– No lo sé – contestó él-. Estoy poniendo un poco de distancia entre nosotros y la cama. Me parece que estoy como tú estabas anoche, Mandy. Deseando que ocurra, pero pensando que es demasiado pronto.
– Ah. Ya veo.
– Habíame. Cuéntame cosas de ti.
– Podríamos haber hablado mientras cenábamos – insistió ella.
– ¿Tú crees?
– ¿Qué quieres saber? – sonrió Amanda.
– Todo. Sé que trabajas como secretaria, que te gusta el teatro y que eres alérgica a la pintura. Pero no sé nada más. Empieza por el principio.
– ¿Por el principio? Podríamos tardar toda la noche.
– Tenemos hasta las doce.
– ¿Hasta las doce? ¿Tienes que volver a casa a las doce?
– Sadie es quien tiene que volver a las doce. Y yo tengo que estar en casa para comprobarlo – contestó él-. La paternidad es una pesadez.
Amanda sonrió.
– Lo sé todo sobre la paternidad. Yo también tengo un padre – dijo, intentando seguir su paso. Muy bien, Cenicienta, te haré un resumen. Vamos a ver… tengo veintinueve años… bueno, en realidad, estoy a punto de cumplir treinta.
– Me gusta que me digas la verdad – la interrumpió Daniel, mirándola a los ojos-. ¿Te molesta cumplir treinta años?
– No. ¿Por qué?
– Treinta es una edad importante – se encogió él de hombros-. Para un hombre no es un trauma, pero sí para algunas mujeres. Muchas que conozco no admitirían tener más de veintinueve – añadió. Su ex mujer era una de ellas. Sadie era la prueba de que tenía muchos más y Daniel sospechaba que esa era una de las razones por las que Vickie no quería saber nada de su hija.
– Tener treinta años no me molesta; es solo un recordatorio de las cosas que no he hecho todavía…
– Aún tienes mucho tiempo.
– Para la mayoría de las cosas sí, pero no para todo – murmuró ella. Daniel tenía la impresión de que había tocado un tema doloroso y no había que ser un genio para imaginarse qué era-. Nací en Berkshire, fui a un internado y después pensaba ir a la universidad, pero mi padre necesitaba una secretaria… – «para dictarle sus memorias durante su larga enfermedad», recordaba Mandy- y eso hice hasta que murió.
– Podrías haber ido a la universidad después. Aún puedes hacerlo.
– Lo sé – sonrió ella-. Y si quisiera hacerlo, lo haría.
– ¿Y tu familia? ¿Tu madre, tus hermanos?
– Mi madre se dedica a obras benéficas y tengo un hermano mayor, Max. Es economista. Él y su mujer, Jilly, están esperando su primer hijo.
– ¿Eso es todo?
– ¿Qué más quieres saber? Nunca he estado casada y nunca he vivido con nadie – añadió.
¿Por qué las cosas no podían ser más sencillas?, se preguntaba. Veinte minutos antes habían estado a punto de irse a la cama, eso era sencillo. Simple deseo. Simple sexo. Exactamente lo que ella quería.
Pero entonces Daniel Redford lo había complicado todo.
– Estás temporalmente en casa de una amiga, pero ¿dónde vives?
– No. Ahora es tu turno.
Daniel la miró. ¿Seguía escondiendo algo?, se preguntaba. En realidad, ella no era la única.
– Muy bien. ¿Qué quieres saber?
– Empieza por el principio.
– Nací hace treinta y ocho años en un barrio al este de Londres – empezó a decir él-. Mi padre era un bruto y un ignorante y mi madre murió cuando yo cumplí diez años.
– Oh, Daniel, cuánto lo siento – murmuró ella, apretando su mano. El gesto era tan tierno que lo conmovió.
– Dejé de ir al colegio a los quince años – siguió él-. Estaba demasiado ocupado buscándome la vida en los muelles. Pero tuve suerte, porque en lugar de meterme en líos con la policía, descubrí que tenía una curiosa afinidad con los motores.
– Ahora entiendo por qué estás tan empeñado en que Sadie no deje el colegio.
– Debería haberme imaginado que algo andaba mal cuando empezó a suspender.
– ¿Tú crees que lo ha hecho a propósito?
