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Ella dio media vuelta y fue a sentarse a la mesa. Por un momento creyó que él regresaría al estudio. Sin embargo, finalmente se acercó y se sentó.

El silencio se instaló, como otro muro del cuarto, partiendo la mesa en dos, uno a cada lado de él.

Ella bajó la vista al plato, pero no fue capaz de comer. En la silla de al lado estaba la carpeta azul que contenía los pasajes. Se preguntó si él vería que la mano le temblaba mientras extendía el brazo a través del muro y se los entregaba.

– Toma.

El miró con suspicacia su mano extendida.

– ¿Qué es eso?

– Algo divertido, tal vez. ¿Por qué no miras?

Él abrió la carpeta mientras ella lo observaba. Sabía que él siempre había deseado ir a Islandia. Un destino que ofrecía múltiples actividades, desde montar y caminar a recorrer la isla en bicicleta. Nunca lo habían hecho. Ella siempre había preferido ir de sol y playa para relajarse y dado que siempre era ella quien planeaba y organizaba sus vacaciones…

– He pensado que Axel podría quedarse con mis padres y que tú y yo podríamos irnos solos por una vez.

Él levantó la vista y clavó los ojos en ella. Su mirada la asustó. Jamás nadie la había mirado con una frialdad tan aniquilante. Luego él dejó la carpeta de plástico sobre la mesa, se puso en pie y la miró directamente a los ojos como para asegurarse de que cada una de las palabras penetraba su entendimiento.

– No hay nada, absolutamente nada en este mundo que yo quiera hacer contigo.

Cada sílaba como una bofetada en pleno rostro.

– Si no fuera por Axel y por la casa, me habría largado hace tiempo.

Capítulo 7

La psicoterapeuta Yvonne Palmgren había insistido en que sostuvieran lo que ella denominó «su primera entrevista» en la habitación de Anna. Jonas no tenía nada que objetar: allí dentro, al menos, la compulsión le dejaría en paz. No obstante, le costaba entender de qué serviría. Pero, temeroso de que le retiraran el permiso de pernoctar en el hospital si no colaboraba, había aceptado entrevistarse con ella.

La encontró sentada junto a una de las ventanas, rondaba los cincuenta o cincuenta y cinco años. La desabrochada bata blanca dejaba entrever unos pantalones grises y un jersey rojo. Un infantil collar de grandes cuentas de plástico multicolor reposaba sobre su abundante busto y cuatro rotuladores fosforescentes de estridentes colores asomaban por el bolsillo superior de la bata. Acaso el animado colorido estaba destinado a compensar la inmensa negrura a la que se enfrentaba diariamente en las atormentadas almas de sus pacientes.

Por su parte, él se sentó en el borde de la cama y tomó la mano derecha de Anna, la sana, en la suya.

Notó que la mujer le observaba desde su silla. Imaginaba de sobra lo que pensaba.

– ¿Por dónde te parece que empecemos?

Él giró la cabeza y la miró.

– Ni idea.

Tal y como acordaron, él había acudido. El resto no era de su incumbencia, que se espabilara sola. No era él quien tenía necesidad de aquella conversación, sino los de la Diputación Provincial, de ese modo podrían finalizar la rehabilitación de Anna y dejar que su cerebro se atrofiara lentamente sin problemas de conciencia, librándose del problema. Pero estaban frescos si pensaban que él se pondría de su parte.

– ¿Te resulta difícil mantener esta entrevista?

Él suspiró.

– No especialmente, lo que pasa es que no entiendo de qué va a servir.

– ¿No crees que la hostilidad de tu actitud proviene del miedo?

No se molestó en contestar. ¿Qué coño sabía ella del miedo? Ya la pregunta misma demostraba que no había estado ni siquiera cerca de sentirlo. Que no sabía lo que era el miedo salvaje a perderlo todo. Miedo de no dominar los propios pensamientos, de no poder controlar la propia vida.

O la de Anna.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos? Me refiero antes del accidente.

– Un año.

– Pero ¿no vivíais juntos?

– No. Precisamente íbamos a casarnos cuando… cuando…

Se interrumpió y miró los párpados cerrados de Anna.

