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– Será mejor que eche un vistazo.

Amanda pagó el taxi y se volvió para mirar las oficinas de la empresa Capitol. Su corazón latía como un tambor y tenía la boca seca, pero había tomado una decisión y tenía que seguir adelante. Respirando profundamente, abrió la puerta.

La mujer sentada frente al mostrador de la elegante oficina llevaba un traje de chaqueta gris y un pañuelo al cuello con el logo de la empresa. En las paredes, fotografías enmarcadas de coches clásicos, un Jaguar, un Lincoln, un Rolls.

– Buenos días – dijo la joven.

Amanda reconoció la voz del teléfono.

– Hemos hablado hace media hora. Soy Mandy Fleming. ¿Está Daniel?

– ¿Quiere sentarse un momento, por favor? – dijo Karen-. Ahora mismo está en el garaje. Iré a buscarlo.

– No es necesario. Si me dice dónde está, iré yo misma – sonrió Amanda-. No tengo mucho tiempo – añadió, para presionarla.

– Está bien – asintió Karen, señalando la puerta del garaje-. Lo encontrará debajo de un Rolls Royce.

– ¿Ese de la fotografía?

– Ese mismo.

Amanda entró en la enorme nave que servía como garaje y, después de echar un rápido vistazo alrededor, se encontró con un par de largas piernas que asomaban bajo un magnífico Rolls.

– Sadie, hay algo que… pásame la linterna, por favor – oyó una voz debajo del coche. Amanda miró alrededor. No había nadie más que ella-. ¡Vamos, niña, no tengo todo el día!

Amanda sonrió, decidida a gastarle una broma.

– ¿Tienes algún problema? – preguntó, poniendo la linterna en la mano que emergía del coche.

Al escuchar su voz, Daniel sacó inmediamente la cabeza de debajo del coche y vio, no las botas militares de Sadie, sino unos carísimos zapatos de tacón alto. Dentro de los zapatos había unos pies preciosos y los tobillos más bonitos que había visto nunca.

Con el corazón acelerado, tuvo que quedarse debajo del coche unos segundos para recuperar el control de sus emociones. Solo cuando estuvo seguro de que no se traicionaría a sí mismo como un adolescente salió de debajo del Rolls.

Mandy lo miraba con una sonrisa irónica.

– No te esperaba hasta dentro de media hora.

– ¿Te dijo tu secretaria que iba a venir?

– ¿No debía decírmelo?

– Pensé que desaparecerías si sabías que venía a verte.

– Por eso has venido antes.

– Y menos mal que lo he hecho. ¿Quién te hubiera dado la linterna si no? – sonrió-. ¿Dónde está todo el mundo?

– En el pub, supongo, esperando que los invite a una cerveza – contestó él, dándole un papel que había encontrado pegado a la parte inferior del coche.

Amanda lo tomó con cuidado para no mancharse los dedos de grasa.

– ¡Te pille! Sadie – leyó-. ¿Qué significa esto?

– Significa que me han tomado el pelo. Es una tradición. Los empleados nuevos siempre intentan gastarme una bromita- explicó. Aunque nunca se le habría ocurrido pensar que su hija lo haría también.

– Después de veinte años, es normal que intenten impresionarte – dijo Amanda-. Supongo que eres el chófer más veterano de la empresa.

– Ah, sí, claro – murmuró él, incómodo-. Pero acabo de aprender que uno nunca es demasiado viejo ni demasiado listo para evitar una trampa. Mi querida hija estará en el pub disfrutando como una loca.

– Entonces, será mejor que me vaya. Te veo muy ocupado.

– Creí que tú también tenías mucho trabajo esta mañana.

– He terminado antes de lo que esperaba – dijo ella-. He venido a preguntarte si te arriesgarías a probar mis dotes culinarias. Para resarcirte de lo de anoche.

– ¿Tan arriesgado es?

– No creo. Sé descongelar tan bien como cualquiera.

– ¿Y tu amiga?

– Beth va a pasar la noche fuera.

– ¿Ah, sí? – sonrió él, incrédulo. Sabía que ella le escondía algo. Estaba seguro-. Perdona, tengo que ir a lavarme las manos.

– ¿Y mi pendiente?

