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– ¿Un hombre capaz de sorprenderte? Vaya, esa sí que es una novedad. ¿Y qué hizo él?

– Paró el taxi, me dio las gracias por pasar un rato agradable y se marchó – contestó Amanda. Seguía sin creer lo que había pasado. Todos los hombres insisten para salirse con la suya. ¿Cómo había tenido ella tan mala suerte?, se preguntaba.

– Qué tío tan seguro de sí mismo.

– ¿Seguro de sí mismo? Un tacaño, es lo que es. Las entradas se las habían regalado y debió pensar que no iba a invitarme a cenar si después no había una recompensa.

– Si creyeras eso no estarías loca por él – dijo Beth-. Tengo que conocer a ese hombre – añadió, pensativa.

– Es muy fácil. Alquila un coche. Seguro que tontea con todas sus clientes – dijo Amanda. Todo sería mucho más fácil si creyera eso-. Tienes razón. No me lo creo.

– En otras palabras, se dio cuenta de que estabas incómoda y prefirió marcharse.

– ¿No creerás que se portó como un caballero? – preguntó Amanda, irónica-. Por favor, Beth. Se sintió ofendido porque se dio cuenta de que yo no quería ir más allá.

– ¿Y no querías?

– ¡No lo sé! Es posible – contestó Amanda. Beth levantó las cejas-. Bueno, sí. Estuve toda la función deseando que terminase. Pero, en cuanto salí a la calle, recuperé el sentido común. Ya te lo he dicho, soy demasiado mayor para estos juegueci- tos.

– Llámalo para pedirle disculpas.

– ¡Disculpas!

– Me doy cuenta de que, cuando uno es perfecto, no tiene que disculparse, pero tampoco es tan difícil. Humillante, pero no difícil. Solo tienes que decir: «perdóname, me he portado como una estúpida»… qué porras, dile la verdad. Se sentirá muy orgulloso – dijo Beth. Amanda lanzó sobre su amiga una mirada que hubiera fulminado a cualquiera, pero Beth no se dio por aludida-. Invítalo a cenar en mi casa, que es la tuya. – ¿Tú crees?

– Soy tu amiga y te presto mi apartamento.

– ¿Y si dice que sí? Beth sonrió de oreja a oreja.

– Guardaré los peluches en el armario, cambiaré las sábanas y me iré a dormir a tu casa. O quizá le haré un favor a Mike y pasaré la noche en esa chabola que él llama apartamento.

– Deberías iros a vivir juntos.

– No podemos. Necesita que lo entrenen para vivir como un ser humano normal. Mientras tanto, tendrá que vivir sin mí.

– Gracias, pero no – dijo Amanda.

– ¿No pensarás abandonar ahora? ¿Vas a olvidarte de la sonrisa de pirata, de los ojos azules? – preguntó. Amanda no contestaba-. Nunca has abandonado algo que querías en toda tu vida.

– Es un hombre, Beth, no un crío. No volverá a llamarme.

– Pues llámalo tú. Deja un mensaje en el garaje – dijo, tomando el teléfono y marcando el número-. Dile que lo invitas a cenar. Que tu amiga se ha ido de vacaciones.

– ¡No puedo hacer eso!

– Capitel. ¿Dígame? – Beth tapó el auricular con la mano. – Claro que puedes – dijo en voz baja-. De hecho, es una gran idea. Necesitas un sitio para… ya sabes.

– Capitol. ¿Quién es? – escuchaban una voz al otro lado del hilo.

Amanda miraba el teléfono, sin saber qué hacer.

– Contesta – insistió Beth.

– Ah… buenos días. Soy… Mandy Fleming. ¿Podría hablar con Daniel Redford?

– Buenos días, señorita Fleming. ¿Ya tiene su pendiente?

– ¿Mi pendiente? ¡Mi pendiente! No, no lo tengo. Por eso llamaba – sonrió. Se había olvidado del pendiente por completo-. Daniel pensaba devolvérmelo, pero no ha podido hacerlo.

– Pues acaba de llegar, si espera un momentito…

– No, no hace falta – la interrumpió Amanda-. Me pasaré por el garaje. ¿Estará él allí dentro de una hora?

– Creo que sí.

– No ha sido tan difícil, ¿verdad? – preguntó Beth cuando Amanda colgó el teléfono.

