Tegan estaba sentada junto a Maverick en una de las esquinas, con Rogerson en la otra punta. A pesar de estar rodeados de gente, Tegan sentía la presencia de Maverick junto a ella como si todavía estuvieran solos en su coche. Algo en él la atraía contra su voluntad como un imán.
Uno de los abogados empezó relatando cuál era la situación, las implicaciones que había tenido la paralización del acuerdo Zeppabanca.
Después, llegó el turno de Maverick. Explicó los principales aspectos del proyecto y los beneficios que podría reportar a todos los implicados.
– Royalty Cove tiene que seguir adelante -dijo para concluir su discurso-. Es el proyecto para la Costa Dorada más ambicioso que se ha diseñado en los últimos años. Tenemos la oportunidad de construir un complejo prestigioso, respetuoso con el medio ambiente y mostrarle el camino a Australia y al resto del mundo. La única forma de llegar a buen puerto es involucrar a los mejores, por eso queremos que sea Rogerson Developments quien lo lleve a cabo. Nadie más sería capaz de hacerlo. Pero, para eso, tenemos que estar listos para empezar en cuanto Zeppabanca se recupere.
Su voz tenía algo que atrapaba a cuantos le escuchaban, tenía seguridad en sí mismo y una inexplicable credibilidad. Todos los presentes asentían con la cabeza, convencidos por sus palabras. Todos salvo Rogerson, que jugueteaba con los dedos en la mesa sin dejar de mirar a Maverick.
– Nadie duda de que sea un buen proyecto -empezó Rogerson, y Tegan sintió el nerviosismo que las palabras de aquel hombre estaban provocando en Maverick-. Tampoco de la pasión que hay en él. Pero, dada la situación, ¿cómo podemos estar seguros de que Zeppabanca querrá seguir adelante cuando se recupere?
– Giuseppe estuvo en este proyecto desde el principio.
– Lo sé, pero… ¿y si ocurre lo peor, Dios no lo quiera, y no se recupera? -apuntó Rogerson mirando a todos los presentes-. ¿Qué ocurrirá entonces si el nuevo director ejecutivo no es tan entusiasta como él o no tiene las mismas ideas? Comprenda mi posición. No me gusta trabajar con esa incertidumbre, y más cuando apostar por este proyecto me cerraría otras oportunidades. Tengo otras dos propuestas sobre mi mesa, incluso esta mañana he recibido una tercera cuya fecha de inicio sería en tres meses y que garantizaría trabajo para mis empleados durante los próximos tres años.
– El Royalty Cove garantizaría, al menos, siete.
– Si sale adelante.
– Saldrá adelante, y será lo mejor que haya construido Rogerson Developments, estoy seguro.
– ¿Y si no sale adelante? Necesito que, de alguna manera, Zeppabanca se comprometa.
– Giuseppe está enfermo, no puedo hablar en su nombre.
– Entonces, estamos perdiendo el tiempo.
– En ese caso… Le doy yo la garantía que necesita -dijo Maverick.
Todos se volvieron para mirarlo.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Rogerson.
– Me comprometo personalmente a cubrir todos los gastos que pueda tener su personal mientras esperamos noticias de Zeppabanca. Usted no perderá dinero y su equipo tampoco. Nadie perderá.
Tegan observó a los dos hombres. Los dos poderosos, los dos empresarios de éxito. Rogerson tenía aversión al riesgo, Maverick, en cambio, iba tras él. Hasta entonces, se había implicado con su trabajo en aquel proyecto. Aquella proposición significaba su compromiso personal, con su dinero, con su empresa, con todo.
Rogerson enarcó una ceja y Tegan, de pronto, recordó algo que había sucedido en un campo de refugiados de Somalia. Una larga cola de mujeres y niños esperaban al equipo de Médicos Sin Fronteras. En la cabeza de la cola, un hombre con el pelo revuelto estaba bromeando con los chiquillos para hacerles más grata la espera. Los que le conocían se referían a él como doctor Sam, pero en realidad se apellidaba Rogerson.
¡Por eso le resultaba familiar!
– Creo que deberíamos hacer un descanso de quince minutos para tomar un café -ordenó Rogerson levantándose.
El equipo de Maverick se dirigió hacia él como un rayo, lleno de preguntas. Lo mismo hizo el de Rogerson.
