El doctor Sahlstedt se aproximó a ella.
– Sufrió una embolia hacia las cuatro de la madrugada.
Las cuatro.
A esa hora él dormía con los labios pegados a la piel de Linda.
– No pudimos hacer nada.
Él, desnudo en la cama, despilfarrando con otra el deseo que Anna y él habían estado atesorando.
Se sentó en el borde de la cama pero fue incapaz de tocarla. Sus propias manos eran la prueba irrefutable.
– Tal vez quieras estar solo un rato.
No contestó, pero aun así oyó los pasos del doctor Sahlstedt en el suelo y el golpe de la puerta al cerrarse.
Las manos cruzadas sobre el pecho. La agarrotada mano izquierda que, como una zarpa, intentaba sujetar la derecha. En el cuello, una compresa blanca sobre el orificio que había dejado el tubo del respirador.
Únicamente la había dejado sola una noche y ella no había dudado en aprovecharla. Probablemente lo presintió. De algún modo debió comprender que él estaba con otra mujer y aquél era su castigo. Durante dos años y cinco meses había estado ahí postrada esperando, aguardando el momento adecuado en que su venganza pudiera caer sobre él con mayor contundencia. Ella le había abandonado, de una vez por todas, y había elegido el momento a conciencia.
Nunca sería perdonado. Su castigo era que nunca le perdonaría. Viviría el resto de su vida sabiendo que ella jamás le perdonó por lo que había hecho.
Se levantó y contempló el cuerpo tendido en la cama. Cuánto tiempo había invertido en ganar su amor. Y lo único que había obtenido a cambio era su traición.
Juraría que veía una sonrisa en sus labios. Mírala, tendida ahí creyendo que había ganado, que había logrado vengarse. Como si todo lo que él había hecho por ella no fuera suficiente para redimirle de la culpa.
– No te necesito. ¿Lo oyes, maldita puta? He conocido a una mujer de verdad, una mujer que me quiere por lo que soy y no como tú… tú que… que sólo sabes jugar con los sentimientos, que juegas al amor como un pasatiempo mientras esperas algo mejor.
La rabia le zumbaba en las sienes y él escupía las palabras al hablar. Tenía que hacerla reaccionar, hacerle comprender que ya no tenía poder sobre él, que su plan no había tenido éxito.
La puerta se abrió a sus espaldas y se dio la vuelta. El doctor Sahlstedt regresaba acompañado de aquella monstruosa psicóloga. Ambos se detuvieron en seco en el umbral, aguardando, expectantes.
– ¿Cómo te sientes?
Era la mujer de los ojos penetrantes quien le hablaba. Llevaba puesto el mismo jersey rojo y el mismo ridículo collar de plástico del día anterior. Los tres rotuladores de neón en el bolsillo de la chaqueta le dejaron completamente indiferente.
Él le sonrió.
– ¿Sabe una cosa? Ese collar que lleva debe de ser el más feo que he visto en mi puta vida.
El doctor Sahlstedt le miraba atónito. Pero Yvonne Palmgren no era de las que se perturbaban fácilmente. Dio un par de pasos hasta los pies de la cama.
– Te acompaño en el sentimiento.
Él volvió a sonreír.
– ¿De veras?
Se volvió hada la mesilla de noche y apagó la vela de un soplo.
– Ya le dije que tiene un hermano perdido en Australia, dígaselo a él, a mí no se me ha muerto nadie.
El doctor Sahlstedt se acercó a él y colocó de nuevo la indeseada mano sobre su hombro.
– Jonas. Comprendemos que esto es un golpe inesperado pero…
Él retrocedió un paso para librarse de la mano.
– Hagan lo que quieran con su cuerpo. Ella ya no tiene nada que ver conmigo.
Los otros dos presentes intercambiaron una rápida mirada.
– Jonas, tenemos que…
– Yo no tengo que hacer nada. Querían que la soltara y siguiera adelante. Pues ya está.
