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La puerta exterior de la planta de párvulos a la que iba Axel estaba cerrada con llave. Dobló la esquina, pasó de largo el tobogán y ya a lo lejos divisó la puerta de la cocina, entreabierta gracias a una caja de refrescos de plástico azul. Tal vez Inés estuviera preparando la merienda para la tarde. Recorrió el último trecho hasta la puerta y aguzó el oído con la oreja en el resquicio. No se escuchaban otros sonidos que los de la radio y ésta parecía sonar para sí misma.

Suponiendo que se diera la improbable casualidad de que alguien la estuviera mirando desde alguna ventana, no podía quedarse allí dudando, tenía que actuar como si estar en la escuela de su hijo a las once y cinco de la mañana de un viernes fuera completamente normal. Por cierto, que no le preocupaba que alguien le preguntara el motivo. Inventarse una explicación razonable para su presencia allí era el menor de sus problemas.

Abrió la puerta y entró. La cocina estaba desierta y vacía. Sólo tres barras de pan envueltas en celofán y un cartón de Marlboro Light sobre la encimera de acero inoxidable del centro de la cocina empañaban el meticuloso orden. El sonido de la descarga de agua de un retrete reveló el paradero de Inés y ella se apresuró a salir al pasillo y a seguir hasta la oficina de Kerstin, la directora. No se veía ni un alma. Pasó de largo a toda prisa la sala del personal y el jardín de infancia de los más pequeños y se metió por la puerta abierta de par en par. Todo lo silenciosamente que pudo, la cerró tras de sí y echó el pestillo. Si alguien venía, la puerta cerrada le daría unos segundos de ventaja. La verdad era que su única intención era dejarle un mensaje a Kerstin, y eso era también lo único que le verían hacer si alguien, cosa improbable, venía a interrumpirla.

Prosiguió hacia el escritorio.

Experta en informática no se podía decir que fuera, pero poner en marcha uno de los ordenadores municipales debería de resultarle fácil. Dejó el portafolios en el suelo, pulsó el botón y se acomodó en la silla mientras esperaba a que el ordenador se pusiese en marcha. Justo en la pared de enfrente colgaba un tablero con las fotografías tomadas aquel otoño a los cuatro grupos. Unos sesenta niños junto con el personal que los cuidaba. Axel sentado en el suelo con las piernas cruzadas y, detrás de él, la serpiente que había atacado su nido. Se levantó, se inclinó hacia delante sobre el escritorio y observó a su rival. El pelo rubio suelto sobre los hombros. Y esa maldita sonrisa. Pronto dejaría de sonreír. Volvió a sentarse.

En la pantalla acababa de aparecer un recuadro que pedía el código de acceso y la contraseña. Escribió Linda Persson en la línea superior e hizo clic en el recuadro de la contraseña.

Normalmente, uno tenía tres intentos, al menos era así en el servidor de su empresa.

Henrik. Por favor, compruebe su contraseña. Axel. Error otra vez. Furcia. Por favor, comuníquese con el servicio técnico informático municipal.

Miró nuevamente el teclado. El número debería estar anotado por alguna parte para evitar la molestia de tener que buscarlo en el listado interno, aunque puede que se lo supieran de memoria. Descolgó y pulsó el cero.

– Centralita.

– Hola, soy Kerstin Evertsson, de la escuela infantil Kortbacken. No recuerdo el número del servicio técnico informático.

– Cuatro cero once. ¿Quiere que le pase?

– No, gracias.

Cortó. Ella misma haría una llamada interna para reducir al mínimo el riesgo de despertar sospechas. Descolgó y marcó el número.

– Servicio técnico informático.

– Hola, soy Linda Persson de la escuela infantil Kortbacken. Tenemos problemas con el ordenador y no podemos bajar nuestro correo electrónico. Pasa algo con las contraseñas.

– Vaya, qué curioso. ¿Cómo dices que te llamas?

– Linda Persson.

En el auricular se hizo un silencio que le pareció demasiado largo.

– ¿Puedo devolverte la llamada?

La pregunta la hizo vacilar. ¿Oiría Inés la señal desde la cocina?

– Claro, pero tengo un poco de prisa.

– No tardaré más que un minuto.

¿Qué elección tenía?

– De acuerdo.

Colgó el auricular, pero volvió a levantarlo y puso el dedo índice en la horquilla. Cuanto más corta fuera la señal que se oyera mejor.

Los segundos parecían arrastrarse lentamente.

Su repentino nerviosismo consumía más energía de la que podía gastar. ¿Por cuánto tiempo tendría fuerzas de aguantar sin dormir?