Ella estaba apoyada en el Rolls, como si hubiera nacido para viajar en aquel cochazo. Por un momento, Daniel se la imaginó sentada en el interior, vestida de novia…

El pensamiento hizo que su corazón dejara de latir durante un segundo.

– Está en la oficina.

– Se lo pediré a la recepcionista.

Lo único que tenía que hacer era decir que sí y todo habría terminado. Su cabeza le decía que eso era lo que tenía que hacer, pero su cuerpo y su corazón se negaban a escuchar.

Aquella mujer preciosa seguía pensando que él era un simple chófer, pero había vuelto de todas maneras. Entonces, ¿por qué tenía dudas? ¿Porque no creía en los cuentos? ¿O porque sabía que, con Mandy, no sería una aventura de una noche? Aquello era diferente. Ella era diferente.

– No. No hace falta. Si puedes esperar hasta esta noche, lo llevaré conmigo – dijo por fin. Se sentía como si acabara de saltar de un avión y estuviera esperando que se abriera el paracaídas. Asustado, emocionado…

Pero por ver aquella sonrisa todo merecía la pena.

– Estupendo. ¿A las ocho te parece bien?

– Me parece muy bien – contestó él. ¿Cómo demonios podía sonar su voz tan tranquila cuando por dentro se sentía como un crío en su primera cita-. ¿Cuál es la dirección?

Ella abrió su bolso y la anotó en un papel.

– Toma. También he escrito el número de mi móvil. Por si acaso… – Daniel dejó de escuchar su voz cuando ella lo miró a los ojos. Estaban tan cerca, su boca era tan suave, tan invitadora…

– ¡Papá! – Daniel se apartó inmediatamente, como un niño al que hubieran pillado haciendo una travesura. Se había olvidado de Sadie.

– Hola, Sadie. Te presento a Mandy Fleming.

– Hola – sonrió Amanda, ofreciendo su mano. Pero Sadie no la aceptó.

– Ah, la del pendiente. No debería dejar los pendientes por ahí ¿sabe? – dijo, sarcástica, antes de volverse hacia su padre-. Te estamos esperando en el pub, si te dignas a ir.

Daniel estaba tan enfadado que hubiera querido zarandearla.

– No puedo ir. Y tú tampoco puedes estar en el pub. Bob debería saberlo – dijo, enfadado. Su hija lo miró desafiante durante unos segundos y después salió del garaje-. Lo siento – se disculpó Daniel-. Encontró tu pendiente en la mesilla y ha creído que…

– Está en una edad difícil – dijo Amanda, conciliadora.

– ¿Es que hay alguna fácil? – sonrió él-. ¿Quieres que te lleve a alguna parte? Solo tardaré un minuto en lavarme las manos.

Ella negó con la cabeza.

– No, ve a hablar con tu hija. Yo tomaré un taxi.

– Me voy a casa. ¿Quieres que te lleve? – preguntó Daniel a las seis y media.

– No, muchas gracias – Sadie se había vuelto la amabilidad personificada. Mal síntoma-. Bob y yo vamos a terminar de arreglar la moto esta noche. Maggie me ha invitado a cenar.

– ¿Otra vez? – preguntó su padre-. ¿Dónde está Bob?

– Se está lavando – contestó ella, sin mirarlo-. Él me llevará a casa.

– Muy bien – dijo Daniel, sacando la cartera-. Toma, será mejor que le compres unas flores a Maggie. Pero no llegues a casa después de las doce, ¿eh?

– ¿A qué hora vas a llegar tú?

Daniel estaba empezando a enfadarse, pero hizo un esfuerzo para no demostrarlo. Lo último que necesitaba en aquel momento era una pelea con su hija.

– Voy a cenar fuera.

– ¿Con la de los pendientes?

– Se llama Mandy Fleming. Pero tú puedes llamarla señorita Fleming. Puedes decirle, por ejemplo, «perdone que sea tan maleducada, señorita Fleming».

– ¿Por qué? ¿Es que la vas a llevar a casa? El cuerpo de Daniel reaccionó con traidor entusiasmo ante la idea, pero no quiso seguir hablando del asunto con su hija.

– ¿Has escrito a la señora Warburton? Sadie lo miró por un momento, sin contestar.

– La escribí ayer – contestó por fin.