– No creo que tú tengas problemas para llamar la atención de los taxistas – dijo él. Algo en su voz había cambiado también.
– Si has venido en taxi, debes vivir cerca de aquí.
– No demasido lejos. ¿Y tú?
Era una pregunta inocente, pero la tomó completamente por sorpresa.
– Yo… en este momento vivo en casa de una amiga. Cerca de Camdem – contestó, por si él quería dejarla en la puerta. Si era así y tenía que sacar a Beth de la cama, tendría que dar muchas explicaciones. Pero el hecho de que se sintiera tentada, de que aceptara tranquilamente que podría sucumbir, que deseara sucumbir aquella misma noche, la hacía sentir miedo-. Estoy redecorando mi apartamento y soy alérgica a la pintura… Oh, me he olvidado la llave – mintió, mirando su bolso-. Mi amiga me matará si tengo que despertarla para que me abra la puerta.
– Ya entiendo – murmuró Daniel, sin mirarla.
– Mira, quizá cenar no es buena idea. Se está haciendo tarde, yo tengo que trabajar mañana y tú quizá deberías ir a ver a tu hija…
– ¿Por si acaso se ha ido al pub? – terminó él la frase-. ¿Es eso lo que tú habrías hecho? – preguntó. Amanda no contestó y Daniel se inclinó hacia el taxista-. Pare aquí, por favor.
– Daniel…
– Ha sido una noche estupenda, Mandy. Muchas gracias – dijo él, dándole unos billetes al taxista-. Solo tienes que decirle dónde quieres ir.
– Pero… – Daniel ya había cerrado la puerta y se alejaba por la calle. Amanda murmuró una maldición.
– ¿Dónde vamos, señorita? – preguntó el taxista.
¿Cómo podía haber sido tan torpe? ¿Tan estúpida, tan cobarde? No podía recordar cuándo había deseado a un hombre con aquella intensidad. Por un momento, consideró la posibilidad de decirle al taxista que diera la vuelta y lo siguiera. Pero no lo hizo. Le dio su dirección y se dejó caer sobre el asiento.
Los nervios. Los estúpidos nervios. No había tenido una cita en muchos años y no sabía cómo actuar. Con su actitud, había dejado claro que conocía las intenciones de Daniel y no pensaba seguir adelante. Como una quinceañera asustada.
Por primera vez en mucho tiempo, Amanda estaba a punto de ponerse a llorar.
– ¿No vas a ir a trabajar?
Daniel, medio dormido, abrió un ojo y miró a su hija. ¿Es que nunca se ponía nada que no fuera negro?
– Iré más tarde – contestó.
– Veo que lo pasaste bien anoche.
– ¿Me has despertado para torturarme?
– ¿Qué es esto? – preguntó Sadie.
Daniel volvió a abrir un ojo y vio a su hija con el pendiente de Mandy en la mano.
Lo había encontrado en su bolsillo al llegar a casa, después de un largo y reconfortante paseo. Hasta entonces, había estado felicitándose a si mismo por haber escapado. Había escuchado suficientes mentiras de Vickie como para saber cuándo lo estaban engañando. Y no pensaba soportarlo de nuevo. Aunque su cuerpo protestara enérgicamente.
– Es un pendiente. ¿Es que no te enseñan nada en el colegio?
Sadie hizo una mueca.
– Muy gracioso – dijo, dejando el pendiente en la mesilla-. No voy a avergonzarte preguntando qué hace en tu dormitorio. Seguro que soy demasiado joven para saberlo.
– Efectivamente. Eres demasiado joven.
– ¿De quién es?
– Sadie, vete a trabajar.
– ¿No vas a levantarte? He pensado que, como es tan tarde, podrías llevarme. Eso sí no tienes demasiada resaca.
– No tengo resaca. Simplemente, he pasado una mala noche.
– A juzgar por el pendiente, muy mala no ha sido.
– Cariño, – suspiró Daniel, incorporándose- si pensara pasarlo bien, te prometo que no lo haría contigo en la habitación de al lado.
– ¿Por qué? ¿Es que grita mucho?
Daniel ni siquiera quería pensar en eso, así que miró su reloj, disimulando la turbación. «Malditas adolescentes», pensó.
