– Me alegro – dijo él. Quizá podría intentar algo-. Sadie, ¿tienes un casco? Ella lo miró, sorprendida.
– Sí. Me compré uno hace un par de meses. Tenía que tener casco para el examen.
– Dile a Bob que hablaré con él sobre esa moto. Si la sigues queriendo, claro.
Esperaba, deseaba, que su hija por fin empezara a comportarse de forma normal. Pero, con el despreciativo talante de los adolescentes, Sadie se encogió de hombros.
– Me lo pensaré.
– Pues no te lo pienses mucho.
Por primera vez en toda la semana, Sadie sonrió.
– Lo siento, papá. Gracias – dijo, con los ojos brillantes-. Bob había dicho que entrarías en razón con el tiempo.
– ¿No me digas? – dijo él, irónico. No había entrado en razón, más bien había tenido que aceptar lo inevitable. Además, eso la pondría de buen humor para hablar sobre la inevitable vuelta al colegio el lunes. O eso esperaba.
Amanda era un manojo de nervios. Había roto una copa. Un susto, pero nada importante. Y también se había roto una uña, un desastre irreparable. Entonces sonó el timbre y el frasco de pimienta que estaba abriendo se le cayó al suelo, cubriendo el precioso suelo de la cocina de Beth de granos negros.
Amanda lanzó un grito y tuvo que apoyarse en la mesa para tranquilizarse. Entonces miró el reloj y se dio cuenta de que no podía ser Daniel. Solo eran las ocho menos cuarto y él no llegaría tan pronto. Sería Beth, para comprobar si lo tenía todo listo y si le había dado un ataque de pánico.
Pero aquella noche se portaría como una mujer madura. Aunque tampoco le dejaría ver a Daniel lo que sentía por él. Había elegido unos pantalones grises y una blusa blanca de seda y se había pintado los labios de color rosa pálido. Al fin y al cabo, solo iba a ser una cena.
Amanda miró el suelo cubierto de granos de pimienta y lanzó un gemido. Ella, la viva imagen de la eficiencia hecha un manojo de nervios por una simple cena con un hombre al que encontraba atractivo. Cuando volvió a sonar el timbre, salió de la cocina. Beth. Beth lo arreglaría mientras ella se retocaba un poco.
Pero cuando abrió la puerta se quedó sin respiración.
– Daniel – murmuró. Daniel, con vaqueros, una chaqueta colgada a la espalda y dos botellas de vino en la mano.
– Llego un poco pronto – sonrió él. A la luz del pasillo, podía ver que se había puesto colorada. Estaba deliciosamente despeinada y tenía los labios entreabiertos, aquellos labios que parecían estar pidiéndole a gritos que la besara.
– No importa – dijo Amanda, pasándose nerviosamente los dedos por el pelo-. Entra, estaba terminando de preparar la cena.
– No podía esperar. Lo siento, pero…
No podía esperar. Las palabras eran como un hechizo mágico y Amanda se sintió casi mareada, como la princesa dormida a la que despertaba el príncipe encantado. Todos aquellos hombres elegantes y amables con los que se había relacionado siempre la habían convertido en una virgen emocional. Pero Daniel nunca haría lo que ella esperaba que hiciera. Daniel tenía su propia forma de hacer las cosas y ella estaba deseando que la tomara en sus brazos… cuando se dio cuenta de eso, dejó de preocuparse por su pelo y por todo lo demás e hizo lo que había estado deseando hacer desde el primer día.
Se puso de puntillas y lo besó.
CAPITULO 6
EL TIEMPO pareció pararse cuando Amanda puso los labios sobre los del hombre. Daniel no quería llegar tan pronto, pero había aparcado frente a la casa y no podía dejar de pensar en Mandy, de desearla. Como un adolescente.
¿Cómo se comportaría aquella noche?, se preguntaba. ¿Sería la bromista y coqueta cliente que había llevado el primer día en el Mercedes? ¿La mujer despreocupada que, después de una llamada de teléfono, había asumido una actitud profesional, obsesionada por llegar a tiempo a una cita de trabajo con un actor de cine? Los celos que había sentido en aquel momento deberían haberlo advertido de lo que iba a ocurrir. ¿Sería la que había aparecido aquella mañana en el garaje, o la mujer insegura de la noche anterior?
