Ella bajó la vista hacia el suelo del porche.
Sin dudarlo, aprovechó la oportunidad y corrió el corto trecho que le separaba de la pared que le protegería, y se escondió rápidamente tras ella. Si guiñaba un ojo, podía verla a través de la hendidura entre la plancha de madera y el canal de desagüe; pero en cambio, su voz seguía siendo inaudible. Estaba demasiado lejos.
Ella hizo unas cuantas llamadas más y luego se levantó de repente y desapareció por la puerta del porche. La rebeca azul se quedó encima del banco.
Él se quedó un rato donde estaba, sin decidirse a nada. El sol había desaparecido tras las copas de los árboles del bosquecillo vecinal y, de repente, se dio cuenta de que tenía frío. Mientras la tuvo delante no había tenido ninguna sensación corporal. Se preguntó si eso tendría algo que ver con aquella aureola que la envolvía. Debía de haber algo en su figura que le protegía.
Corrió por el corto trecho de vuelta, entre los árboles, y después caminó sin darse prisa hasta que alcanzó la calle y la parte delantera de la casa. Allí se detuvo. Era al otro en quien quería poner los ojos. En ese que, obviamente, se llamaba Henrik y que iba bajo la denominación «nosotros» y a quien todavía no había visto. Volvió a pasar, despacio, por delante del buzón con sus nombres. Se dio cuenta de que no podía permanecer allí parado sin arriesgarse a llamar la atención, así que empezó a caminar en dirección a la calle donde había aparcado. Ahora el frío le había calado de veras, y cuando estuvo dentro del coche hizo girar el regulador de la calefacción hasta el máximo.
No le apetecía regresar a su apartamento, era como si un imán le atrajera hacia esa casa amarilla con las carpinterías blancas. Puso la primera y dejó que la gravedad se lo llevara, condujo a velocidad de tortuga el corto trecho que daba la vuelta a la manzana y se encontró de nuevo en el punto de partida. Allí dentro estaba ella. Y también él, ese que era digno.
Justo cuando pasaba por delante del buzón se abrió la puerta principal.
Y ahí estaba él.
Pisó el freno sin que el cerebro lo hubiera ordenado. El hombre que se encontraba delante de la puerta principal cerró con llave y miró en su dirección con curiosidad. Jonas giró la cabeza, le habría gustado ver más, mirar más detenidamente, pero no quería ser visto. Ahora no. Todavía no.
Cien metros más adelante había una explanada para dar la vuelta. Cuando, ya de regreso, pasó por delante de la casa, su aventajado rival maniobraba el Golf para salir marcha atrás de la rampa del garaje. Jonas desaceleró y le dejó pasar A contraluz, vio por el parabrisas que una mano hacía un gesto dándole las gracias. Jonas asintió con un movimiento de cabeza.
De nada. Además, también me he follado a tu mujer.
Le siguió a una distancia prudencial por las irregulares callejuelas de la zona residencial hasta la autovía que conducía a la ciudad. En el carril mantuvo una distancia de dos automóviles: nadie sabría que él estaba ahí, vigilando, controlando, dueño de la situación. Una gran calma le invadió. La compulsión quedaba muy lejos.
Después de cruzar el puente de Danvikstull doblaron por la primera a la izquierda siguiendo la orilla hacia la zona nueva del puerto de Norra Hammarbyhamnen, luego giraron por la primera a la derecha y, después, a la derecha de nuevo. Conocía aquella parte de la isla de Södermalm, había hecho una suplencia allí durante una semana cuando toda la ciudad guardaba cama con gripe. El automóvil que le precedía dobló a la derecha y subió por la calle de Duvnäsgatan y, por un momento, lo perdió de vista. Jonas desaceleró un momento al ver que el coche estacionaba en fila, pero continuó, pasó de largo, y luego aparcó y salió. A pie ya, dobló la esquina con Duvnäsgatan y justo entonces, se abrió la puerta del otro coche. Una mujer rubia de su misma edad, quizás un par de años mayor, salió de un portal a unos diez metros de distancia. Jonas se colocó la capucha y empezó a subir la cuesta cambiando de acera; luego se detuvo ante un escaparate a la altura del Golf y se quedó allí. Los veía por el reflejo de la luna del escaparate. Si lo hubiesen pinchado, no habría salido ni una gota de sangre. Las partes que veía ya no encajaban. Por un breve instante su ojo se desenfocó y de repente se encontró leyendo un rótulo al otro lado del cristaclass="underline" LOCAL PARA ALQUILAR. No había otra cosa donde fijar la mirada en todo el escaparate vacío. En cambio, la imagen reflejada tenía mucho que revelar. La mujer que acababa de salir del portal y el tal Henrik que acababa de abandonar su bello idilio suburbial se encontraban estrechamente abrazados al otro lado de la calle. De una pieza, y casi como agarrotados, se habían fundido el uno en el otro, sujetándose mutuamente, como si corrieran el riesgo de caerse si alguno de ellos se soltaba.
