Esperó un momento antes de abandonar el coche y, sin darse ninguna prisa, leyó detenidamente la carta plastificada que se encontraba junto a la entrada. Ellos estaban sentados el uno frente al otro en la esquina del fondo y un hombre de aspecto extranjero anotaba su pedido. El bullicio no era mucho ya que sólo estaban ocupadas otras dos mesas, una por tres muchachos adolescentes cuya edad dudosamente justificaba las jarras de cerveza que tenían delante, y la otra por una familia con niños que estudiaba la cuenta. Sin embargo, no tendría nada de extraño que él ocupara la mesa que se encontraba al lado de la de ellos. Recorrió la corta distancia hasta ella y, justo en el momento en que arrastraba la silla hacia atrás, vio por el rabillo del ojo que el tal Henrik, el marido infiel, devolvía la carta. Jonas tomó asiento y, al momento, se encontró con la misma carta entre las manos.
Las manos.
Las manos de ambos habían acariciado la misma mujer.
Las suyas propias con un amor sin reservas, las del otro con una alevosía sin atenuantes.
Y aun así, era ése, ese otro, quien tenía el derecho de llamarla suya.
Apartó la carta, no quería tocarla, e intentó recordar el nombre de alguna pizza del texto que había leído junto a la entrada.
Entonces el hombre de aspecto extranjero volvió a meterse en la cocina y los otros dos empezaron a hablar. Podía oír cada palabra de su conversación sin el más mínimo esfuerzo a pesar de que bajaban las voces. Y entonces, de repente, todo le pareció completamente evidente. La razón de todo lo que había pasado. De por qué había estado predestinado a distinguirla bajo el toldo rojo hacía dos noches, de por qué su camino y el de ella, precisamente, se habían cruzado.
Le había sido encomendada una misión.
Y él que había creído que era ella la enviada para salvarle a él. ¡Si era precisamente lo contrario! Su destino era salvarla a ella. Salvarla de los despiadados traidores que habían dictado su sentencia contra ella sobre una mediocre Quattro Stagioni. Ella, que ni siquiera estaba presente y que no podía hablar por sí misma.
No fue capaz de comerse la pizza que había pedido. La dejó tal cual en el plato y pidió la cuenta.
Las voces de los dos cómplices le resonaban en la cabeza durante el trayecto de vuelta a Nacka.
– ¿Cuándo piensas contarle cómo están las cosas? Yo ya no puedo seguir así.
– Lo sé. Pero hay que pensar en Axel también. Primero tengo que conseguir un piso para tener un sitio donde llevarlo los días que viva conmigo.
Y fue entonces cuando comprendió que, en medio de aquel mar de egocentrismo, había un hijo.
Un hijo.
Y ahí, en una pizzeria de mala muerte, escondido por temor a que alguien le viera, estaba su padre con una puta mascando pizza.
Había anochecido cuando se desvió por la calle al final de la cual tenía la certeza de que estaría ella. Se quedó de pie junto al coche contemplando, fascinado, el juego de luces de las torres metálicas de Nacka, a unos cien metros de distancia. La luz que barría el espacio y se ramificaba como avenidas rectas a través de la capa de nubes para desaparecer lentamente en la eternidad. Nada más notorio que el hecho de que ella viviera bajo un inmenso foco, sólo había que caminar hacia la luz.
Esta vez se metió directamente en el jardín, parándose delante de cada ventana y mirando cuidadosamente a través de los rectángulos oscuros mientras daba la vuelta a la casa. No vio rastro de ella en ninguna parte. Al girar por la esquina que daba a la parte trasera, vio el resplandor de una lámpara a través del ventanal situado junto a la puerta del porche. Se desvió por el césped para no aproximarse demasiado, no quería arriesgarse a que ella le viera. Aún no. No hasta que estuviera preparada.
