Miró el documento que les entregó el agente inmobiliario cuando compraron la casa. Una fotografía a todo color de una alegre casa vista de frente. Una mancha oscura encima de la chimenea: Henrik que sin querer había derramado un poco de vino la tarde en que celebraron la compra en la terraza del Café de la Ópera, de camino a casa.
Ocho años antes.
Su padre le había pedido que llamara a un tasador oficial para tener la tasación lista, también que calculara cuánto necesitaría que ellos le prestaran. Por descontado que tendría todos los papeles listos para el día en que su marido, por fin, se atreviera a confesar su traición. En una hora estaría en posición de solicitar el dinero y de mandarle a la mierda.
De pronto le pareció escuchar el ruido de una llave en la puerta. Él no iba a regresar hasta el día siguiente, por lo que tenía que haberse equivocado. Cayó en la cuenta de que le había sucedido en varias ocasiones durante los últimos días, oír ruidos que no reconocía. Ayer por la noche, mientras se duchaba, habría jurado que había oído pasos en el piso de arriba. La puerta del porche estaba abierta y, por un breve instante, sintió miedo. Se abrochó el albornoz, subió las escaleras y registró todas las habitaciones, e incluso los armarios, para asegurarse de que no había nadie en la casa. Axel se había quedado a dormir en casa de sus abuelos, de modo que no podía atribuirle esos ruidos a él. Por primera vez había sentido lo que sería el futuro. Vivir sola. El temor a la oscuridad la haría zozobrar. Y qué decir de la otra noche, cuando estaba tan convencida de que alguien la observaba desde el porche a través del espejo negro del cristal. Tenía que dominar el miedo que intentaba atenazarla, tenía que mantenerse firme.
Entonces oyó el sonido de la puerta principal que se abría. Alguien entraba en el recibidor.
– ¿Quién es?
– Soy yo.
Henrik. ¿Por qué demonios volvía tan pronto?
Sólo podía haber una explicación. Había decidido contárselo y no había podido esperar un minuto más a aliviar su mala conciencia, Ahora se presentaba en casa con un día de antelación, sin darle tiempo a arreglarlo todo. El artículo sobre Linda lo había metido en el buzón de la madre de Simon el día anterior, a esas horas ya lo habría leído, pero todavía no había recibido ninguna llamada del parvulario. Ninguna llamada telefónica de urgencia para convocar una reunión de crisis. Y por su parte, ella tardaría dos días en obtener el dinero que pensaba tirarle a la cara.
¡Ojalá que no se lo anunciase aún!
Se levantó y fue hacía la escalera. Tenía que serenarse para actuar con normalidad, como la comprensiva esposa que era. Preguntarle cómo lo había pasado, si se encontraba bien, alegrarse de que hubiera venido a casa antes. No debía allanarle el terreno y facilitar que le contara lo que tenía en mente.
Lo descubrió mientras bajaba la escalera, a pesar de que él lo escondía tras la espalda, y todos sus propósitos se derrumbaron como un castillo de naipes. ¿Cómo podía tener tan mal gusto? Nunca jamás le había comprado flores y precisamente en aquella ocasión se le ocurría presentarse con un ramo de rosas, cuando estaba a punto de comunicarle su infidelidad, el hecho de que quería divorciarse. ¿Cómo estaba ese hombre de la cabeza, realmente? ¿Esperaba que ella se alegrara? ¿Que unas malditas rosas compensaran su traición y le hicieran perdonarle? Vaya, vaya, estás liado con la maestra de párvulos de nuestro hijo y quieres el divorcio, ¿sólo era eso?, pero si eres un cielo, eso de que por fin me traigas flores es todo un detalle. Respiró hondo.
– Pensaba que no vendrías hasta mañana por la noche.
– No, ya lo sé. He cambiado de idea.
No podía disimular su nerviosismo. Una estúpida sonrisa se negaba a retirarse de su rostro. «Por lo menos podrías quitarte la puñetera chaqueta.»
– ¿Por qué no estás trabajando?
