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Se recostó sobre la almohada y cerró los ojos. Poder dormir. Poder evadirse a través del sueño y despertar de la pesadilla para descubrir que todo había vuelto a la normalidad.

* * *

Acaso una sola palabra pronunciada por él fuera bastante. Una única palabra, pronunciada con sinceridad y franqueza. Acaso eso fuera lo único que ella necesitara para intentarlo de nuevo. Para poder respetarlo como hombre.

Que franca y sinceramente dijera: «Perdón».

Capítulo 31

Se despertó porque la puerta del dormitorio se abrió de golpe. Del portazo, el pomo de la puerta abrió una raja profunda en la blanda superficie de yeso de la pared y el ruido la hizo incorporarse, horrorizada. Él estaba en el umbral y la expresión de su rostro la espantó.

– ¡Joder que tía tan cerda eres!

Ella echó una ojeada al radiodespertador. Las 17:15. Había dormido más de seis horas.

– ¿Qué pasa?

Cautelosa.

Él soltó un bufido.

– Que ¿qué pasa? ¿Qué coño crees que pasa? ¿No se te pasó nunca por la cabeza que tal vez yo debería ser el primero en saber que vamos a divorciarnos y que piensas echarme de casa?

Se quedó sin aire.

– ¿Cómo coño te crees que me siento después de saberlo por tus padres? Ahí plantado con cara de gilipollas, sin entender una mierda.

El corazón se le había desbocado. Poco a poco, iba perdiendo el control.

– ¿Por qué has hablado con ellos?

La pregunta era estúpida, y ella misma se dio cuenta. Él, sin duda, también y meneó la cabeza en un gesto de franco disgusto.

– Porque querían saber a qué hora iríamos a buscar a Axel.

Mierda. Todo estaba a punto de irse al infierno.

– ¿Por qué no pruebas a cortar el cordón umbilical de una puñetera vez? Vivir contigo es como estar casado con tus padres. Son como una jodida masa viscosa que se engancha y se mete por todas partes. ¡No veas lo comprensivos que se han mostrado!

Afectando la voz continuó;

– Pooobre Henrik, ¿cóoooooomo te sientes?

Todo su cuerpo expresaba el rechazo que sentía.

– ¿Cómo diablos te atreves a irles con el cuento a ellos antes de hablar conmigo? Pero claro, es lo que siempre has hecho, ¿por qué iba un divorcio a ser diferente? Si las cosas han llegado hasta aquí, es por su culpa, maldita sea.

Ella se sulfuró de inmediato.

– Mis padres siempre nos han apoyado. ¡Cosa que no se puede decir de los tuyos!

– Al menos los míos nos dejan en paz.

– ¡No hace falta que lo jures!

– Mejor es eso que lo que hacen los tuyos. Siempre te has puesto de parte de tus padres contra mí. Como si todavía fueran ellos tu familia.

– ¿Acaso no lo son?

– ¿Lo ves? ¿Por qué no vas y engendras un hijo con ellos, ya que estás? Y te vas a vivir con ellos. Follar puedes seguir haciéndolo con tu amante.

Dio un puñetazo contra el marco de la puerta y desapareció en dirección a la cocina. Ella le siguió. Él estaba inclinado sobre el fregadero y tenía el cuerpo agitado a causa de la respiración entrecortada.

¿Cómo tenía estómago para decir eso?

– ¿Qué diablos quieres decir con eso?

Él giró la cabeza y la miró.

– Deja de fingir. Él me lo ha contado todo.

– ¿Quién demonios es «él»?

Él le dirigió una sonrisa despectiva.

– ¿Hasta qué punto se puede llevar el patetismo? De ti se pueden decir muchas cosas, pero que fueras tan cobarde no me lo esperaba.

– ¡Mira quién habla!

Él calló. Ella advirtió que había dado en el clavo y que había recuperado su ventaja. Pero ¿por cuánto tiempo? ¿Qué debía demostrar que sabía, qué cosas debía guardarse? No debía saber nada acerca de Linda pero, al mismo tiempo, ésa era su única defensa por lo que había hecho. Pero ahora todo el plan que había trazado se había venido abajo. Todo podía ser utilizado en su contra.

– ¿Quién te ha contado qué?

– Venga, para ya, Eva. Te estoy diciendo que ya sé lo que estás tramando, deja de hacer teatro. ¿Has pensado que él se mude a esta casa cuando me hayas echado a mí?

– ¿De qué coño estás hablando? ¿Quién es «él»?

Él tiró el frutero al suelo de un rápido manotazo. Manzanas y naranjas rodaron por las barnizadas tablas de madera como huyendo de los cortantes trozos de cerámica.

Luego él se fue al dormitorio.

Ella le siguió.

– ¿No puedes responderme en vez de echarle la culpa a los demás? No será culpa del frutero que no tengas una respuesta que dar.

Él abrió el primer cajón de la cómoda y empezó a rebuscar entre su ropa interior.

– ¿Qué haces?

– ¿Dónde está?

– ¿El qué?

– Ese diario nuevo tan bonito que te han regalado.

– ¿Quieres que te lo devuelva o qué?

Él se paró en seco y se la quedó mirando.

– ¡Déjate de cuentos! Pero si te lo he dejado bien visible encima de la cama, joder. He visto el diario y he visto el repugnante mechón de pelo. Pero ¿cuántos años tiene el tío ese? ¿También os habéis intercambiado nomeolvides? Estarías monísima con una medalla de oro con su nombre colgada del cuello.

