Que alguien, algún día, le dijera «te amo» poniendo el alma en cada sílaba y deseando que hubiera palabras aún mayores porque ni siquiera «te amo» sería suficiente.
Tomó aire y abrió los ojos. Confesarse todo aquello le había provocado taquicardia. Observó su rostro en la luna negra y se avergonzó de su debilidad. Era una mujer fuerte e independiente y esas cosas sólo eran chaladuras románticas.
Pero incluso así.
¿Sería posible que alguien la amara de ese modo?
Por obligación y por sentido del deber no se había permitido formular ese secreto anhelo ni siquiera ante sí misma; atada a promesas y compromisos, había recluido sus ansias en una inmunda mazmorra y había cerrado la puerta.
Por lealtad hacia Henrik.
Él era el hombre que había elegido para compartir su vida, el hombre junto a quien había vivido más cosas. En su lugar, ella habría sido incapaz de causarle tanto daño. Se había esforzado en llenarse los días con su trabajo y con sus amistades, unas amistades que pudieran darle lo que ella sabía que Henrik no podía darle.
Con tal de que la familia se mantuviese unida.
«Y ahora mírate, aquí, sola.»
Él había hallado todo lo que ella había soñado hallar.
Y él le mentía como si su amistad jamás hubiese existido, como si ella y su vida en común jamás hubiesen existido. Como si nunca hubiesen tenido ningún valor.
Se quedó ahí sentada un largo rato, mirándose fijamente los ojos hasta que el rostro alrededor de ellos se deformó y se transformó en el de una extraña.
De pronto, algo se movió fuera. Algo, muy cerca, se deslizó como una sombra bajo el reflejo de su imagen. El miedo la atravesó como una descarga eléctrica: alguien estaba en el porche mirándola. Enseguida apagó la luz, se levantó y se alejó de espaldas. La presión sobre el pecho. La noche era impenetrable, sólo distinguía las sombras difusas de las ramas de los árboles contra el cielo oscuro. Se quedó de pie con la espalda contra la pared sin atreverse a dar un paso. Comprendió que alguien había rodeado la casa a escondidas, había subido sigilosamente al porche y, al abrigo de la oscuridad, la había estado espiando, instalado a escasos centímetros, había mirado en el pozo de sus pensamientos más secretos.
De golpe añoró a Henrik. Deseó que volviera a casa.
Lentamente retrocedió hacia la cocina con la mirada fija en el rectángulo negro de la ventana. Entró en la cocina caminando de espaldas, se abalanzó sobre el teléfono de la encimera y pulsó la tecla de marcación rápida correspondiente al móvil de Henrik. Sonaron dos señales, tres, cuatro. Y luego un silencio: él había cortado.
Ni siquiera puso en marcha el contestador automático. Estaba sola. Dentro de la casa.
Y allí fuera, en el porche, muy cerca, entre la espesa negrura, alguien lo sabía.
Capítulo 23
No cabía duda de que vivía en una casa bonita, la mentirosa aquella. Una casa de, al menos, cien años de antigüedad, con revestimiento de madera pintada de amarillo, carpintería blanca y rodeada de nudosos árboles frutales que aguardaban la primavera con sus ramas peladas. En la rampa del garaje dos automóviles: un Saab 9-5 modelo familiar y un Golf blanco. Ambos modelos eran considerablemente más recientes que el viejo Mazda que conducía él. Así que era ahí dentro, en ese acomodado idilio suburbial, donde vivía ella, la mujer que había abusado de su cuerpo y engatusado su alma. Ella y el que vivía al cobijo de ese «nosotros».
Había dejado el coche estacionado a un par de manzanas de allí y había recorrido a pie el último trecho. Después de angustiarse durante toda la mañana ante la idea de salir del apartamento, cuando finalmente se atrevió a intentarlo, le había resultado asombrosamente fácil. Tal vez le hubiera ayudado la insólita sensación que le embargaba, la sensación de que se había cometido un agravio y de que él era la víctima, la necesidad de defenderse de un enemigo externo en lugar de defenderse del que él llevaba dentro.