Permanecieron de aquel modo largo rato. Lo suficiente como para que él pudiera llamar la atención si continuaba parado delante del escaparate vacío, si es que eran capaces de ver cualquier cosa que se encontrara fuera de la campana de cristal en la que parecían estar metidos.
¿Qué clase de hombre era ése? Acababa de salir de su casa dejando allí sola a una mujer que era lo máximo a lo que un hombre podía aspirar. No obstante, ahora el tipo se abrazaba con otra en el interior de su coche.
Sin darse la vuelta, empezó a bajar por la cuesta en dirección al suyo. Se sentía desconcertado, sin entender qué era lo que acababa de presenciar, sin saber si todo era lo que aparentaba ser. Marido y mujer que saciaban sus lujuriosos apetitos en lugares distintos, en otras compañías que la mutua.
Qué asco.
Nunca jamás.
El día que él se casara, cuando alguien le amara de verdad por lo que él era, el día que alguien realmente le descubriera, él nunca miraría a otra mujer. Daría rienda suelta a toda la pasión que contenía en sus entrañas y convertiría a su mujer en una reina. La adoraría, haría todo lo que le pidiera, estaría a su disposición amándola a cada segundo. Nunca le fallaría. Su amor sería capaz de realizar milagros en el mismo momento en que alguien lo liberara. En el momento en que alguien quisiera tomarlo. ¿Por qué ninguna mujer veía su capacidad de amar, veía la fuerza natural que había en él? ¿Por qué nadie quería recibir todo cuanto él tenía para dar?
Anna lo había sabido. Y a pesar de eso, no lo había considerado digno.
Sus terribles ansias le invadieron de nuevo, el anhelo de encontrar una salida a su soledad. Y luego pensó en el tal Henrik, a quien acababa de ver en brazos de esa rubia, que tenía todo lo que un hombre podía desear y que, aun así, no se daba por satisfecho.
Y en Lind… Eva.
Eva.
¿Qué había pretendido de él al acompañarlo a su casa?
Por el rabillo del ojo vio pasar un automóvil por la luna lateral del coche, pero no fue hasta que hubo pasado de largo que cayó en la cuenta de que era el Golf. La rubia ocupaba el asiento del copiloto.
Giró la llave de arranque y, más por reflejo que por una decisión consciente, les siguió. Doblaron a la izquierda por la calle Renstierna y luego siguieron la avenida de Ringvägen hasta el cruce con Nynäsvägen, la carretera que iba a la ciudad portuaria de Nynäshamn. No se molestó en guardar la distancia prudencial, tenía todo el derecho de ir a donde quisiera.
Incluso podía conducir hasta una apartada y anodina pizzeria a medio camino de Nynäshamn si quería, y eso fue exactamente lo que hizo. Vio que el Golf se desviaba a cien metros delante de él y aparcaba en el reducido y vallado aparcamiento contiguo al local. No tenía aspecto de ser un sitio especialmente lujoso ni acogedor, supuso que la elección había recaído en aquel restaurante más bien por la conveniente distancia que le separaba del hogar de él, en Nacka. El adulterio exigía cierta cautela, eso lo sabía él mejor que nadie. Al verlos desaparecer por la puerta acristalada, su desprecio por ellos se desbocó. El brazo de él rodeando los hombros de ella, protector, atento. ¿Cómo podía una mujer ser tan estúpida para fiarse de un hombre que estaba a punto de engañar a otra mujer? Todo era tan incongruente.