– Eres una mala influencia – dijo Amanda, levantándose.

– Lo que tú digas. ¿Dónde vas?

– A buscar mi pendiente. Y quizá, solo quizá, a invitar a ese hombre a cenar.

– No vas a tardar una hora en llegar al garaje.

– Lo sé. Pero si esa chica le dice que voy a ir, puede que él decida desaparecer – sonrió Amanda, poniéndose las gafas de sol-. Y no pienso dejar que vuelva a hacérmelo.

– ¡Esa es mi chica!

– Por favor, Karen, envíale esto a Mandy Fleming, de la agencia Garland. La dirección está en el archivo – Daniel dejó el pendiente sobre la mesa. Aquello era lo que debería haber hecho desde un principio.

– De eso precisamente iba a hablarte. La señorita Fleming acaba de llamar. Va a venir a buscarlo personalmente.

– ¿Va a venir aquí? – repitió Daniel con el pulso acelerado-. ¿Cuándo?

– Dentro de una hora – contestó su secretaria, mirando el pendiente-. Es muy bonito. Y muy caro. No me extraña que quiera recuperarlo. Yo misma se lo daré.

– Muy bien – dijo Daniel. Era lo mejor-. No, espera – había cambiado repentinamente de opinión-. Será mejor que se lo dé yo y le pida disculpas por el retraso.

Haría que Karen la llevara a su despacho y disfrutaría al ver su expresión cuando descubriera que él era el dueño de Capitol. Y después, se daría el placer de acompañarla a la puerta… «Por Dios bendito, me estoy comportando como un niño pequeño», pensó. Era suficientemente mayor para salir con una mujer sin esperar que se fuera a la cama con él. Y suficientemente mayor para llevarla a la cama si los dos estaban de acuerdo. Que no hubiera podido pensar en otra cosa desde que había visto a Mandy Fleming no quería decir que fuera a saltar sobre ella… ¿O no era así? ¿Habría visto Mandy el inflamado deseo en sus ojos y por eso se había echado atrás?

– Cuando llegue, acompáñala a mi despacho.

Karen sonrió.

– Ah, ya sé quien es. Es la secretaria guapa, ¿no?

– Sí, Karen. Es la secretaria guapa.

– ¿Quieres que reserve una mesa en algún restaurante caro?

– No será necesario.

– Qué pena.

Sí. Pero así era. Y era mejor para él quedarse en casa vigilando a su peligrosa hija adolescente que perder el tiempo intentando alcanzar un arcoiris.

– «¿Jefe?»

– ¿Sí? – dijo Daniel, sin levantar la cabeza. Concentrarse era suficientemente difícil aquella mañana como para tener que soportar las bromitas de Sadie.

– Bob dice que vengas un momento a ver el Rolls Royce. No le gusta como suena el motor.

Daniel la miró, con el ceño fruncido.

– Tenemos que utilizarlo mañana para una boda.

– Ya lo sé – dijo Sadie. Daniel miró su reloj. Faltaba media hora para que llegase Mandy y tenía tiempo para revisar su coche favorito.

– Enseguida voy. Tengo que ponerme un mono.

– Sí, «jefe».

Daniel suspiró. Sadie podía poner tal sarcasmo en esa palabra que era difícil de creer.

Estaba empezando a pensar que había cometido un serio error poniéndola a trabajar en el garaje. Creía que aquella semana de trabajo duro le mostraría lo que la esperaba en la vida si no iba a la universidad. Pensaba que sería una advertencia, pero no le estaba saliendo bien porque Sadie parecía entusiasmada con los coches.

La habría admirado por ello si no estuviera tan seguro de que debía volver al internado. Él había creado la empresa empezando desde cero y Sadie, con una licenciatura en dirección de empresas, podría ampliar el negocio hasta el infinito.

Pero Sadie no era su única mala decisión de la semana.

Quizá debería dejar de pensar y concentrarse en el Rolls, que era lo suyo.

– ¿Dónde está Bob? – preguntó cuando vio a su hija frente al volante.

– Ha tenido que ir al cuarto de baño. Escucha… – dijo Sadie, arrancando el motor. Había un sonido raro, como un golpeteo-. ¿Las válvulas?

El negó con la cabeza, mirando el poderoso motor. Era la perfección en movimiento. Como Mandy Fleming…