar allí. Si alguien le ponía una multa, peor para ellos.
El ascensor que llevaba a la planta donde estaba Anna iba más despacio que nunca. En cada piso subía o bajaba alguien y el estrés le llenó la boca de un gusto a plomo.
El pasillo estaba vacío. Corrió hasta la puerta de Anna y al colocar la mano sobre el pomo de la puerta, oyó:
– ¡Jonas, espera!
Se volvió en dirección a la voz. Una enfermera que sólo había visto alguna vez venía corriendo hacia él.
– El doctor Sahlstedt está a punto de llegar. Creo que es mejor que le esperes antes de entrar.
Y una mierda. Nada en el mundo le impediría entrar; ahora mismo, en este preciso instante pensaba entrar.
Tiró del pomo.
Desde la puerta no se veía la cama pero lo que vislumbró fue suficiente.
Una repentina inercia le impidió traspasar el umbral. Un instante de pasividad, sin nada que pensar, que hacer, sentir.
Una pausa antes de que todo fuera inteligible.
El profundo deseo de cerrar la puerta, de no haber visto que la habitación estaba iluminada por una vela cuya luz flameaba contra la pared a causa de la corriente de aire creada al abrir él la puerta.
Una mano sobre su hombro le cortó la retirada y le trajo de nuevo al futuro. Se dio la vuelta y miró la cara entristecida del doctor Sahlstedt. El indeseado contacto físico de aquella mano le empujó adelante y entonces la vio. La habitación limpia y prácticamente vacía. Únicamente quedaba la cama donde yacía Anna entre sábanas blancas. Retirados estaban los tubos y las sondas y trasladados todos los aparatos a habitaciones de pacientes que los necesitaban.