Pasó por delante del buzón de la casa, un engendro metálico de color azul cobalto que requería llave para ser abierto y cuya mínima ranura obligaba a introducir las cartas con ambas manos. Era el tipo de buzón más odiado por los carteros y repartidores de periódicos. Y en él se leían los nombres, muy juntitos, de esos dos que compartían el hogar que tenía delante. Eva & Henrik Wirenström-Berg.
Eva y Henrik.En el lado izquierdo de la casa, el jardín se convertía en un pequeño bosque vecinal y sólo un seto bajo ejercía de valla divisoria. Miró a ambos lados y, al no ver ni rastro de vida humana, saltó el seto sin prisas y se introdujo entre los árboles. Se detuvo detrás del grueso tronco de un árbol, apoyó las manos contra la rugosa corteza y observó la parte trasera de la casa. Un porche, un césped, más árboles frutales, parterres y, en una esquina del jardín, una caseta pintada de amarillo. Todo muy pulcro y ordenado, sin duda un primoroso hogar. Con la mirada todavía puesta en la casa, apoyó la mejilla contra el árbol y notó la rugosidad de la corteza contra su piel hasta que sintió un escalofrío. Se preguntó si ella estaría allí dentro, tras los cristales. Y si él también estaría dentro, ese que se llamaba Henrik y que era digno de ser amado pero a quien ella había sido infiel.
Una puta, eso es lo que era.
Tal vez llevara una media hora de pie tras el árbol cuando se abrió la puerta del porche. Primero no distinguió quién era, pero, al acto, la tuvo de nuevo ante él. Su propia reacción le cogió totalmente desprevenido. La odiaba, pero tenerla en persona allí delante hizo que, de pronto, se despertara en él un deseo que nunca antes había imaginado que podría tener. Durante todos los años de vanos anhelos, todas las noches pasadas en el hospital junto al cuerpo mudo de Anna, nunca había sentido un deseo tan intenso como el que sentía por la mujer que veía allí delante. Sin embargo, la odiaba, ella le había engañado, le había usado. Aquellos sentimientos incompatibles se peleaban en su interior, le obligaban a aferrarse con mayor fuerza al tronco del árbol para no caerse.
Tan cerca ya y tan lejos.
Allá, en el porche, ella se sentó. En una mano sostenía un teléfono y en la otra un folio A4 blanco. Llevaba una rebeca de color azul cielo sobre los hombros.
Al principio, ella se quedó inmóvil con la mirada perdida en el césped. Después incorporó la espalda, miró el teléfono y marcó un número. Él no oía lo que decía: hasta su escondrijo sólo llegaban palabras sueltas.
La conversación duró quizás unos cinco minutos y, en cuanto colgó, miró el papel que había traído consigo y marcó un nuevo número.
La sensación de poder mirarla sin que ella supiera que él estaba ahí le excitaba. Ella se encontraba expuesta a sus ojos y estaba totalmente indefensa, estaba en sus manos por completo. Ella continuó marcando números de teléfono una y otra vez, y a él le hubiera gustado saber a quién llamaba y qué les decía. Tenía un aspecto muy serio cuando hablaba, no sonreía nunca. Se quitó la rebeca azul cielo y la dejó en el banco junto a ella. Distinguía el contorno de sus senos bajo el suéter, esos senos que ella le había permitido acariciar tan sólo hacía un par de días. Quería aquella rebeca que acababa de tocar su cuerpo, quería olería, deseaba ponérsela.
Sonó el teléfono que sostenía en la mano. Pulsó el botón y él oyó que ella contestaba diciendo su nombre. Ese nombre que no había querido que él supiera. Tenía que oír lo que decía. Sigilosamente e infinitamente despacio para que sus movimientos no atrajeran su mirada, avanzó entre los árboles hasta que llegó al último tronco, el que limitaba con el jardín. A un par de metros delante de él destacaba la caseta pintada de amarillo.