Y por fin la volvió a ver. A la luz de una única lámpara, la vio recostada en un sillón arrimado al ventanal. Durante un segundo creyó que ella le miraba fijamente, pero enseguida comprendió que aquellos ojos miraban sin ver, fijos en la oscuridad en que estaba envuelto él. No pudo reprimirse y se acercó más. Paso a paso, infinitamente despacio, se aproximó al porche. Subió tres escalones más y se encontró cara a cara con ella. Cara a cara. Sólo una luna de cristal le impedía tocarla. Tenía un libro sin abrir encima de las rodillas y observó sus manos, que yacían enlazadas sobre él. Las mismas manos que le habían acariciado y que le habían devuelto la vida. Su único deseo era poder sentir esas manos sobre su piel una vez más. Tenía que aplacar su anhelo, darle a ella la oportunidad de comprender. Alzó la vista hasta el rostro de ella. Al principio le pareció totalmente inexpresivo, pero luego vio que de los ojos le caían unas lágrimas que le bajaban por las mejillas y que le dejaban un rastro blanco sobre la piel.
«Ay, amor mío, si tan sólo pudiera abrazarte. No tengas miedo, yo estoy aquí contigo, yo velaré por ti. Te demostraré mi amor Y cuando comprendas lo que estoy dispuesto a hacer para ganar el tuyo, entonces me amarás. Para siempre. Y yo nunca te abandonaré. Nunca.»
Sintió que, de repente, sus propios ojos se inundaban de lágrimas de gratitud. Ella y él, unidos por las lágrimas, a sólo un metro escaso de distancia el uno del otro.
Ni siquiera la idea de pasar una noche solo en su apartamento le daba miedo ya.
Se retiró con la seguridad que le infundía su certidumbre, dio la vuelta a la casa y volvió a su coche.
¿Quién sabía mejor que él lo que una traición podía suponer para una mujer, y lo que era necesario para salvarla?
Esta vez no iba a fracasar.
Le habían concedido una segunda oportunidad.
Capítulo 24
Cuando finalmente oyó la llave en la puerta, ella todavía no había pegado ojo. Se había dedicado a vagar a oscuras por delante de las ventanas de la casa con la vista fija en el jardín. Pero no había captado un solo movimiento, ni siquiera un sonido, únicamente las débiles sombras de los árboles cada vez que la luna despuntaba entre los nubarrones. Y el resplandor velado que barría la noche de las torres de Nacka.
Tan pronto le oyó llegar, se apresuró a meterse en el dormitorio y se acurrucó junto a Axel. Eran más de las cuatro.
Él no se dio ninguna prisa en el cuarto de baño. Pasó más de media hora hasta que le oyó subir la escalera y, un minuto después, acomodarse en el otro extremo de la cama de matrimonio. Sólo entonces ella se volvió y fingió que se despertaba.
– Hola.
– Hola.
Él se acostó de lado dándole la espalda.
– ¿Os habéis divertido?
– Mmm.
– ¿Y cómo está Micke?
– Pues bien supongo, buenas noches.
Ya el domingo por la mañana advirtió que él quería decirle algo. El inquieto deambular por la casa del día anterior continuó, sin embargo, y cada vez eran más frecuentes y largos los ratos en que se encontraba fuera del estudio y en que se aventuraba, incluso, hasta la misma habitación en que ella se encontraba. Pero ella no pensaba ayudarle a arrancar una conversación, disfrutaba viendo sus esfuerzos. Hasta que finalmente, en la mesa de la cocina, mientras almorzaban una tortilla rápida, él se armó de valor Con Axel, que estaba sentado en su silla adaptable a un extremo de la mesa, como escudo en caso de un eventual conflicto.
– He estado pensando en eso que dijiste sobre que tal vez haría bien en marcharme unos días.
Ella optó por permanecer callada. Cogió luego el cuchillo de Axel y le ayudó a amontonar los últimos restos de tortilla en un montón fácil de atacar.
– Saldré el lunes por la mañana, si te parece bien. Sólo por un par de días.
– Claro. ¿Dónde vas?