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La bolsa de viaje estaba en el suelo sin abrir. Del cuarto de baño le llegaban los sonidos de lo que ella hacía, el sonido de su mano al introducirse en el neceser de vez en cuando para buscar lo que necesitaba.

Un año.

«Amo a tu mujer, ella me ama a mí.»

La puerta del cuarto de baño se abrió y ella se quedó, expectante, en el umbral. Se dio cuenta de que llevaba puesta una bata de fina seda amarilla y que se había recogido el cabello de un modo que no había visto nunca antes.

Volvió al paisaje al otro lado del ojo de buey.

«Por él hemos intentado cortar varias veces pero no podemos vivir el uno sin el otro.»Por el rabillo del ojo vio que ella se dirigía a su maleta, abierta sobre la cama.

– ¿Ya has telefoneado pidiendo más toallas?

El tono era conciso e irritado.

Él giró la cabeza y la volvió a mirar.

– No.

No había sido una elección consciente. Claro que al entrar habían visto que necesitarían más toallas, pero la vieja costumbre le hizo esperar a que fuera suya la iniciativa. Que fuera ella quien telefoneara y lo solucionase.

Tal como solía ser.

Por primera vez se dio cuenta con indudable claridad de lo mucho que los años junto a Eva le habían marcado. De lo plácido que había sido esconderse bajo el ala de su eficiencia. Y en el acto comprendió el pánico que sentía al verse obligado a soltarse y dejar atrás sus viejos hábitos. ¿Quién sería él entonces, sin todo aquello?

– Pero ¿vas a hacerlo o no?

El tono hiriente de su voz le devolvió a la realidad.

– ¿El qué?

– Llamar a por más toallas. ¿O lo hago yo misma?

– No, ya lo haré yo si quieres.

Se apoyó en sus propios muslos para tomar impulso y ponerse de pie. Luego se dirigió al reducido escritorio y empezó a hojear uno de los folletos de la compañía naviera con apatía.

«Perfecta, en todos los sentidos. Bueno, tú ya me entiendes.»

Qué hijo de puta.

Volvió a dejar el folleto, sin estar ya muy seguro de lo que buscaba, y regresó al ojo de buey. Nicke y Nocke habían salido del panorama que el cristal fijo de la ventana otorgaba. Cerró los ojos en un intento de superar la urgente necesidad de salir al aire libre de la cubierta para comprobar si todavía se veían.

Cuando se dio la vuelta, ella había bajado la maleta al suelo y se encontraba sentada en la cama con la espalda contra la chapa de madera de la cabecera. Los pezones se le marcaban nítidamente bajo la fina bata de seda como evidencia de que se había quitado la ropa interior. Tenía el catálogo de productos libres de impuestos en la mano, pero saltaba a la vista que no lo estaba leyendo, que sólo lo utilizaba para reposar la mirada en él y subrayar así la decepción que su falta de entusiasmo y atención le producían.

Enseguida comprendió lo que se esperaba de él, y al mismo tiempo, el hecho de que eso era como si le pidieran la luna. El intenso deseo que unas horas atrás le había vuelto loco ahora se había evaporado, igual que se escapa el petróleo de un barril horadado: los restos del líquido todavía inflamable se encontraban formando un charco delante de las puertas automáticas de la terminal de la Viking Line.

¿Cómo demonios iba a arreglárselas para sobrevivir las veinticuatro horas encerrado con ella en alta mar? Por no hablar de la noche de hotel en el pintoresco valle de Nådendal que iba incluida en el precio de su crucero romántico. En cuanto abrieron la puerta del camarote ella, bromeando, ya le había mostrado dos paquetes nuevos de condones. Más claro, el agua.

Ella, tan convencida de que durante aquel viaje iban a tomar todas las decisiones importantes, hacer planes para el futuro, decidirse, finalmente.

Mientras él, por su parte, acababa de ser informado de que no sabía nada de nada. Ni siquiera sabía qué alternativas tenía para elegir.

Con un gesto brusco, ella apartó el catálogo de productos libres de impuestos y cruzó los brazos sobre el pecho en un gesto de rechazo.

– ¿Te encuentras mal?

El tono denotaba claramente que la pregunta no estaba formulada por consideración y afecto, sino como una acusación.