«Porque me he dado de baja por enfermedad y últimamente me paso lo días saboteando tu futuro. Del mismo modo que tú has saboteado el mío.»
– Me duele un poco la garganta.
Volvió a subir la escalera. Continuó hacia la mesa de la cocina y empezó a reunir sus papeles. No tuvo tiempo de recogerlo todo antes de que él llegara tras ella.
– ¿Qué estás haciendo?
Había temor en su voz. Ni rastro de la ira a la cual se había acostumbrado. Desconcertada, advirtió que el Henrik que ella conocía, con quien había vivido durante quince años pero que se había vuelto inaccesible durante los últimos tiempos, había vuelto. En aquellos momentos le tenía ahí, en la cocina, e intentaba acercarse a ella. Ella le miró. Un chiquillo asustado cargando con un ramo de flores exageradamente grande. Verle así, tan indefenso, era un espectáculo lamentable.
Y, aunque en aquellos momentos muchas cosas le parecieran confusas, tenía una cosa muy clara: no quería sus flores para nada.
– ¿Te han regalado flores?
– No, son para ti.
Él le ofreció el ramo de rosas. Aceptarlas sería una derrota, un resquicio que permitiría su acercamiento, y no pensaba concedérselo. Detectó la irritación que provocaban sus dudas. Pensó que él, por algún motivo, se esforzaba en comportarse con amabilidad y se preguntó qué planes tenía. ¿Reconciliarse y hacerse buenos amigos nuevamente para luego soltarle la bomba?
Tan fácil no pensaba ponérselo.
– ¿Las pongo en agua?
Comprendió que no le quedaba otra opción. Que no aceptar las flores sería una descortesía que le ayudaría a él a tomar impulso. Cómo diablos va uno a vivir con una mujer que ni siquiera te acepta un ramo de flores.
Bajó un jarrón y fue hacia él, pero nada de darle las gracias, eso hubiera sido pedir demasiado. Cogió las flores sin abrir la boca y fue hacía el fregadero. Minuciosamente, cortó las puntas de los tallos uno a uno y fue colocando las rosas dentro del jarrón. Él permaneció de pie, a su espalda. Tal vez estuviera armándose de valor para atreverse a confesar. Tenía que conseguir un aplazamiento, sólo un día más, sólo hasta que el pasado de Linda se hubiera hecho público en el parvulario y ella hubiera conseguido el dinero. La actitud de rechazo que ella había adoptado no haría más que corroborar la decisión de él, confirmarle que hacía lo correcto al abandonarla, pero eso ya no tenía ninguna importanda. Cuántas veces, durante los últimos seis meses, no había ido ella tras él por toda la casa para iniciar un diálogo. Ahora le tocaba a él correr tras ella. Y después, ninguno de los dos iría detrás del otro. Nunca más. Ni en esta casa ni en ningún sitio. Al contrario.
– Te he echado de menos.
Su mano se detuvo a medio camino entre el fregadero y el jarrón. Por iniciativa propia. Como si la mano, al igual que el resto de su persona, primero no entendiera lo que la frase significaba.
De inmediato comprendió lo que pasaba en realidad. El miedo que había en su voz. Las rosas rojas. Su ingenuo pero audaz intento de reconciliación. Algo había pasado durante el viaje.
Linda le había dejado y ahora él venía aquí hecho un guiñapo para reclamar a su mujer. No porque la amara sino porque no tenía a nadie más. Por eso había regresado antes de lo previsto. Habían cortado. Por eso ella reconocía al Henrik de antaño, ahora que la fuerza que él extraía de su encaprichamiento con Linda le había abandonado.
«Mientras estaba fuera he estado pensando, como tú dijiste que hiciera, y quiero pedirte perdón por haber sido tan desagradable contigo últimamente. Y también he pensado en ese viaje a Islandia que habías comprado. Me encantaría que fuéramos.»
Esa nueva situación la aturdió. Necesitaba tiempo para entender las implicaciones de todo aquello, para saber cómo manejar la situación.