Sin mirar hacia el cuerpo tendido en la cama extendió el brazo en su dirección.
– Hagan lo que les salga de las narices.
Se dirigió hacia la puerta. Tenía la sensación de flotar. Como si los pies no tocaran realmente la moqueta de plástico.
– ¡Jonas, espera un momento!
No podían detenerle. Nada podría detenerle. Se marcharía de allí para no volver nunca más. Iba a borrar de su mente todos los minutos, horas, días que había despilfarrado en su atroz espera.
Allí fuera le aguardaba la vida.
Lo único que había conseguido con su refinada venganza era devolverle la libertad. Estaban en paz. Ojo por ojo, diente por diente. Una traición compensaba la otra. Estaba libre.
Ahora le pertenecía sólo a ella.
Lo único que tenía que hacer era irse a casa y esperar su llamada.
Capítulo 16
Tal vez hubiera dormido una hora aproximadamente cuando sonó el radiodespertador, no lo sabía. El alba la había pillado en un estado de duermevela, algo le impedía entregarse al sueño, debía estar en guardia. Dormir era quedarse indefensa.
Alargó el brazo y lo apagó, se levantó y se puso la bata. Al otro lado de la cama de matrimonio yacía él, inmóvil y con los ojos cerrados, y era difícil saber si dormía o no. El disgusto la despejó. Sus emociones viajaban hacia dentro, hacia las tinieblas. El cansancio no la afectaba. Nada la afectaba.
Se inclinó hacia delante y metió los brazos debajo del cuerpo dormido de Axel. Con mucho cuidado lo levantó, lo sacó en volandas de la habitación y cerró la puerta.
Se hundió en el sofá del cuarto de estar y contempló su carita dormida. Tan inocente, tan libre de culpa. Cerró los ojos y reprimió el dolor que su proximidad le causaba. El era su único punto vulnerable y no era momento de flaquear. De algún modo tenía que ponerse a resguardo de los sentimientos que él le despertaba. Aislarse. Si se permitía ceder, estaría perdida, sería una víctima; pobre mamá de Axel, esposa repudiada que ha perdido el control de su vida. Algún día su hijo comprendería que todo lo hacía por él. Que ella era la que tenía que empuñar las riendas y velar por él, a diferencia de lo que hacía su padre.
– Axel, hay que despertarse. Es hora de ir al cole.
Llegaron un poco tarde, exactamente como lo había planeado. Todos los niños estaban ya sentados en un corro en la sala de juegos esperando que se iniciara la asamblea y todos los padres se habían apresurado ya hacia sus respectivos trabajos. Axel colgó su chaqueta y en ese momento llegó Linda de la cocina con el frutero entre las manos.
– Hola, Axel.
– Hola.
Una rápida sonrisa para ella y luego los ojos hacia Axel de nuevo.
– Vamos, Axel. La asamblea está a punto de empezar.
Su interior sumido en una gran calma. El odio era casi placentero. Toda su energía enfocada y ella libre de culpa. Nada de todo esto debería estar pasando, ellos la obligaban. Curioso que unos pendientes ajenos olvidados en tu ducha aguzaran tanto loe sentidos.
Las palabras lanzadas como puntas de lanza.
– Oye, Linda, ¿tienes un momento? Hay una cosa de la que tenemos que hablar.
Percibió un atisbo de miedo en los ojos de la otra y disfrutó de su poder.
– Sí, claro.
– Tú, Axel, entra y siéntate entre tanto, luego te diré adiós desde la ventana.
Él obedeció. Tal vez percibiera su determinación. El niño se fue a la sala de juegos y ella volvió a dirigirse a Linda, la observó un momento, consciente de la inquietud que su silencio producía. Linda no movía ni un músculo. Pero el frutero que tenía entre las manos temblaba.
– Bueno, la cuestión es que, cuesta decirlo pero… quiero hacerlo de todos modos por el bien de Axel.
Calló de nuevo y sacó fuerzas de la ventaja que llevaba.