– Tienes diez minutos para irte a trabajar.
– ¿O?
– O puedes ir buscando otro trabajo.
Amanda llegó tarde a la oficina. Las gafas de sol escondían sus ojeras.
– No preguntes – dijo, cuando vio la expresión de Beth-. Ni una palabra.
– ¿Zumo de naranja, café, té? – preguntó Beth suavemente.
– Café. Solo, con mucho azúcar.
– He leído que el café dificulta las posibilidades de quedarse embarazada – dijo Beth, poniendo una taza de tila y una pastilla sobre la mesa.
– ¿Qué es eso?
– Vitamina B6. 10 miligramos. He leído que, si se toma durante unos meses antes de quedarse embarazada, evita las nauseas matinales.
– Lees demasiado.
– Y mi padre me ha dado unas espinacas de su huerto. Están en la nevera.
– ¿Espinacas, nevera? – repitió Amanda, confusa.
– Me pediste que comprara una y ha llegado esta mañana. La he llenado de leche desnatada, zumo de naranja y yogures.
– ¿Leche desnatada?
– Mucho calcio, poca grasa.
– Leche desnatada y espinacas, qué alegría de vivir – murmuró Amanda. Se sentía enferma y ni siquiera estaba embarazada.
– Tienes que tomar muchas verduras.
Amanda decidió cambiar de conversación.
– Estoy esperando el contrato de las oficinas del piso de abajo. ¿Ha llegado ya?
– Quítate las gafas de sol y verás que lo tienes delante. ¿Qué ha pasado? ¿Una mala noche?
– No ha pasado nada. No he dormido bien, eso es todo – contestó. Pero, dándose cuenta de que su respuesta ofrecía múltiples interpretaciones, decidió ampliarla-. Nos despedimos después del teatro. Fin de la conversación – dijo, tomando un sorbo de tila. Después, se puso la mano en la sien-. Necesito una aspirina.
– Lo que necesitas es un poco de lavanda – dijo Beth, poniéndole delante un frasquito de cristal con un líquido verde-. Es muy aromática y quita el dolor de cabeza.
– Beth, necesito una aspirina – replicó Amanda, con los dientes apretados-. Ahora mismo.
CAPITULO 5
– ENTONCES, el plan de tener un hijo queda en suspenso, ¿no es así?
– ¿Qué dices? – preguntó Amanda, volviéndose bruscamente hacia Beth. Inmediatamente, hizo un gesto de dolor.
– Ponte un poco de lavanda en las sienes.
Amanda se quitó las gafas para mirar a su nueva e irritante socia.
– Me estás poniendo de los nervios, Beth.
– Nada más lejos de mi intención.
Amanda se daba cuenta de que era con ella misma con quien estaba furiosa, por meterse en algo que su sentido común le había advertido que era una estupidez. Y, una vez empezado, por no haber tenido valor para seguir adelante.
– Vale, me pondré la maldita lavanda – murmuró, poniéndose un poco del líquido verde en las sienes. En realidad, el aroma era muy relajante.
– ¿Qué pasó?
– Nada. Cuando terminó la función me preguntó si quería cenar con él y yo le dije que sí. Pero, en el taxi, le mentí. Le dije que vivía con una amiga y que me había olvidado la llave de su casa…
– ¿Por si acaso se ponía pesado?
– Por si acaso, yo me ponía pesada.
– Ooooh – murmuró Beth. Había un mundo de significado en aquel monosílabo y Amanda empezó a ponerse lavanda por litros-. ¿Y?
– Simplemente, le di a entender que no iba a haber nada después de la cena.
– ¿Qué? – preguntó Beth, sentándose frente a ella. Amanda sabía que no se movería de allí hasta saber todo lo que había pasado, con pelos y señales-. ¿Qué le dijiste?
Amanda se encogió de hombros.
– Que tenía que trabajar por la mañana y que él debería estar en casa con su hija… su hija quería ir a un pub, ¿sabes? Y solo tiene dieciséis años.
– O sea que saliste corriendo.
– ¡No esperaba que él aceptara mis argumentos! – exclamó ella, furiosa.