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Enfiló la enlosada rampa del garaje y aparcó. Axel saltó del coche y corrió el corto tramo hasta el porche. Desde detrás del parabrisas, ella contempló el hogar de su infancia.

Grande y acogedora, la casa de comienzos del siglo XX, pintada de amarillo y la carpintería en blanco, se alzaba en el lugar de siempre, rodeada de manzanos nudosos y bien podados. Dentro de un par de meses estarían inundados de flores blancas. Dentro de un par de meses. Entonces todo habría vuelto a la normalidad. Sólo tenía que aguantar y luchar un poco más. De repente le vino a la cabeza que tenía que llamar al mecánico y pedir hora para que le quitaran las cubiertas de invierno.

La puerta principal se abrió y Axel desapareció por el hueco. Eva bajó del coche, sacó la bolsa del asiento trasero y se encaminó hacia la casa.

Su madre la recibió en el porche. -Qué tal. ¿Tienes tiempo de tomarte un café? -No, me voy enseguida. Gracias por prestaros a cuidar de él así, sin previo aviso.

Dejó la bolsa en el suelo del recibidor y le dio a su madre un rápido abrazo.

– El cepillo de dientes está en el compartimento externo.

– ¿Una ocurrencia de última hora?

– Sí. Henrik ha conseguido un cliente nuevo y hemos pensado celebrarlo un poco.

– Qué alegría. ¿Y qué cliente es ése?

– Le han encargado una serie de artículos para un periódico importante o algo así. No me he enterado muy bien. ¡Axel! Me voy.

Se volvió hada su madre una vez más pero esquivó su mirada.

– Vendré a buscarlo mañana por la mañana, tenemos que salir a las siete y media a más tardar si queremos llegar a tiempo.

Axel apareció en el quicio y, al cabo de unos instantes, también su padre.

– Hola, cariño. Pero ¿no irás a irte ya?

– Sí. No tendré tiempo, si no.

Esta vez su madre la ayudó a completar la mentira en su lugar.

– Por lo visto, a Henrik le ha llovido un nuevo encargo y lo quieren celebrar.

– Mira por dónde. En ese caso dale saludos y felicitaciones de mi parte. Y a ti, ¿qué? ¿Cómo os fue con esa fusión de empresas con la que teníais tantos problemas?

– Salió bien. Al final, conseguimos llevarla a cabo.

Su padre permaneció callado, sonriendo. Luego alargó la mano y la puso sobre la cabeza de Axel.

– ¿Sabes, hijo? Tienes una mamá que vale mucho. Cuando tú seas mayor seguro que ella estará tan orgullosa de ti como nosotros siempre lo hemos estado de ella.

Eva sintió unos repentinos deseos de llorar. De acurrucarse entre sus brazos y volver a ser una niña pequeña. En vez de tener treinta y cinco años, ser consultora de empresas y madre con la responsabilidad de salvar su familia. Siempre a su lado. Su fundamento básico. Con naturalidad y confianza siempre habían creído en ella, la habían apoyado, la habían hecho creer en su propia capacidad. Que nada era imposible.

Esta vez no podían hacer nada.

Esta vez se encontraba completamente sola.

¿Cómo podría reconocer nunca ante ellos que Henrik tal vez no quisiera seguir viviendo con su hija? Con esa hija de la cual estaban tan orgullosos, esa hija que valía tanto y que era tan fuerte y que había hecho una carrera tan próspera.

Se acuclilló frente a Axel y lo atrajo hacia sí para ocultar su flojera.

– Te vendré a buscar mañana por la mañana. Que te lo pases muy bien esta tarde.

Se obligó a esbozar una sonrisa y bajó los escalones hacia el automóvil. A través de la luna delantera vio que se habían quedado en el porche despidiéndola con la mano.

Juntos.

El brazo de papá rodeando los hombros de mamá. Después de cuarenta años todavía estaban ahí de pie, hombro con hombro, en paz consigo mismos y tan orgullosos y agradecidos por su única hija.

Justo así quería ella encontrarse algún día.