La mujer cambió de postura. Apoyó los brazos en la silla y juntó las manos sobre la carpeta de plástico que tenía abierta sobre el regazo.

– Anna es un poco mayor que tú.

– Sí.

Yvonne Palmgren ojeó sus papeles.

– Casi doce años mayor.

Él callaba. ¿Por qué había de contestar cuando ella podía satisfacer su enfermiza curiosidad leyendo en voz alta?

– ¿Puedes hablarme un poco de vuestra relación? ¿Cómo vivíais antes de que ocurriera todo esto? Si quieres, cuéntame cómo era un día corriente.

Él se levantó y se acercó a la ventana. Odiaba aquello. ¿Por qué razón debía facilitar información acerca de su vida con Anna a una completa desconocida? ¿Con qué derecho metía ella las narices en sus recuerdos?

– ¿Hablasteis de ir a vivir juntos?

– Vivimos en el mismo edificio. Anna tiene un estudio en el ático de mi misma escalera. Es pintora.

– Entiendo.

Recordaba perfectamente su primer encuentro. Él acababa de repartir el correo de la mañana, había estado en casa durmiendo un rato y bajaba por la escalera para ir a comprar al supermercado de la esquina. Ella estaba en el rellano del primer piso cargando cajas de cartón en el ascensor. Se saludaron y él le aguantó la puerta mientras ella iba a su coche a por la última caja. El parecido era notable. ¿Cómo era posible que alguien se pareciera tanto? Se quedó plantado, incapaz de marcharse sin antes aprovechar la oportunidad de hablar con ella. Después le pareció obvio que se hubiera quedado. Que hubiera superado su indecisión y le hubiera preguntado si podía ayudarla. No recordaba lo que le contestó. Solamente recordaba su sonrisa. Una sonrisa franca y cálida que hacía que sus ojos se achinaran y que él se sintiera un elegido, alguien hermoso y único a los ojos de otra persona.

Él la ayudó con las cajas y después ella le invitó a pasar al estudio al que se mudaba: orgullosa y contenta, se lo mostró todo. Él, más que nada, la miraba a ella. Una especie de aura la envolvía. Una auténtica naturalidad tan seductora que se sintió aturdido. A los cinco minutos ya sabía que era la mujer que siempre había estado esperando. Que su vida anterior había sido una pista jalonada para traerle a su encuentro.

– ¿Qué solíais hacer juntos?

La pregunta de la psicóloga le devolvió al presente de golpe. Se volvió hacia ella.

– De todo.

– ¿Puedes poner algún ejemplo?

Empezaron a almorzar juntos. Él llegaba a casa a la hora del almuerzo y ella trabajaba en casa, así que al cabo de un tiempo se convirtió en costumbre. Un día en la casa de ella y un día en la de él, alternativamente. Ella era la primera persona a quien él había permitido entrar en el apartamento en varios años: hasta ese momento nunca había conseguido superar la aversión que le producía el caos que conllevaba la presencia de un extraño. Ella se reía de su orden sistemático afirmando que todos esos ángulos rectos la ponían nerviosa y consiguió convencerle de que cambiaran los muebles de sitio. Incluso subió corriendo a su estudio a buscar un gran óleo que clavaron en la pared. Fue cuando ella regresó a su casa esa primera tarde que él comprendió al máximo cuánto la quería. Había pasado todo un día en medio de un gran desbarajuste y a pesar de ello la compulsión no había podido con él. Sin ser consciente de su increíble proeza, ella, con su mera presencia, había logrado neutralizar el peligro que se cernía sobre él.

Por la noche se acercó al cuadro completamente desnudo y empezó a reseguir las pinceladas con el dedo. El tacto de la tela estriada despertaba en él un deseo doloroso de tan intenso pero no quiso aliviarse. Se reprimiría y se lo entregaría todo a ella cuando estuviera dispuesta a recibirlo.

– ¿Teníais muchos amigos?

Él volvió a girarse hacia la ventana mientras se metía una mano en el bolsillo del pantalón. Sus recuerdos habían despertado aquellas ganas locas de vivir. Ese anhelo voraz de su piel que iba a conducirle a la locura si ella no lo tocaba pronto.