Tegan decidió dejarle solo y se levantó para conseguir un café para su jefe y un zumo para ella. Tenía ganas de poder hablar con Rogerson, pero sabía que no debía hacerlo.
– ¿Necesita algo? -le preguntó de repente el constructor mientras sostenía un plato lleno de sándwiches.
– No, gracias -respondió ella-. Vaya, veo que ha conseguido librarse de todo el mundo.
– En los negocios, la rapidez es esencial -dijo Rogerson sonriendo-. Debo admitir que su jefe es muy persuasivo.
«Desde luego», pensó Tegan recordando lo que había ocurrido el día anterior en la puerta del ascensor.
– A Maverick le apasiona su trabajo. Por eso quiere que usted entre en el proyecto, quiere al mejor.
Rogerson se llevó a la boca uno de los sándwiches sin dejar de mirarla.
– Señor Rogerson, espero que no le moleste la pregunta, pero se parece mucho a un hombre que conocí una vez. No tendrá usted algo que ver con Sam Rogerson, ¿verdad?
– ¡Vaya! -exclamó Rogerson con sus ojos azules iluminados-. Estaba esperando que me preguntara algo sobre Zeppabanca, es usted encantadora. Pues sí, mi segundo hijo se llama Sam, trabaja en Médicos Sin Fronteras.
– ¡Lo sabía! Sam es una persona extraordinaria y un gran médico. Tiene un talento natural con los niños. Todo el mundo se alegra mucho cuando él está cerca. Debe estar muy orgulloso de él.
– ¿No me diga que ha estado usted trabajando en alguno de esos países olvidados de Dios?
– ¡Oh! -exclamó Tegan recordando, de repente, que se suponía que ella era su hermana, Morgan, que nunca había estado en África y mucho menos en un campo de refugiados-. En realidad no, pero he oído hablar de él. Mi hermana estuvo varios años en GlobalAid y trabajó con él una temporada. Me ha hablado mucho de él, sobre todo de lo maravilloso que era con los niños.
– Es precioso oírla decir eso de mi hijo. Sobre todo porque no solemos tener noticias suyas muy a menudo, sólo un par de veces al año. A Doris y a mí nos vuelve locos, nunca sabemos en qué anda metido.
– Pues, si le sirve de consuelo, puedo asegurarle que está haciendo un trabajo excelente. Mi hermana me contó que estuvo con él hace un mes, justo antes de que ella saliera del país. Me contó que su hijo estaba haciendo un trabajo increíble, pero que echaba mucho de menos a su familia.
En realidad, Sam había sido el médico que había dado el visto bueno a Tegan para que regresara a casa. Había pasado un rato hablando de Australia, de la Costa Dorada, y de lo mucho que él la echaba de menos.
– No sé qué decir. Sus palabras me llenan de alegría. ¿Y dice que fue su hermana quien le contó todo?
– Sí, acaba de volver hace poco después de haber pasado en África tres años.
– Querida, me ha alegrado usted el día. Doris se pondrá muy contenta cuando lo sepa. Se preocupa mucho por nuestro hijo, como no le vemos mucho…
Tegan lo entendía perfectamente. Su propia hermana le había rogado, a su regreso, que no volviera, ya que no podía dormir por las preocupaciones y los temores.
– No saber nada es lo peor -dijo Tegan-. Pero, si le sirve de ayuda, puedo decirle que mi hermana, su hijo y todos los que han decidido orientar sus vidas como ellos son conscientes de los riesgos que conlleva. Siempre hacen todo lo que pueden para correr el menor peligro posible. Pero, a veces, son conscientes de que hay que arriesgar para marcar la diferencia.
Rogerson pareció meditar sus palabras unos instantes y, entonces, posó su mano sobre el hombro de Tegan.
– Sabias palabras, querida. Sabias palabras -dijo sacando una tarjeta de su chaqueta-. Aquí tiene mis señas. Llámeme cuando su hermana tenga un rato libre y arreglaremos una cita para que pueda contarnos a mi mujer y a mí cosas sobre los campos de refugiados y sobre nuestro hijo. Y muchas gracias de nuevo. Doris se va a poner muy contenta cuando se lo cuente todo. Ahora, será mejor que se tome ese café antes de que se enfríe.