Era ese hogar el que deseaba reproducir para Axel. Su seguridad. La total confianza en que pasara lo que pasase, la seguridad estaba ahí.

La familia.

Inamovible.

En la cual siempre cabía buscar cobijo cuando todo lo otro se iba a la mierda. Crecer con los mismos privilegios de que ella había disfrutado. Una mamá y un papá que siempre estaban ahí para cuando ella los necesitaba. Siempre dispuestos a prestarle ayuda. Cuanto mayor se hacía ella, menos los necesitaba, precisamente porque sabía que siempre podía contar con ellos.

Por si acaso.

La fe infinita que tenían en ella, en que ella saldría adelante, en que ella era capaz. Capaz de cualquier cosa que se propusiera.

* * *

¿Qué le pasaba a la generación a la que ella pertenecía? ¿Por qué nunca se contentaban? ¿Por qué todo debía medirse, compararse y valorarse sin cesar? ¿Qué clase de oscuro desasosiego les impulsaba a ir más allá continuamente, hacia delante, hacia la siguiente meta? Una total incapacidad de detenerse y alegrarse de las metas ya logradas, un pánico incesante de que alguna cosa les pasara por alto, de perderse algo que acaso habría sido un poco mejor, que habría podido hacerles un poco más felices. Con tantas opciones a elegir, ¿cómo iban a tener tiempo de probarlas todas?

La generación de sus mayores, en cambio, había luchado por realizar sus sueños: educación, un hogar, hijos; con ello su meta estaba alcanzada. Ni ellos mismos ni su entorno habían esperado de ellos que necesitaran algo más. Nadie opinaba que les faltaba ambición si permanecían en un mismo trabajo más de dos años, al contrario, la lealtad era honorable. Habían tenido la capacidad de sentar la cabeza y de sentirse en paz con sus vidas. Había trabajado duro y después había disfrutado de los logros.

* * *

Abrió la puerta de la calle con el máximo sigilo y fue de puntillas hasta la cocina, donde metió el champán en el congelador para que se enfriara deprisa. No había moros en la costa la puerta del estudio de Henrik estaba cerrada. Una ducha rápida y luego la ropa interior de blonda que se había comprado durante la hora del almuerzo. El nerviosismo volvió a dominarla al observarse el rostro en el espejo del cuarto de baño. ¿Tal vez debiera esforzarse así más a menudo? Pero ¿de dónde sacar el tiempo? Se desabrochó el pasador de plata de la nuca y dejó que sus cabellos se desparramaran sobre los hombros. Él siempre la había preferido con el pelo suelto.

Durante un breve instante sopesó la idea de echarse únicamente el albornoz encima del conjunto negro pero no se atrevió. Dios mío. Se encontraba en el cuarto de baño que había frecuentado desnuda con su familia diariamente durante casi ocho años y, ahora, sorprender a su marido con una cena la ponía nerviosa.

¿Cómo habían acabado así?

Se puso unos vaqueros negros y un jersey.

La puerta del estudio seguía cerrada cuando salió. Prestó atención pero no pudo escuchar el vals de sus dedos sobre el teclado. Allí dentro reinaba el silencio. Pero de repente se oyó el sonido de un correo electrónico al ser recibido. A lo mejor había terminado el trabajo.

Se apresuró a poner la mesa con la vajilla fina e iba justamente a encender las velas cuando, de pronto, apareció él en el quicio de la puerta. Echó una ojeada a la mesa engalanada, pero su rostro no mostró el más mínimo atisbo de alegría.

Ella le sonrió.

– ¿Apagas la luz del techo?

Él vaciló unos segundos antes de darse la vuelta y hacer lo que ella le pedía. Ella por su parte, sacó la botella de champán, desenroscó el hilo de metal del tapón y la descorchó. Las copas que les habían regalado el día de su boda estaban ya sobre la mesa. Él se quedó en el quicio, sin dar un sólo paso para ir a su encuentro.

Ella fue hacia él y le ofreció una de las copas.

– Toma.

Ahora tenía palpitaciones. ¿Por qué no la ayudaba? ¿Era necesario que se burlara de ella sólo porque lo intentaba?