Sacó el sujetador de blonda y lo columpió delante de sus narices.

– Imagino que se pone cachondo a más no poder cuando te pones esto, aunque me cueste mucho entenderlo.

Ella había perdido el habla. ¿Estaba él en su sano juicio?

Él cerró el cajón de golpe y salió por la puerta. Ella le alcanzó en la entrada de la sala de estar, donde él se había parado en seco de repente.

– Chica, tú no estás bien de la cabeza.

Al decirlo daba la impresión de que realmente lo pensaba y ella siguió la trayectoria de sus ojos. El jarrón seguía en su sitio, pero esta vez sólo contenía unos largos tallos verdes. Las rosas habían desaparecido sin dejar rastro. Decapitadas y ausentes.

Esta vez le tocó el turno a ella de soltar un resoplido.

– No hacía falta que te molestaras tanto. Te lo podrías haber ahorrado, de todos modos no las quería.

Él giró la cabeza y la miró, ahora como si estuviera completamente loca.

Sonó el teléfono. Ninguno de los dos hizo ademán de contestar. Señal tras señal fue sonando y ellos estaban como petrificados, dejándolas pasar

– Deja que suene.

Él se dio la vuelta de inmediato y fue hacia el teléfono de la cocina. Como si su frase hubiera sido una orden directa de que fuera a contestar.

– ¿Diga?

Después se hizo el silencio. El silencio se prolongó por tanto tiempo que al final ella le siguió y miró desde el umbral. Él estaba de una pieza con la boca abierta y la mirada perdida. El auricular encajado en la oreja.

– Entonces, ¿cómo está? ¿Dónde está ingresada?

Una profunda inquietud. La madre de él había sufrido una operación de baipás hacía tan sólo unos meses. Tal vez había empeorado de nuevo.

Entonces le vio girar la cabeza lentamente mientras la miraba. Lo hacía con una mirada tan llena de desprecio y de odio que se asustó. Sin apartar la vista, continuó hablando.

– Se lo puedes decir tú misma.

Él le ofreció el auricular.

– ¿Quién es?

Él no contestó. Simplemente sostuvo el auricular hacia ella con expresión de odio.

Ella avanzó despacio hacia él; la sensación de peligro era palpable. Él continuaba mirándola fijamente mientras ella se llevaba el auricular a la oreja.

– ¿Diga?

– Soy Kerstin Evertsson, de la escuela infantil de Kortbacken.

Un tono formal e impersonal. Alguien que ella no conocía. O alguien que no quería conocerla a ella.

– Ah, hola.

– Será mejor que vayamos al grano. Acabo de comunicarle a su marido que sé que él y Linda Persson han mantenido una relación amorosa que se terminó ayer. También le he contado que Åsa Sandström ha recibido una carta anónima con un artículo de prensa sobre Linda y que fue usted quien lo puso en su buzón. Åsa la vio cuando lo hacía.

«Dios mío, deja que me trague la tierra. No dejes que tenga que pasar por esto.»

– Como es natural, me vi obligada a telefonear a Linda y contárselo, a pesar de que yo ya conocía todo acerca del juicio y todo por lo que ha pasado. Pero para ella fue demasiado. Se encuentra en la UVI del hospital de Södersjukhuset después de haberse hecho incisiones en las muñecas.

Cruzó su mirada brevemente con la de Henrik e, inmediatamente, la apartó.

– También creo conveniente que sepa que el grupo de padres ha reunido dinero para flores y que van a pedirle a Linda que siga trabajando con nosotros si se recupera.

Nunca más podría salir a la calle.

– Después tengo que reconocer que no sé cómo vamos a solucionar el resto. Obviamente, no hay ningún inconveniente en que Axel conserve su plaza en el parvulario, aunque por mi parte opino que resultará muy embarazoso seguir teniéndoles como clientes. Pero ésa es una decisión que tendrán que tomar ustedes.

«Dios mío, ayúdame. Por favor, ayúdame.»

– ¿Está usted ahí?

– Sí.

– Sería muy conveniente que se pusiera en contacto con Åsa Sandström porque quiere hablar con usted para que le explique por qué la metió a ella en este lío. Porque ahora todos comprendemos quién envió esos correos electrónicos que parecían ser de Linda. Como comprenderá, Åsa se siente utilizada y no le falta razón, y se lo ha tomado bastante mal, por no decir otra cosa.

El aire se le hizo irrespirable.

Insoportable.

– No puedo ocultar mi enojo por lo que ha hecho, mentiría si dijese lo contrario. Entiendo que se debe haber sentido, no sé, fatal sería la expresión, cuando descubrió que Henrik y Linda tenían un lío, pero eso no es excusa para hacer lo que hizo. Aquí nos matamos cada día para enseñarles a los niños a distinguir lo que está bien de lo que está mal y que cada uno tiene que ser responsable de sus actos. Creía que la conocía, pero está claro que me equivocaba.

La vergüenza era como una soga, cada sílaba la iba acortando. Estaba aniquilada, deshonrada totalmente. Tenía que desaparecer. Marcharse de Nacka. De Suecia. Evitar cualquier riesgo de encontrarse con alguien que la reconociera y supiera lo que había hecho.

– ¿Se repondrá?

– No lo saben todavía.

Apartó el auricular, olvidando pulsar la tecla de finalizar. Henrik tenía los brazos cruzados. Hostil, cargado de odio y con la razón de su parte para siempre.

Bajó las escaleras.

Zapatos. Recordó que tenía que llevar zapatos para salir a la calle.