* * *

¿Era posible que hubiera tenido la mala suerte de que el hombre con el que había hablado conociera a Linda, que hubiera sabido por la voz que no era ella quien llamaba?

Entonces sonó la señal.

– Escuela infantil Kortbacken, Linda Persson.

– Hola, soy el técnico informático. Vamos a ver. He hecho un poco de limpieza por aquí, o sea que debería estar solucionado. Tendrás que introducir una nueva contraseña en el recuadro y confirmarla tres veces en los recuadros que se suceden a continuación. ¿De acuerdo?

– Fantástico. Gracias por la molestia.

– No es molestia alguna. Para eso estamos.

Ni que lo digas.

Colgó e intentó serenarse de nuevo.

La nueva contraseña de Linda. Eso no iba a ser nada difícil. Sonrió para sus adentros y tecleó la palabra en el recuadro y la confirmó tres veces según las instrucciones. Y ya estaba dentro.

Rápidamente hizo correr el ratón a lo largo de la bandeja de entrada pero no encontró ningún mensaje de Henrik. En la bandeja de mensajes enviados tampoco había ninguno dirigido a su dirección. O bien se intercambiaban sus malditas cartas manualmente o bien utilizaba otra dirección de correo electrónico cuando se dedicaba a seducir a los padres de sus alumnos. Acaso la furcia tenía miedo de perder el puesto.

¡Ja!

Hizo clic en «mensaje nuevo», abrió su portafolios y sacó el original y la lista de direcciones de los niños que iban al parvulario. Sólo tardó unos minutos en copiar la carta, a pesar de que le añadió algunas faltas de ortografía, y luego empezó a leer la lista de direcciones. El padre de Simon era bastante guapo, a él le iba a llegar una de las cartas. Y otra sería para el padre de Jakob, tal vez eso haría que su mujer se interesara menos en organizar reuniones para programar ese maldito campamento sobre la Edad de Piedra.

Hizo clic en «enviar» y los mensajes salieron.

Ay, Linda. Va a ser emocionante ver cómo explicas esto.

Apagó el ordenador, guardó nuevamente las cartas en el portafolios y se dispuso a levantarse. De repente, oyó pasos que se acercaban por el pasillo y se quedó sin aliento. A continuación alguien giró el pomo de la puerta. Miró a su alrededor. La habitación carecía de escondrijos. El tintineo de un llavero. Sin tiempo para pensar, se deslizó rápidamente de la silla al suelo y se agazapó bajo la mesa. Al instante la puerta se abrió y vio un par de pies calzados con sandalias anatómicas que caminaban hacia ella. Apretó los párpados con fuerza, como si el riesgo a ser descubierta fuera menor si cerraba los ojos. Al menos se ahorraría ver la expresión de Inés si la descubría metida debajo del escritorio. ¡Por favor, eso no!

Inés rebuscaba entre los papeles del escritorio. ¿Lo había recogido todo? ¿Y si se había dejado algo? ¿Y si Inés necesitaba tirar alguna cosa a la papelera contra la que ella se apretujaba? Evidentemente, no existía ninguna explicación razonable para la situación en que se encontraba. ¿Por qué se había escondido, si sólo iba a dejar un mensaje para Kerstin? Si Inés la veía, estaría perdida. Su venganza sería descubierta tan pronto como los mensajes fueran leídos por los destinatarios. ¡Dios bendito, qué había hecho! Un sonido inesperado le hizo abrir los ojos llena de espanto. Las piernas de Inés estaban a sólo unos decímetros de sus propios pies. Y luego otra vez ese ruido, más prolongado esta vez. Su cerebro se negaba a aclarar el significado de lo que oía, tal vez fuera sólo un efecto sonoro, una alarma mental, emitida un segundo antes de que el mundo supiera la miserable persona que era. Entonces las piernas que tenía delante se alejaron hacia la puerta y, al acto, su mente dejó entrar la información: lo que había oído era un timbre. Tan pronto como Inés se hubo marchado, salió del escondrijo y, con piernas temblorosas, echó un vistazo al escritorio para asegurarse de que no había olvidado ningún papel. Luego se dirigió rápidamente hacia la salida más próxima, la de la planta de Axel. Ya no podía mantener a raya el cansancio por más tiempo, era como hallarse en una burbuja de cristal, su mundo estaba aislado de lo que alguna vez había sido la realidad. El miedo le había consumido las últimas reservas de adrenalina, que era lo único que la mantenía en pie en aquellos momentos. Para poder aguantar tenía que concederse un pequeño descanso. ¿En el coche, quizá? Quizá sí, si conducía hasta algún lugar seguro donde estacionar, donde nadie pudiera dar con ella.