– Yo diría que no.

– ¿Diría?

Un nuevo mordisco, que no había perdido ni pizca de acidez.

– Entonces ¿qué pasa? Creía que íbamos a aprovechar para divertirnos un poco mientras estamos de viaje.

Se le desprendió un mechón de pelo, se lo colocó detrás de la oreja con gesto irritado y volvió a cruzar los brazos sobre el pecho. Sus movimientos desplazaron la seda y el canal de sus senos se hizo visible. Él constató que tampoco eso le sería de ayuda y, sin embargo, el no poder explicarle a ella lo que sentía le pareció insufrible. Con ella había compartido, hasta entonces, todos sus pensamientos. Ella había sido su refugio en medio del tedio. El broche de oro. La emoción y la aventura. Juntos habían recorrido las infinitas y secretas sendas de unas conversaciones que siempre les llevaban a nuevas e inexploradas carreteras secundarias. Ella siempre había conseguido que se sintiera bien, que sintiera que valía la pena. Y la risa, tan fácil de encontrar con ella, y su mano, que repentina e inesperadamente le tocaba donde menos lo esperaba, una mano que quería tocarle.

De una manera que Eva nunca quería.

Tantos instintos y apetitos antes extinguidos que ella había satisfecho cuando irrumpió en su vida. Como un hongo deshidratado, él absorbía toda la atención que ella le dedicaba.

¿Dónde y cuándo habían Eva y él empezado a olvidar? ¿Cuándo habían dejado de esforzarse, cuándo habían empezado a descuidar lo que compartían? Alguna vez Eva tuvo que ser todo aquello que ahora había creído encontrar en Linda. ¿O acaso no? ¿De verdad había sentido alguna vez lo mismo por ella? En ese caso, ¿cuándo rebasaron ese punto de inflexión que es el inicio del viaje de retorno? Tal vez no fuera tanto un retorno sino un viaje hacia la indiferencia mutua. Y en ese caso, ¿habían llegado ya al final? Pero entonces, ¿por qué le resultaba completamente inaceptable imaginarla con otro hombre? Sus propias actividades con Linda, ¿habían sido únicamente una vía de escape? Quizás habían sido una vía para escapar de la decepción que le causaba pensar que Eva quizá nunca le hubiese amado íntegra y verdaderamente, que nunca hubiese sentido horror ante la idea de perderle. Ella, simplemente, había continuado a su lado sólo por consideración y por un sentido del deber. La idea le resultaba insoportable. Desesperado, intentó invocar una ira tras la cual ponerse a salvo, pero lo único que halló fue el pánico de sentir que todo a su alrededor se desmoronaba y caía hecho pedazos. Miró a Linda y, de golpe, quiso que ella lo abrazara, que comprendiera el daño que esa traición le infligía, el miedo que lo atenazaba. Más que cualquier otra cosa, lo que necesitaba de ella ahora era su compasión.

Con un hondo suspiro volvió a hundirse en el sofá empotrado.

– Eva ha conocido a otro.

Los brazos de Linda, rígidamente cruzados hasta ahora sobre el pecho, cayeron sobre su regazo como si de repente hubiesen sido liberados de una dolorosa camisa de fuerza. La insatisfacción que expresaba su rostro se esfumó como por ensalmo.

– ¡Pero Henrik, si eso es perfecto, si lo resuelve todo!

Al principio no oía sus palabras, bueno, oírlas sí, pero que le matasen si tenía la más mínima idea de lo que podían significar

El rostro de ella irradiaba una sincera alegría. Como si acabara de abrir un paquete en el cual hubiera encontrado todo cuanto siempre había deseado pero que nunca se hubiese creído capaz de recibir.

– Entonces no necesitamos escondernos más. Si ella ya tiene a otro, todo el mundo contento.

– Pero, por lo visto, llevan juntos todo un año.

Era evidente que a ella eso le parecía demasiado bueno para ser verdad. Resumió la situación en un par de frases, radiante de felicidad:

– Eso es fantástico. Y tú que te has sentido tan culpable por Axel y por ser el responsable de desmembrar a la familia. ¿No comprendes lo que eso significa? Pues que es ella y no tú quien os ha llevado al divorcio. Ella te era infiel antes de que nosotros nos conociéramos.