– Sadie solía sacar sobresalientes en todo y tengo la impresión de que su actitud rebelde tiene que ver con que su madre ha tenido un niño hace poco. Se siente abandonada otra vez – explicó él-. En fin, no sé… creí que una semana trabajando en el garaje la convencería de que tenía que volver a los libros.
– ¿Y la ha convencido?
– Todo lo contrario.
– Tiene dieciséis años, Daniel. Estar en un garaje, rodeada de hombres maduros que están pendientes de ella, no la va a convencer de que estaría mejor en el colegio – dijo Amanda-. ¿Verdad que la tratan muy bien?
– Pues sí, la verdad es que sí – contestó él. Bob la trataba como si fuera su nieta y los demás la regalaban bombones y bollos… de repente Daniel entendió lo que Mandy estaba sugiriendo-. Pero ninguno de ellos se atrevería…
– Por supuesto que no – lo interrumpió Amanda. Pocos hombres se atreverían a desafiar a Daniel Redford-. Pero tu hija tiene dieciséis años. Y estoy segura de que tu jefe no despediría a un buen conductor por tontear con una cría que está deseando saber lo que es la vida. ¿Dónde está Sadie esta noche?
– Arreglando la moto de Bob. Maggie y él la han invitado a cenar – contestó él-. ¿Tienes hambre?
– Sí, tengo hambre – sonrió Mandy-. ¿Qué sugieres?
– No podemos volver al apartamento.
– Podríamos – sugirió ella-. Está empezando a hacer frío.
– Cenaremos aquí – dijo Daniel, señalando la puerta de un restaurante.
– No quieres probar mi soufflé, ¿verdad?
– Sabes exactamente lo que estoy pensando – susurró él, besándola en la frente-. Por eso vamos a cenar aquí.
Se sentaron en una mesa apartada y Daniel pidió la cena y el vino mientras Amanda lo miraba, sin decir nada. Echaba de menos el roce de su mano, pero le gustaba estar frente a él. De ese modo, podía mirar sus ojos.
Tenía un hoyito en la barbilla que le hubiera encantado tocar. Lo imaginaba despertando a su lado por la mañana, imaginaba el roce de su cara… su imaginación no le estaba haciendo ningún favor; un restaurante lleno de gente no era lugar para tener aquella clase de pensamientos.
Pero seguía comiéndoselo con los ojos, disfrutando de su aparente seguridad, de su forma de moverse…
– ¿Qué piensas? – preguntó él, cuando la camarera les había servido el vino.
– ¿Por qué te separaste de tu mujer?
Daniel se encogió de hombros, como si no lo recordara.
– Quizá yo no era el marido que ella esperaba.
– Pero te dejó una hija… – empezó a decir Amanda. Después se lo pensó mejor-. Perdona, no es asunto mío.
– Vickie no era particularmente maternal – explicó Daniel-. Cuando nació Sadie y tuvo que cambiar pañales, levantarse por las noches… bueno, perdió el interés.
– ¿No me has dicho que acaba de tener un niño?
– El amante de Vickie es mucho mayor que ella y muy rico. Teniendo un hijo con él se asegura de que la unión sea permanente. Además, ahora tiene una niñera para que se encargue del trabajo pesado.
– Pobre Sadie.
– Sí – murmuró él-. Pero echar su futuro por la borda no la va ayudar a sentirse mejor.
– Quizá no quiere sentirse mejor. Quizá lo que quiere es que su madre se arrepienta.
– Mi ex mujer no sabe nada de su hija – dijo Daniel. Pero siempre había formas de que lo supiera, pensaba Amanda. Especialmente si Sadie estaba muy dolida-. ¿Qué quiere una niña de dieciséis años? Dímelo tú.
Amanda miró el plato de pasta que la camarera acababa de dejar sobre la mesa. Cuando ella tenía dieciséis años, era una niña feliz. Tenía un padre que la adoraba, una madre comprensiva y un hermano mayor que la protegía. Eso es lo que quiere una niña de dieciséis años, pero no hay dinero suficiente en el mundo para comprarlo.
– Lo siento, Daniel. No sé si puedo ayudarte en ese asunto. Lo único que puedo aconsejarte es que la quieras, haga lo que haga.