Daniel se había hecho todas esas preguntas antes de salir del coche, pero ni en sus mejores sueños hubiera anticipado ese recibimiento.
Aquello sí que era una sorpresa. Un beso que decía: «Te estaba esperando. Deseándote». Un beso que entregaba, pero no pedía nada. Puro y, sin embargo, como una mecha para sus pensamientos pecaminosos. Un beso que un hombre recordaría en su corazón hasta el día de su muerte.
Mandy tenía los ojos cerrados y una mancha de harina blanqueaba su mejilla, dándole un toque de vulnerabilidad a sus aristocráticas facciones.
La certeza de que ella también lo deseaba era como un balón de oxígeno para su deseo. El fuego corría por sus venas de tal forma que tenía que contener el aliento. Pero no quería perder el control, había visto demasiado, había vivido demasiado como para eso. Cuando Amanda se apartó un centímetro, suspirando, mirándolo con aquellos ojos grises, Daniel supo que estaba perdido.
– No me han besado así desde que tenía dieciséis años – dijo, con voz ronca de deseo; un deseo que lo golpeaba por dentro, enloqueciéndolo.
– ¿Y eso es bueno o malo? – susurró ella.
Habría deseado apretarla contra su cuerpo, dejar que ella decidiera si era bueno o malo, pero lo único que hizo fue limpiarle la harina de la cara.
– Bueno – murmuró-. Muy bueno. Y muy malo.
– ¿Por qué es malo? – preguntó Mandy. Él tomó su cara entre las manos, como si fuera un frágil tesoro, enredando los dedos en su pelo.
– Por esto – murmuró, a un milímetro de sus labios, a un milímetro del cielo, haciéndola esperar, adorando la expresión ansiosa de ella. Mandy no se movía, apenas respiraba. Después, cuando la tensión se hizo insoportable, vio que sus ojos se oscurecían y sus labios se abrían casi imperceptiblemente. Era la señal que esperaba. Daniel rozó los labios femeninos, un roce nada más y las pestañas de ella se cerraron en un gesto de rendición. Pero aún así la hizo esperar. Un suave gemido escapó de los labios femeninos. Un gemido impaciente que le rogaba que siguiera-. ¿Bien? – murmuró, besándola suave, muy suavemente, rozando sus labios con la punta de la lengua. Como un baile. Un baile lento, sensual…
– Muy bien – suspiró ella, mordiendo su labio inferior-. Y muy mal.
– Dime cómo entonces – se besaban como si no lo estuvieran haciendo, como si fuera el sensual tango de una película en blanco y negro. Lento, lento…
– No tengo que decirte nada. Tú ya lo sabes.
Mandy enredó los brazos alrededor de su cuello y Daniel supo que ella deseaba más, que lo deseaba todo. Su corazón latía con violencia y, durante unos segundos, la besó con pasión… pero era demasiado pronto. No podían… Daniel la tomó de la mano.
– Vamonos.
– ¿Qué?
– ¿Dónde está tu chaqueta?
– Ahí – contestó ella. Daniel vio una chaqueta colgada del perchero y se la puso a toda prisa, como si fuera una niña-. ¿Dónde vamos? ¿Y la cena?
– Olvídate de la cena – contestó él, apagando el horno.
– ¡Mi soufflé! – protestó Mandy-. Me ha costado mucho trabajo…
– Ya me he dado cuenta.
– ¿Vamos a desperdiciarlo?
– Nos quedemos o no, nadie se lo va a comer, Mandy.
La noche anterior, Amanda había tenido miedo de perder el control, miedo de que Daniel Redford le hiciera perder la cabeza. Pero aquella noche no tenía miedo. Aquella noche sabía que había perdido la cabeza y le daba igual.
Quizá la espera había hecho que todo fuera tan especial. Quizá por eso él la sacaba apresuradamente del apartamento. Quizá era la anticipación, el deseo, lo que la hacía sentirse en una nube. O quizá era amor. No estaba segura, pero era diferente de todo lo que había sentido hasta entonces.
– ¿Dónde vamos? – preguntó, mientras caminaban a buen paso por la calle.